Emilia Pardo Bazán: Obra literaria completa. Emilia Pardo Bazán

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Emilia Pardo Bazán: Obra literaria completa - Emilia Pardo Bazán biblioteca iberica

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      Mientras se raía con la navaja de barba los contados pelos rubios que brotaban en sus carrillos, Julián maduraba un proyecto: afeitado y limpio que fuese, emprendería el camino de Cebre un pie tras otro, en el caballo de San Francisco; allí le pediría al cura una jícara de chocolate, y esperaría en la rectoral hasta las doce, hora en que pasa la diligencia de Orense a Santiago; malo sería que en interior o cupé no hubiese un asiento vacante. Tenía dispuesto su maletín: lo enviaría a buscar desde Cebre por un mozo. Y calculando así, miraba contristado el paisaje ameno, el huerto con su dormilón estanque, el umbrío manchón del soto, la verdura de los prados y maizales, la montaña, el limpio firmamento, y se le prendía el alma en el atractivo de aquella dulce soledad y silencio, tan de su gusto, que deseaba pasar allí la vida toda. ¡Cómo ha de ser! Dios nos lleva y trae según sus fines.... No, no era Dios, sino el pecado, en figura de Sabel, quien lo arrojaba del paraíso.... Le agitó semejante idea y se cortó dos veces la mejilla.... Estuvo próximo a inferirse el tercer rasguño, porque le dieron una palmada en el hombro.

      Se volvió.... ¿Quién había de conocer a don Pedro, tan metamorfoseado como venía? Afeitado también, aunque sin detrimento de su barba, que brillaba suavizada por el aceite de olor, trascendiendo a jabón y a ropa limpia, vestido con traje de mezclilla, chaleco de piqué blanco, hongo azul, y al brazo un abrigo, parecía el señor de Ulloa otro hombre nuevo y diferente, con veinte grados más de educación y cultura que el anterior. De golpe lo comprendió todo Julián... y la sangre le dio gozoso vuelco.

      —¡Señorito...!

      —Ea, despachar, que corre prisa.... Tiene usted que acompañarme a Santiago y necesitamos llegar a Cebre antes de mediodía.

      —¿De veras viene usted? ¡Mismo parece cosa de milagro! Yo estuve hoy arreglando la maleta. ¡Bendito sea Dios! Pero si usted determina que me quede aquí entretanto....

      —¡No faltaba otra cosa! Si salgo solo, se me agua la fiesta. Voy a dar una sorpresa al tío Manolo, y a conocer a las primas, que sólo las he visto cuando eran unas mocosas.... Si ahora me desanimo, no vuelvo a animarme en diez años. Ya he mandado a Primitivo que ensille la yegua y ponga el aparejo a la borrica.

      En aquel punto asomó por la puerta un rostro que a Julián se le antojó siniestro, y acaso pensó otro tanto el marqués, pues preguntó impaciente:

      —Vamos a ver, ¿qué ocurre?

      —La yegua—respondió Primitivo sin alzar la voz—no sirve para el camino.

      —¿Por qué razón? ¿Puede saberse?

      —Está sin una ferradura siquiera—declaró serenamente el cazador.

      —¡Mal rayo que te parta!—vociferó el marqués echando fuego por los ojos—. ¡Ahora me dices eso! ¿Pues no es cuenta tuya cuidar de que esté herrada? ¿O he de llevarla yo al herrador todos los días?

      —Como no sabía que el señorito quisiese salir hoy....

      —Señor—intervino Julián—, yo iré a pie. Al fin tenía determinado dar ese paseo. Lleve usted la burra.

      —Tampoco hay burra—objetó el cazador sin pestañear ni alterar un solo músculo de su faz broncínea.

      —¿Que... no... hay... bu... rraaaaa?—articuló, apretando los puños, don Pedro—. ¿Que no... la... hayyy? A ver, a ver.... Repíteme eso, en mi cara.

      El hombre de bronce no se inmutó al reiterar fríamente.

