Emilia Pardo Bazán: Obra literaria completa. Emilia Pardo Bazán

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usted», estando los dos solos, le pareció cosa rara y grave compromiso. Al fin, con risa forzada, pronunció una frase ambigua:

      —¿Pero qué prisa tiene usted? Y… ¿Volverá usted a hacernos otra visita?…

      —Ya nos veremos en Vilamorta… Adiós, Nieves… No quiero interrumpir a don Victoriano… Salúdele usted de mi parte y que cuente conmigo y con mi padre para todo.

      Sin tomar la mano que Nieves le tendía y sin volver la cara, bajó al patio. Sentaba el pie en el estribo, cuando una figurilla menuda saltó allí cerca. Era Victorina que traía las manos llenas de terrones de azúcar y venía a ofrecérselos al jaco. Este alargaba ansiosamente sus belfos, con ondulaciones inteligentes de trompa de elefante. Segundo intervino.

      —Hija, va a morderte… mira que muerde…

      Luego, en tono festivo, añadió:

      —¿Quieres que te aupe aquí? ¿No? ¡A que sí te aupo!

      La cogió y la sentó en el borrén delantero de la silla. Forcejeaba la niña para escaparse, y su hermoso pelo envolvía la cara y hombros de Segundo, que la sujetaba por debajo de los brazos y por el talle. No sin sorpresa reparó que el corazón de la niña palpitaba fuerte y desordenadamente, bajo la imperceptible turgencia del seno impúber. Victorina, muy pálida, gritaba:

      —¡Mamá… mamá!

      Al fin logró desasirse, y echó a correr hacia Nieves, que se reía a carcajadas del suceso. A medio camino se detuvo, retrocedió, anudó los brazos al cuello del caballo, y le dio, en el mismo hocico, un beso muy cariñoso.

       Capítulo 11

      Ocho o diez días mediaron entre la visita de Segundo a las Vides y el regreso de don Victoriano y su familia a Vilamorta. Quería don Victoriano tomar las aguas y a la vez desbaratar la tenebrosa maquinación, la candidatura Romero. Plan sencillo: ofrecer a Romero un distrito en otra parte, donde no tuviese que gastar un céntimo; y así, quitado de en medio el único rival que tenía prestigio en el país, evitaba el bofetón de una derrota por Vilamorta. Esto importaba hacer antes de octubre, época señalada para la lucha electoral. Y mientras Genday, García, el alcalde y demás combistas manejaban los palillos, don Victoriano, instalado en casa de Agonde, bebía por las mañanas dos o tres vasos del salutífero licor; leía después el correo, y por la tarde, a tiempo que el pegajoso bochorno convidaba a siestas, leía o escribía en la fresca salita del boticario.

      Frecuentemente le acompañaba Segundo en semejantes horas de soledad. Hablaban amigablemente, y el hombre político, lejos de insistir en la tesis desarrollada allá en las Vides, alentaba al poeta, ofreciéndose de muy buen grado a buscarle en Madrid colocación adecuada a sus propósitos.

      —Un puesto que no le robe a usted muchas horas, ni le caliente mucho la cabeza… Yo veré, yo veré… Escudriñaremos… Observaba Segundo en el rostro desecado del ministro indicios de mejoría evidente. Experimentaba don Victoriano el pasajero alivio que producen las aguas minerales en los primeros momentos, cuando su energía estimula el organismo, siquiera sea para desgastarlo más después. La digestión y circulación se habían activado, y hasta la transpiración, enteramente suprimida por la enfermedad, dilataba con grato fomento los poros, comunicando a las secas fibras elasticidad de carne mollar. Como la luz de una bujía brilla más al acelerar se la combustión, don Victoriano parecía regenerarse, cuando en realidad iba consumiéndose… Él, pensando renacer, respiraba dichoso la estrecha atmósfera de las intriguillas electorales, gozando en disputar palmo a palmo su distrito, en recoger adhesiones y testimonios de simpatía, y secretamente halagado hasta por la absurda proposición de incensarle en la iglesia que al párroco de Vilamorta hicieron sus feligreses. De noche se solazaba patriarcalmente en la tertulia de Agonde con las historias cómicas de la botica de doña Eufrasia y con el menudo oleaje ocasionado por la proximidad de las fiestas. Poco a poco la inocente mesa de tresillo de Agonde se modificaba, convirtiéndose en algo de más malicia. Ya no eran cuatro las personas sentadas, sino una sola; y el resto, de pie, formaba grupo, y tenía fijos los ojos en las manos del sentado. La izquierda del banquero se crispaba aferrando los naipes, y con nervioso impulso del pulgar de la diestra hacía ascender lentamente la postrera carta, hasta que se vislumbraba y adivinaba, primero la pinta, luego el número, luego la porra de un basto, la yema de huevo de un oro, la cola azul de un caballo, la corona picuda de un rey. Y había otras manos que recogían puestas y sacaban dinero del bolsillo y lo depositaban sobre los fatídicos pedazos de cartulina, y se oía decir:

