Emilia Pardo Bazán: Obra literaria completa. Emilia Pardo Bazán

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de satinadas injurias, gritándole con su voz balbuciente de vejez y odio:

      —¡Ladrona, ladrona, infame! ¿Dónde tienes a tu hijo, ladrona? ¡Anda, borracha, mala mujer, anda a beber licores… y tu hijo puede ser que se esté muriendo de hambre! Perdida, loba, falsa, ¿y el chiquillo? ¿Dónde está, ángel de Dios? ¿Dónde lo tienes, bribona, que rabiabas por librarte de él para quedarte con el otro señorito de morondanga? ¡Loba, loba, que aun las lobas quieren a los hijos! ¡Loba, lobona… si tuviese un fusil, tan cierto como estoy aquí que te cazaba con perdigones!

      Pálida, con los ojos enrojecidos, Leocadia extendió las manos para tapar la boca a la frenética vieja: pero esta, con sus desdentadas encías, apretó aquellas manos, dejando en ellas la baba de su cólera; y mientras la maestra subía la escalera, la vieja iba detrás, fatídica, murmurando en voz sorda:

      —Nunca bien te ha de querer Dios, loba… Dios te castigará y la Virgen Santísima… Anda, anda, regodéate porque hiciste tu voluntad… Maldita seas, maldita seas… maldita, maldita…

      La maldición estremeció a Leocadia… La casa, con la ausencia de Minguitos, parecía un cementerio: Flores no había preparado comida, ni encendido luz… Leocadia, sin ánimos para hacerlo, se echó en la cama vestida, y más tarde se desnudó y acostó sin probar bocado.

       Capítulo 25

      ¡Con qué interés leía Segundo las cartas de Roberto Blánquez durante aquella temporada en que le daba noticias de su libro! Roberto tenía algunos años más que el Cisne: no tantos que les impidiesen haber sido muy amigotes allá cuando estudiantes; pero suficientes para que Blánquez conociese algo más el mundo y pudiese servir al poeta de guía y mentor. También Blánquez había tenido su época de cisne, rimando versos gallegos; ahora se dedicaba a la prosa de un humilde empleíllo y hacía artículos de carácter administrativo; Madrid le ilustraba; y con la penetración natural e ingénita en quien tiene en sus venas sangre gallega de las rías, iba conociendo la vida práctica… Profesaba a Segundo fanática admiración y cariño verdadero, de esos que se forman en las aulas y duran siempre. Segundo le escribía con absoluta confianza: unas primas de Blánquez eran amigas de la madre de Nieves Méndez, y por tal conducto sabía el poeta algo de su dama. No ignoraba Blánquez los episodios del verano. Y solía dar en los primeros tiempos noticias muy satisfactorias. «Nieves vive retiradísima… Me enteraron mis primas… Apenas sale sino a misa… La niña no está buena… Dicen los médicos que es el desarrollo… La van a llevar a un convento del Sagrado Corazón, para educarla. ¡La madre dicen que está guapa, chico! Parece que quedaron muy bien de intereses… El libro no tardará ya mucho… Ayer escogí el papel para la tirada, y el de los cien ejemplares de lujo en papel de hilo… Los caracteres serán elzevirianos, que es lo más de moda… La portada… ahora se hacen preciosas a seis tintas… ¿Quieres que represente una cosa bonita, algo alegórico?»… Así por este estilo eran las cartas de Roberto, manantial de ensueños, alimento único de la fantasía de Segundo en aquel largo invierno, tétrico y oscuro, en aquel ignorado rincón, en la prosa de su casa, en los recuerdos de su malograda empresa amorosa.

      Corría marzo, mes ambiguo, de agua y sol, en que ya la primavera se anuncia con abundancia de violetas y prímulas, y el frío empieza a disminuir, y por el cielo, de un azul de acuarela, flotan como jirones de lino blancas nubes, cuando Segundo recibió esa cosa inefable, que hace palpitar de júbilo y de ansiedad y de inexplicable temor el corazón del hombre; esa cosa sólo comparable, por las sensaciones que produce, al hijo primogénito recién nacido: ¡el primer libro impreso! ¡Parecíale un sueño que estuviese allí el libro, allí, delante de sus ojos, en sus manos, con la cubierta blanca satinada donde el dibujante había entrelazado graciosamente, alrededor de un grupo de pinos, unos cuantos tallos floridos de no me olvides; con su papel color garbanzo, que hacía parecer antigua y rancia la edición, y encabezadas las composiciones con tres misteriosos asteriscos! Al ver allí sus versos, limpios de borrones, nítidos, correctos, con el pensamiento destacado por la enérgica negrura de la tinta sobre la página clara, daban ganas de creer que habían nacido así, tan fáciles y con tan adecuados consonantes y sin enmiendas ni ripios.