      —No hay burra.

      —¡Pues así Dios me salve! ¡La ha de haber y tres más, y si no por quien soy que os pongo a todos a cuatro patas y me lleváis a caballo hasta Cebre!

      Nada replicó Primitivo, incrustado en el quicio de la puerta.

      —Vamos claros, ¿cómo es que no hay burra?

      —Ayer, al volver del pasto, el rapaz que la cuida le encontró dos puñaladas.... Puede el señorito verla.

      Disparó don Pedro una imprecación, y bajó de dos en dos las escaleras. Primitivo y Julián le seguían. En la cuadra, el pastor, adolescente de cara estúpida y escrofulosa, confirmó la versión del cazador. Allá en el fondo del establo columbraron al pobre animal, que temblaba, con las orejas gachas y el ojo amortiguado; la sangre de sus heridas, en negro reguero, se había coagulado desde el anca a los cascos. Julián experimentaba en el establo sombrío y lleno de telarañas impresión análoga a la que sentiría en el teatro de un crimen. Por lo que hace al marqués, quedóse suspenso un instante, y de súbito, agarrando al pastor por los cabellos, se los mesó y refregó con furia, exclamando:

      —Para que otra vez dejes acuchillar a los animales..., toma..., toma..., toma....

      Rompió el chico a llorar becerrilmente, lanzando angustiosas miradas al impasible Primitivo. Don Pedro se volvió hacia éste.

      —Pilla ahora mismo mi saco y la maleta de don Julián.... Volando.... Nos vamos a pie hasta Cebre.... Andando bien, tenemos tiempo de coger el coche.

      Obedeció el cazador sin perder su helada calma. Bajó la maleta y el saco; pero en vez de cargar ambos objetos a hombros, entregó cada bulto a un mozo de campo, diciendo lacónicamente:

      —Vas con el señorito.

      Sorprendióse el marqués y miró a su montero con desconfianza. Jamás perdonaba Primitivo la ocasión de acompañarle, y extrañaba su retraimiento entonces. Por la imaginación de don Pedro cruzaron rápidas vislumbres de recelo; y como si Primitivo lo adivinase, probó a disiparlo.

      —Yo tengo ahí que atender al rareo del soto de Rendas. Están los castaños tan apretados, que no se ve.... Ya andan allá los leñadores.... Pero sin mí, no se desenvuelven....

      Encogióse de hombros el señorito, calculando que acaso Primitivo se proponía ocultar en el soto la vergüenza de su derrota. No obstante, como creía conocerle, hacíasele duro que abandonase la partida sin desquite. Estuvo a punto de exclamar: «Acompáñame». Presintió resistencias, y pensó para su sayo: «¡Qué demonio! Más vale dejarle. Aunque se empeñe, no me ha de cortar el paso.... Y si cree que puede conmigo...».

      Fijó sin embargo una mirada escrutadora en las escuetas facciones del cazador, donde creía advertir, muy encubierta y disimulada, cierta contracción diabólica.

      —¿Qué estará rumiando este zorro?—cavilaba el señorito—. Sin alguna no escapamos. ¡No, pues como se desmande! Me coge hoy en punto de caramelo.

      Subió don Pedro a su habitación y volvió con la escopeta al hombro. Julián le miraba sorprendido de que tomase el arma yendo de viaje. De pronto el capellán recordó algo también y se dirigió a la cocina.

      —¡Sabel!—gritó—. ¡Sabel! ¿Dónde está el niño, mujer? Le quería dar un beso.

      Sabel salió y volvió con el chiquillo agarrado a sus sayas. Le había encontrado escondido en el pesebre de las vacas, su rincón favorito, y el diablillo traía los rizos entretejidos con hierba y flores silvestres. Estaba precioso. Hasta la venda de la descalabradura le asemejaba al Amor. Julián le levantó en peso, besándole en ambos carrillos.

      —Sabel, mujer, lávelo de vez en cuando siquiera.... Por las mañanas....

      —Vámonos,

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