Emilia Pardo Bazán: Obra literaria completa. Emilia Pardo Bazán

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Entre aquel chico y ella, nada había de común. Una relación superficial, como doscientas que se encuentra uno a cada paso por ahí… ¿Conque los pinos cantaban, eh? ¡Mal año para Gayarre! Y Nieves se rio afablemente, disimulando sus raros pensamientos, y continuó haciendo preguntas, a que respondía Segundo con expresivas frases. Acercábase la noche. De pronto la cabalgata, dejando el camino real, torció por una senda abierta entre pinares y montes. Al revolver de la vereda, apareció el crucero de piedra oscura, romántico, con sus gradas que convidaban a rezar o a soñar sentimentales desvaríos. Agonde se paró allí, despidiéndose de la comitiva, y Segundo le imitó.

      Conforme iba perdiéndose el repiqueteo de los cascabeles de las borriquillas, notó Segundo una inexplicable impresión de soledad y abandono, cual si de él se alejasen para siempre personas muy queridas o que desempeñaban en su vida importantísimo papel. —¡Valiente necio! —se dijo a sí mismo el poeta—. ¿Qué tengo yo que ver con esta gente, ni ella conmigo? Nieves me ha convidado a ir a las Vides a pasar unos días en familia… ¡En familia! Cuando Nieves vuelva a Madrid este invierno, dirá de mí: «Aquel chico del abogado, que conocimos en Vilamorta… ». ¿Quién soy yo, qué puesto ocuparía en la casa? Enteramente secundario. ¡El de un muchacho a quien halagan porque su padre dispone de votos… !

      Mientras cavilaba Segundo, el boticario se le acercaba, emparejando al fin caballo y mula. La claridad del crepúsculo mostró al poeta la plácida sonrisa de Agonde, sus bermejos carrillos repujados por el bigote lustroso y negro, su expresión de sensual bondad y epicúrea beatitud. ¡Envidiable condición la del boticario! Aquel hombre era feliz en su cómoda y limpia farmacia, con su amistosa tertulia, su gorro y sus zapatillas bordadas, tomando la vida como se toma una copa de estomacal licor, paladeada y digerida en paz y en gracia de Dios y en buena armonía con los demás convidados al banquete de la existencia. ¿Por qué no había de bastarle a Segundo lo que satisfacía a Agonde plenamente? ¿De dónde procedía aquella sed de algo que no era precisamente ni dinero, ni placer, ni triunfos, ni amoríos, y de todo tenía y todo lo abarcaba y con nada había de a placarse quizá?

      —Segundo.

      —¿Eh? —contestó volviendo la cabeza hacia Agonde.

      —Chico ¡vas bien callado! ¿Qué te parece del ministro?

      —¿Qué quieres que me parezca?

      —¿Y la señora… ? Vamos, que a esa la habrás reparado… ¡Lleva medias negras de seda, como los curas! Al tiempo de subirse a la borrica…

      —Voy a pegar un escape hasta Vilamorta. ¿Te animas, Saturno?

      —¿Escapes en esta mula? ¡Llegaría con las tripas en la boca! Corre tú, si te lo pide el cuerpo.

      Cosa de media legua galoparía el jaco, instigado por la vara del jinete. Al aproximarse a la encañada del río, Segundo lo puso otra vez al paso; un paso muy lento. Ya apenas se veía, y el frescor del Avieiro subía más húmedo y pegajoso. Segundo recordó que llevaba dos o tres días sin poner los pies en casa de Leocadia. De seguro que la maestra se consumía, lloraba y le aguardaba a todas horas. Esta idea fue al pronto bálsamo para el espíritu ulcerado de Segundo. ¡Le quería tanto Leocadia! ¡Era tan extraordinaria su alegría, tan vivas sus demostraciones al verle entrar! ¡La conmovían tanto las palabras y los versos del poeta! ¿Y a él, por qué no se le pegaba el entusiasmo? De un amor tan ilimitado y absoluto, Segundo no se había dignado nunca recoger ni la mitad; y de las bellas caricias cantadas por la musa, elegía él para Leocadia las menos líricas, las menos soñadoras; así como del dinero que llevamos en el bolsillo apartamos el oro y la plata, dejando para los pobres importunos la calderilla, el ochavo más roñoso. Segundo regateaba los tesoros de la pasión. Mil veces le sucedía, paseando por el campo, recoger en el sombrero cosecha de violetas, jacintos silvestres, ramas floridas de zarzamora; y al llegar al pueblo, arrojaba al río las flores, por no llevárselas a Leocadia.

