Emilia Pardo Bazán: Obra literaria completa. Emilia Pardo Bazán

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de catafalco, solemnizaban el comedor; y los convidados, transidos aún del miedo que infunde el terrible sacramento del matrimonio visto de cerca, hablaban bajito, lo mismo que en un duelo, esmerándose en evitar hasta el repique de las cucharillas en la loza de los platos. Parecía aquello la comida postrera de los reos de muerte. Verdad es que el señor don Nemesio Angulo, eclesiástico en extremo cortesano y afable, antiguo amigo y tertuliano de don Manuel y autor de la dicha de los cónyuges, a quienes acababa de bendecir, intentó soltar dos o tres cosillas festivas, en tono decentemente jovial, para animar un poco la asamblea; pero sus esfuerzos se estrellaron contra la seriedad de los concurrentes. Todos estaban—es la frase de cajón— muy afectados , incluso el señorito de la Formoseda, que acaso pensaba «cuando la barba de tu vecino...», y Julián, que viendo colmados sus deseos y votos ardentísimos, triunfante su candidatura, sentía no obstante en el corazón un peso raro, como si algún presentimiento cruel se lo abrumase.

      Seria y solícita, la novia atendía y servía a todo el mundo; dos o tres veces su pulso desasentado le hizo verter el Pajarete que escanciaba al buen don Nemesio, colocado en sitio preferente, a su derecha. El novio entretanto conversaba con los hombres, y, al alzarse de la mesa, repartió excelentes cigarros de que tenía rellena la petaca. Nadie aludió al trascendental acontecimiento, ni se atrevió a decir la menor chanza que pudiese poner colorada a la novia; pero al despedirse los convidados, algunos caballeros recalcaron maliciosamente las buenas noches , mientras matronas y doncellas, besando con estrépito a la desposada, le chillaban al oído: «Adiós, señora .... Ya eres señora , ya no es posible llamarte señorita ...», celebrando tan trivial observación con afectadas risas, y mirando a Nucha como para aprendérsela de memoria. Cuando todos fueron saliendo, don Manuel Pardo se acercó a su hija, y la oprimió contra el pecho colosal, sellándole la frente con besos muy cariñosos. Hallábase realmente conmovido el señor de la Lage: era la primera vez que casaba una hija; sentía desbordarse en su alma la paternidad, y al tomar de la mano a Nucha para conducirla a la cámara nupcial, alumbrándoles el camino Misia Rosario con un candelabro de cinco brazos cogido de la mesa del comedor, no acertaba a pronunciar palabra, y un poco de humedad se asomaba a sus lagrimales áridos, y una sonrisa de orgullo y placer entreabría al mismo tiempo su boca. En el umbral pudo exclamar al cabo:

      —¡Si levantase la cabeza tal día como hoy tu madre que en gloria esté!

      Ardían en el tocador de la estancia dos velas puestas en candeleros no menos empinados y majestuosos que los candelabros del refresco; y como no la iluminaba otra luz, ni se había soñado siquiera en el clásico globo de porcelana que es de rigor en todo voluptuoso camarín de novela, impregnaba la alcoba más misterio religioso que nupcial, completando su analogía con una capilla u oratorio la forma del tálamo, cuyas cortinas de damasco rojo franjeadas de oro se parecían exactamente a colgaduras de iglesia, y cuyas sábanas blanquísimas, tersas y almidonadas, con randas y encajes, tenían la casta lisura de los manteles de altar. Cuando el padre se retiraba ya, murmurando «Adiós, Nuchiña, hija querida», la novia le asió la diestra y se la besó humildemente, con labios secos, abrasados de calentura. Quedó sola. Temblaba como la hoja en el árbol, y al través de sus crispados nervios corría a cada instante el escalofrío de la muerte chiquita , no por miedo razonado y consciente, sino por cierto pavor indefinible y sagrado. Parecíale que aquella habitación donde reinaba tan imponente silencio, donde ardían tan altas y graves las luces, era el mismo templo en que no hacía dos horas aún se había puesto de hinojos.... Volvió a arrodillarse, divisando allá en la sombra de la cabecera del lecho el antiguo Cristo de ébano y marfil, a quien el cortinaje formaba severo dosel. Sus labios murmuraban el consuetudinario rezo nocturno: «Un Padrenuestro por el alma de mamá...». Oyéronse en el corredor pisadas recias, crujir de botas flamantes, y la puerta se abrió.