      —¡Al siete! ¡Al cuatro! ¡As en puerta!

      Por pudor, Agonde se privaba de tallar mientras estuviese allí don Victoriano, sofrenando a duras penas la única pasión que tenía el privilegio de calentar un tanto su sangre y esparcir su linfa, y cediendo el puesto a Jacinto Ruedas, famoso tahúr ambulante, conocido en todo el universo, que andaba al olor de la timba como otros al de los banquetes: tipo raro, entre chulo y polizonte, que decía en voz ronca chistes de baja ley. No aclaran los cronistas si la autoridad civil de Vilamorta, o sea el juez, intentó poner coto a la diversión ilegal que se permitían los tertulianos, de la farmacia; pero es punto averiguado que teniendo el juez una pierna más corta que otra, el ruido de su muleta en las baldosas de la acera avisaba siempre de su proximidad a los jugadores. Y en cuanto a la autoridad municipal, sábese de cierto que un día, o para mayor exactitud una noche, penetró en la trastienda del boticario lo mismo que una bomba, con dinero en la mano, y echándolo sobre una carta, gritó:

      —¡Soy caballo, señores!

      —¡Sea usted burro, si quiere! —le replicó Agonde, dándole un empujón con irreverencia notoria.

      Aquel año, la presencia de don Victoriano y la ya declarada lucha entre sus partidarios y los de Romero, prestaba a las fiestas carácter de batalla. Querían los combistas sacarlas más que nunca lucidas y brillantes, y los romeristas aguarlas si fuese posible. En el salón del Consistorio preparábase el globo padre, que ocupaba extendido toda la longitud de la pieza: sus cuarterones blancos iban cubriéndose de rótulos, figuras, emblemas y atributos, y por el suelo andaban desparramados calderos de hojalata llenos de engrudo, pucheretes de bermellón, tierra de Siena y ocre, ovillos de bramante y recortes de papel. Del globo gigantesco nacían diariamente menudas crías; globitos en miniatura, hechos con retazos y muy ribeteados de azul y rosa. Hablábase con desdén en la tertulia de doña Eufrasia de semejantes preparativos, y se comentaba el arrojo del hijo del tabernero, solemne mamarrachista, que se proponía retratar a don Victoriano, en los cuarterones del gran globo. Las señoritas romeristas, frunciendo los labios y encogiéndose de hombros, protestaban que no asistirían a los fuegos ni al baile, aunque sus adversarios pusiesen, para conseguirlo, los santos en novena.

      En cambio, las del bando combista formaron en torno de Nieves una especie de corte. Todas las tardes iban a buscarla para salir a paseo, y además de Carmen Agonde, la rodeaban Florentina la del alcalde, Rosa, sobrinita de Tropiezo, y Clara, la mayor de las niñas de García. Andaba esta descalza, muy ocupada en coger moras y echarlas en el mandil, cuando recibió la estupenda noticia de que su padre le encargaba un traje a Orense, para visitar a la señora del ministro. Y vino el traje, con sus lazos muy tiesos y sus forros de percalina muy engomados, y la chiquilla, lavada, atusada, incrustados los pies en botitas nuevas de chagrín, con la vista baja y con las manos una encima de otra, en simétrica postura, fue a engrosar el séquito de Nieves. Declarose Victorina protectora de Clara García; la compuso, la regaló un brazalete y se hicieron inseparables.

      Solían pasear por la carretera, pero así que Clara tomó confianza, protestó, asegurando que por las veredas y los atajos era mucho más divertido y se encontraban cosas más bonitas. Y apretó el brazo de Victorina, exclamando:

      —¡Segundo

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