Emilia Pardo Bazán: Obra literaria completa. Emilia Pardo Bazán
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Engolfóse el capellán en las tenebrosas profundidades de corredor y bodega, y llegó velozmente a la cocina. En el umbral se quedó paralizado de asombro ante lo que iluminaba la luz fuliginosa del candilón. Sabel, tendida en el suelo, aullaba desesperadamente; don Pedro, loco de furor, la brumaba a culatazos; en una esquina, Perucho, con los puños metidos en los ojos, sollozaba. Sin reparar lo que hacía, arrojóse Julián hacia el grupo, llamando al marqués con grandes voces:
—¡Señor don Pedro..., señor don Pedro!
Volvióse el señor de los Pazos, y se quedó inmóvil, con la escopeta empuñada por el cañón, jadeante, lívido de ira, los labios y las manos agitadas por temblor horrible; y en vez de disculpar su frenesí o de acudir a la víctima, balbució roncamente:
—¡Perra..., perra..., condenada..., a ver si nos das pronto de cenar, o te deshago! ¡A levantarse... o te levanto con la escopeta!
Sabel se incorporaba ayudada por el capellán, gimiendo y exhalando entrecortados ayes. Tenía aún el traje de fiesta con el cual la viera Julián danzar pocas horas antes junto al crucero y en el atrio; pero el mantelo de rico paño se encontraba manchado de tierra; el dengue de grana se le caía de los hombros, y uno de sus largos zarcillos de filigrana de plata, abollado por un culatazo, se le había clavado en la carne de la nuca, por donde escurrían algunas gotas de sangre. Cinco verdugones rojos en la mejilla de Sabel contaban bien a las claras cómo había sido derribada la intrépida bailadora.
—¡La cena he dicho!—repitió brutalmente don Pedro.
Sin contestar, pero no sin gemir, dirigióse la muchacha hacia el rincón donde hipaba el niño, y le tomó en brazos, apretándole mucho. El angelote seguía llorando a moco y baba. Don Pedro se acercó entonces, y mudando de tono, preguntó:
—¿Qué es eso? ¿Tiene algo Perucho?
Púsole la mano en la frente y la sintió húmeda. Levantó la palma: era sangre. Desviando entonces los brazos, apretando los puños, soltó una blasfemia, que hubiera horrorizado más a Julián si no supiese, desde aquella tarde misma, que acaso tenía ante sí a un padre que acababa de herir a su hijo. Y el padre resurgía, maldiciéndose a sí propio, apartando los rizos del chiquillo, mojando un pañuelo en agua, y atándolo con cuidado indecible sobre la descalabradura.
—A ver cómo lo cuidas...—gritó dirigiéndose a Sabel—. Y cómo haces la cena en un vuelo.... ¡Yo te enseñaré, yo te enseñaré a pasarte las horas en las romerías sacudiéndote, perra!
Con los ojos fijos en el suelo, sin quejarse ya, Sabel permanecía parada, y su mano derecha tentaba suavemente su hombro izquierdo, en el cual debía tener alguna dolorosa contusión. En voz baja y lastimera, pero con suma energía, pronunció sin mirar al señorito:
—Busque quien le haga la cena..., y quien esté aquí.... Yo me voy, me voy, me voy, me voy....
Y lo repetía obstinadamente, sin entonación, como el que afirma una cosa natural e inevitable.
—¿Qué dices, bribona?
—Que me voy, que me voy.... A mi casita pobre.... ¡Quién me trajo aquí! ¡Ay, mi madre de mi alma!
Rompió la moza a llorar amarguísimamente, y el marqués, requiriendo su escopeta, rechinaba los dientes de cólera, dispuesto ya a hacer alguna barrabasada notable, cuando un nuevo personaje entró en escena. Era Primitivo, salido de un rincón oscuro; diríase que estaba allí oculto hacía rato. Su aparición modificó instantáneamente la actitud de Sabel, que tembló, calló y contuvo sus lágrimas.