      A Leocadia la conmovió el libro, más todavía que al autor. Rompió la maestra en copioso llanto de gozo. ¡Era la gloria de su poeta, obra suya en cierto modo! Por dos o tres días anduvo contentísima, olvidando las malas nuevas que le traía Flores de Orense todos los domingos; de Orense, adonde Leocadia no se atrevía a ir por temor a ceder a los ruegos, y ablandarse ante las súplicas del niño, pero donde latían aquellas fibrillas de su corazón que aún destilaban sangre, y que Flores torturaba con el relato de los sufrimientos de Minguitos, cada vez más desmejorado, siempre quejándose de que en el almacén se mofaban de él y le echaban en cara su joroba.

      ¡Enigmas del corazón humano! Segundo, que desdeñaba el lugar de su nacimiento; que creía y no se equivocaba, que en Vilamorta no existía persona alguna capaz de aquilatar el mérito de una poesía, no pudo, sin embargo, dejar de ir una noche a casa de Saturnino Agonde, y sacando negligentemente del bolsillo el tomo, echarlo sobre el mostrador diciendo con fingida indiferencia:

      —¿Qué te parece esta impresión, chico?

      Al punto se arrepintió de semejante debilidad, tantas fueron las tonterías y patochadas que el elegante tomo inspiró a la irreverente tertulia. ¡Nunca lo hubiera enseñado! En fin, él se tenía la culpa. ¡Si el público no le trataba mejor que sus conciudadanos!… Nunca es dueño el hombre de prescindir por completo de la atmósfera que respira: siempre ha de interesarle aquel horizonte que ve. Por poca importancia que concediese Segundo al dictamen de los vilamortanos, y aunque ciertamente su aprobación no lograría enorgullecerle, su inepta befa le ulceró y enconó el alma… Retirose a su casa lastimado y dolorido. Pasó una noche febril, de esas noches en que se conciben magnos proyectos y se adoptan resoluciones decisivas.

      Las condensaba en su carta a Blánquez… Este no contestó a vuelta de correo: pasaron días y días, y Segundo fue todas las mañanas a la estafeta, recibiendo siempre la misma respuesta lacónica… Por fin le entregaron una carta voluminosa, certificada.

       Capítulo 26

      Al abrirla cayeron varios números de periódicos, donde señalados con una cruz de tinta estaban los párrafos en que se hablaba del libro recién impreso, del tomo de poesías titulado Cantos nostálgicos, que tal nombre dio en la pila Segundo a sus renglones desiguales.

      Venía también una carta de Roberto, de cuatro carillas… Era su contenido tan importante para Segundo, de tal manera había de pesar y ejercer influencia en su porvenir lo que aquellas letras contuviesen, que las dejó a un lado, temeroso, sin saber por qué, de leerlas, queriendo dilatar lo que tanto deseaba… Veía la carta abierta, y le saltaban a los ojos ciertos nombres, ciertas palabras repetidas… Allí se nombraba muchas veces a la viuda de Comba… Para dominar su turbación, puramente nerviosa, recogió los periódicos, y se determinó a leer antes lo que traía la señal de la cruz… Recorrió el vía—crucis, en toda la extensión de la palabra.

      El Imparcial daba un estrepitoso bombo al país gallego, y para probar que en él nacen poetas con la misma facilidad que exquisitas pavías y bellísimas flores, citaba, sin nombrarle, al autor de Cantos nostálgicos, lindo tomito acabado de poner a la venta. Y ni una línea más, ni una apreciación crítica, ni un leve indicio de que nadie, en la redacción del popular diario, se hubiese tomado el trabajo de cortar las páginas del tomo. El Liberal, mejor informado, aseguraba en tres renglones que los Cantos revelaban en su autor gran facilidad para versificar. La Época, en lo más rezagado de su sección de Libros nuevos, alababa la elegancia tipográfica del libro; no aprobaba el sabor romántico del título y la portada; y, de refilón, lamentaba, que la musa del poeta fuese

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