      7

~Tomo II~

      —XII—

      Quedaban migajas, no muy añejas aún, del pan de la boda, cuando don Pedro celebró con Julián una conferencia, conviniendo ambos en lo urgente de que el capellán se adelantase a salir a los Pazos para adoptar varias precauciones indispensables y civilizar algo la huronera, mientras no iban a vivirla sus dueños. Julián aceptó la comisión, y entonces el señorito mostró remordimientos o escrúpulos de habérsela encomendado.

      —Mire usted—advirtió—que allí se necesitan muchas agallas.... Primitivo es hombre de malos hígados, capaz de darle a usted cien vueltas....

      —Dios delante. Matar no me matará.

      —No lo diga usted dos veces—insistió el señor de Ulloa, impulsado por voces de su conciencia, que en aquel momento se dejaban oír claras y apremiantes—. Ya le avisé a usted en otra ocasión de cómo es Primitivo: capaz de cualquier desafuero.... Lo que yo no creo es que vaya a cometer barbaridades por gusto de cometerlas, ni aun en el primer momento, cuando le ciega el deseo de la venganza.... Con todo....

      No era ésta la única vez que don Pedro manifestaba sagacidad en el conocimiento de caracteres y personas, don esterilizado por la falta de nociones de cultura moral y delicadeza, de ésas que hoy exige la sociedad a quien, mediante el nacimiento, la riqueza o el poder, ocupa en ella lugar preeminente.

      Prosiguió el señorito:

      —Primitivo no es un bárbaro.... Pero es un bribón redomado y taimadísimo, que no se para en barras con tal de lograr sus fines.... ¡Demontres! Harto estoy de saberlo.... El día que nos vinimos... si él pudiese detenernos soplándonos un tiro a mansalva... no doy dos cuartos por su pellejo de usted ni por el mío.

      Estremecióse Julián, y se le borraron las rosadas tintas de los pómulos. No era de madera de héroes, lo cual le salía a la cara. A don Pedro le divertía infinito el miedo del capellán. En la índole de don Pedro había un fondo de crueldad, sostenido por su vida grosera.

      —Apostemos—exclamó riéndose—que la cruz aquélla del camino va usted a pasarla rezando.

      —No digo que no—contestó Julián repuesto ya—; mas no por eso me niego a ir. Es mi deber; de suerte que no hago nada de extraordinario en cumplirlo. Dios sobre todo.... A veces no es tan fiero el león como lo pintan.

      —No le tiene cuenta ahora a Primitivo meterse en dibujos.

      Calló Julián. Al cabo exclamó:

      —Señorito, ¡si usted adoptase una buena resolución! ¡Echar a ese hombre, señorito, echarlo!

      —Calle usted, hombre, calle usted.... Le pondremos a raya.... Pero eso de echar.... ¿Y los perros? ¿Y la caza? ¿Y aquellas gentes, y todo aquel cotarro, que nadie me lo entiende sino él? Desengáñese usted: sin Primitivo no me arreglo yo allí.... Haga usted la prueba, sólo por gusto, de aquillotrarme algunas cosas de las que Primitivo maneja durmiendo.... Además, crea usted lo que le digo, que es como el Evangelio: si echa usted a Primitivo por la puerta, se nos entrará por la ventana. ¡Diantre! ¡Si sabré yo quién es Primitivo!

      Julián balbució:

      —¿Y... de lo demás...?

      —De lo demás.... Arréglese usted como quiera.... Lleva usted plenos poderes.

      ¡Ya lo creo que los llevaba! ¡Así llevase también alguna receta eficaz para servirse de ellos! Investido de autoridad omnímoda, Julián sentía en el fondo del alma una especie de compasión por la desvergonzada manceba y el hijo espurio. Este último sobre todo. ¿Qué culpa tenía el pobre inocente de las bellaquerías maternales? Siempre parecía duro arrojarle de una casa donde, al fin y al cabo, el dueño era su padre. Julián no se hubiera encargado jamás de tan ingrata comisión a no parecerle que iba en ello la salvación eterna de don Pedro,

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