—¿No oyes lo que te dice el señorito?—preguntó sosegadamente el padre a la hija.
—Oi—go, siii—see—ñoor, oi—go—tartamudeó la moza, comiéndose los sollozos.
—Pues a hacer la cena en seguida. Voy a ver si volvieron ya las otras muchachas para que te ayuden. La Sabia está ahí fuera: te puede encender la lumbre.
Sabel no replicó más. Remangóse la camisa y bajó de la espetera una sartén. Como evocada por alguna de sus compañeras en hechicerías, entró en la cocina entonces, pisando de lado, la vieja de las greñas blancas, la Sabia, que traía el enorme mandil atestado de leña. El marqués tenía aún la escopeta en la mano: cogiósela respetuosamente Primitivo, y la llevó al sitio de costumbre. Julián, renunciando a consolar al niño, creyó llegada la ocasión de dar un golpe diplomático.
—Señor marqués..., ¿quiere que tomemos un poco el aire? Está la noche muy buena.... Nos pasearemos por el huerto....
Y para sus adentros pensaba:
«En el huerto le digo que me voy también.... No se ha hecho para mí esta vida, ni esta casa».
Salieron al huerto. Oíase el cuarrear de las ranas en el estanque, pero ni una hoja de los árboles se movía, tal estaba la noche de serena. El capellán cobró ánimos, pues la oscuridad alienta mucho a decir cosas difíciles.
—Señor marqués, yo siento tener que advertirle....
Volvióse el marqués bruscamente.
—Ya sé..., ¡chist!, no necesitamos gastar saliva. Me ha pescado usted en uno de esos momentos en que el hombre no es dueño de sí.... Dicen que no se debe pegar nunca a las mujeres.... Francamente, don Julián, según ellas sean.... ¡Hay mujeres de mujeres, caramba..., y ciertas cosas acabarían con la paciencia del santo Job que resucitase! Lo que siento es el golpe que le tocó al chiquillo.
—Yo no me refería a eso...—murmuró Julián—. Pero si quiere que le hable con el corazón en la mano, como es mi deber, creo no está bien maltratar así a nadie.... Y por la tardanza de la cena, no merece....
—¡La tardanza de la cena!—pronunció el señorito—. ¡La tardanza! A ningún cristiano le gusta pasarse el día en el monte comiendo frío y llegar a casa y no encontrar bocado caliente; ¡pero si esa mala hembra no tuviese otras mañas...! ¿No la ha visto usted? ¿No la ha visto usted todo el día, allá en Naya, bailoteando como una descosida, sin vergüenza? ¿No la ha encontrado usted a la vuelta, bien acompañada? ¡Ah!... ¿Usted cree que se vienen solitas las mozas de su calaña? ¡Ja, ja! Yo la he visto, con estos ojos, y le aseguro a usted que si tengo algún pesar, ¡es el de no haberle roto una pierna, para que no baile más por unos cuantos meses!
Guardó silencio el capellán, sin saber qué responder a la inesperada revelación de celos feroces. Al fin calculó que se le abría camino para soltar lo que tenía atravesado en la garganta.
—Señor marqués—murmuró—, dispénseme la libertad que me tomo.... Una persona de su clase no se debe rebajar a importársele por lo que haga o no haga la criada.... La gente es maliciosa, y pensará que usted trata con esa chica.... Digo pensará Ya lo piensa todo el mundo.... Y el caso es que yo..., vamos..., no puedo permanecer en una casa donde, según la voz pública, vive un cristiano en concubinato.... Nos está prohibido severamente autorizar con nuestra presencia el escándalo y hacernos cómplices de él. Lo siento a par del alma, señor marqués; puede creerme que hace tiempo no tuve un disgusto igual.
El marqués se detuvo, con las manos sepultadas en los bolsillos.
— Leria, leria ...—murmuró—. Es preciso hacerse cargo de lo que es la