       Capítulo 7

      Al paso que distribuía la tarea a las niñas, diciendo a una: «Ese dobladillito bien derecho»; y a otra: «El pespunte más igual, la puntada más menuda»; y a esta: «No hay que sonarse al vestido, sino al pañuelo»; y a la de más allá: «No patees, mujer, estate quietecita»; Leocadia volvía de tiempo en tiempo los ojos hacia la plazuela, por si a Segundo le daban ganas de pasar. Ni rastro de Segundo. Las moscas, zumbando, se posaron en el techo para dormir; el calor se aplacó; vino la tarde, y se marcharon las chiquillas. Sintió Leocadia profunda tristeza, y sin cuidarse de arreglar la habitación se fue a su alcoba, y se tendió sobre la cama.

      Empujaron suavemente la vidriera, y entró una persona que pisaba muy blandito.

      —Mamá —dijo en voz baja. La maestra no contestó.

      —Mamá, mamá —repitió con más fuerza el jorobado—. ¡¡Mamá!! —gritó por último.

      —¿Eres tú? ¿Qué te se ofrece?

      —¿Estás enferma?

      —No, hombre.

      —Como te acostaste…

      —Tengo así un poco de jaqueca… Déjame en paz.

      Dio media vuelta Minguitos, y se dirigió hacia la puerta silenciosamente. Al ver la prominencia de su espinazo arqueado, sintió la maestra una punzada en el corazón. ¡Aquel arco le había costado a ella tantas lágrimas en otro tiempo! Se incorporó sobre un codo.

      —¡Minguitos!

      —¿Mamá?

      —No te marches… ¿Qué tal estás hoy? ¿Te duele algo?

      —Estoy regular, mamá… Sólo me duele el pecho.

      —¿A ver… acércate aquí?

      Leocadia se sentó en la cama y cogió con ambas manos la cabeza del niño, mirándole a la cara con el mirar hambriento de las madres. Tenía Minguitos la fisonomía prolongada, melancólica; la mandíbula inferior, muy saliente, armonizaba con el carácter de desviación y tortura que se notaba en el resto del cuerpo, semejante a un edificio cuarteado, deshecho por el terremoto; a un árbol torcido por el huracán. No era congénita la joroba de Minguitos: nació delicado, eso sí, y siempre se notó que le pesaba el cráneo y le sostenían mal sus endebles piernecillas… Leocadia iba recordando uno por uno los detalles de la niñez… A los cinco años el chico dio una caída, rodando las escaleras; desde aquel día perdió la viveza toda; andaba poco y no corría nunca; se aficionó a sentarse a lo moro, jugando a las chinas horas enteras. Si se levantaba, las piernas le decían al punto: párate. Cuando estaba en pie sus ademanes eran vacilantes y torpes. Quieto, no notaba dolores, pero los movimientos de torsión le ocasionaban ligeras raquialgias. Andando el tiempo creció la molestia: el niño se quejaba de que tenía como un cinturón o aro de hierro que le apretaba el pecho; entonces la madre, asustada ya, le consultó con un médico de fama, el mejor de Orense. Le recetaron fricciones de yodo, mucho fosfato de cal y baños de mar. Leocadia corrió con él a un puertecillo… A los dos o tres baños, el mal se agravó: el niño no podía doblarse, la columna estaba rígida, y sólo en posición horizontal resistía el enfermo los ya agudos dolores. De estar acostado se llagó su epidermis; y una mañana en que Leocadia, llorosa, le suplicaba que se enderezase y trataba de incorporarle suspendiéndole por los sobacos, exhaló un horrible grito.

      —¡Me he partido, mamá! ¡Me he partido! —repetía angustiosamente, mientras las manos trémulas de la madre recorrían su cuerpo, buscando la pupa.

      ¡Era

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