Emilia Pardo Bazán: Obra literaria completa. Emilia Pardo Bazán

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Emilia Pardo Bazán: Obra literaria completa - Emilia Pardo Bazán biblioteca iberica

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cosas tienes!—respondió la muchacha destapando el rostro y sonriendo—. Es natural que sienta dejar al pobre papá y... y a las chicas.

      —Pues ellas—murmuró el señorito—me parece que no te echarán memoriales para que vuelvas.

      Nucha calló. El carruaje brincaba en los baches de la salida, y el mayoral, con voz ronca, animaba al tiro. Alcanzaron la carretera y rodó el armatoste sobre una superficie más igual. Nucha reanudó el diálogo preguntando a su marido pormenores relativos a los Pazos, conversación a que él se prestaba gustoso, ponderando hiperbólicamente la hermosura y salubridad del país, encareciendo la antigüedad del caserón y alabando la vida cómoda e independiente que allí se hacía.

      —No creas—decía a su mujer, alzando la voz para que no la cubriese el ruido de los cascabeles y el retemblar de los vidrios—, no creas que no hay gente fina allí.... La casa está rodeada de señorío principal: las señoritas de Molende, que son muy simpáticas; Ramón Limioso, un cumplido caballero.... También nos hará compañía el Abad de Naya.... ¡Pues y el nuestro, el de Ulloa, que es presentado por mí! Ése es tan mío como los perros que llevo a cazar.... No le mando que ladre y que porte porque no se me antoja. ¡Ya verás, ya verás! Allí es uno alguien y supone algo.

      A medida que se acercaban a Cebre, que entraba en sus dominios, se redoblaba la alegre locuacidad de don Pedro. Señalaba a los grupos de castaños, a los escuetos montes de aliaga y exclamaba regocijadísimo:

      —¡Foro de casa...! ¡Foro de casa...! No corre por ahí una liebre que no paste en tierra mía.

      La entrada en Cebre acrecentó su alborozo. Delante de la posada aguardaban Primitivo y Julián; aquél con su cara de metal, enigmática y dura, éste con el rostro dilatado por afectuosísima sonrisa. Nucha le saludó con no menor cordialidad. Bajaron los equipajes, y Primitivo se adelantó trayendo a don Pedro su lucia y viva yegua castaña. Iba éste a montar, cuando reparó en la cabalgadura que estaba dispuesta para Nucha, y era una mula alta, maligna y tozuda, arreada con aparejo redondo, de esos que por formar en el centro una especie de comba, más parecen hechos para despedir al jinete que para sustentarlo.

      —¿Cómo no le has traído a la señorita la borrica?—preguntó don Pedro, deteniéndose antes de montar, con un pie en el estribo y una mano asida a las crines de la yegua, y mirando al cazador con desconfianza.

      Primitivo articuló no sé qué de una pata coja, de un tumor frío....

      —¿Y no hay más borricos en el país?, ¿eh? A mí no me vengas con eso. Te sobraba tiempo para buscar diez pollinas.

      Volvióse hacia su mujer, y como para tranquilizar su conciencia, preguntóle:

      —¿Tienes miedo, chica? Tú no estarás acostumbrada a montar. ¿Has andado alguna vez en esta casta de aparejos? ¿Sabes tenerte en ellos?

      Nucha permanecía indecisa, recogiendo el vestido con la diestra, sin soltar de la otra el saquillo de viaje. Al cabo murmuró:

      —Lo que es tenerme, sé.... El año pasado, cuando estuve de baños, monté en mil aparejos nunca vistos.... Sólo que ahora....

      Soltó el traje de repente, llegóse a su marido, y le pasó un brazo alrededor del cuello, escondiendo la cara en su pechera como la primera vez que había tenido que abrazarle; y allí, en una especie de murmullo o secreteo dulcísimo, acabó la frase interrumpida. Pintóse en el rostro del marqués la sorpresa, y casi al mismo tiempo la alegría inmensa, radiante, el júbilo orgulloso, la exaltación de una victoria. Y apretando contra sí a su mujer, con amorosa protección, exclamó a gritos:

      —O no hay en tres leguas a la redonda una pollina mansa, o aunque la tenga el mismo Dios del cielo y no la quiera prestar, aquí vendrá para ti, a fe de Pedro Moscoso. Aguarda, hija, aguarda un minuto nada más.... O mejor dicho, entra en la posada y siéntate.... A ver, un banco, una silla para la señorita.... Espera, Nuchiña , vengo volando. Primitivo, acompáñame tú. Abrígate, Nucha.

      Volando no, pero sí al cabo de media hora, volvió sin aliento. Traía del ronzal una oronda borriquilla, bien arreada, dócil y segura: la propia hacanea de la mujer del juez de Cebre. Don Pedro tomó en brazos a su esposa y la sentó en la albarda, arreglándole la ropa con esmero.

      —XIV—

      Así que pudieron conferenciar reservadamente capellán y señorito, preguntó don Pedro, sin mirar cara a cara a Julián:

      —¿Y... ésa ? ¿Está todavía por aquí? No la he visto cuando entramos.

      Como Julián arrugase el entrecejo, añadió:

      —Está, está.... Apostaría yo cien pesos, antes de llegar, a que usted no había encontrado modo de sacudírsela de encima.

      —Señorito, la verdad...—articuló Julián bastante disgustado—. Yo no sé qué decir.... Ha sido una cosa que se ha ido enredando.... Primitivo me juró y perjuró que la muchacha se iba a casar con el gaitero de Naya....

      —Ya sé quién es—dijo entre dientes don Pedro, cuyo rostro se anubló.

      —Pues yo... como era bastante natural, lo creí. Además tuve ocasión de persuadirme de que, en efecto, el gaitero y Sabel... tienen... trato.

      —¿Ha averiguado usted todo eso?—interrogó el marqués con ironía.

      —Señor, yo.... Aunque no sirvo mucho para estas cosas, quise informarme para no caer de inocente.... He preguntado por ahí y todo el mundo está conforme en que andan para casarse; hasta don Eugenio, el abad de Naya, me dijo que el muchacho había pedido sus papeles. Y por cierto que, a pretexto de no sé qué enredo o dificultad en los tales papeles dichosos, no se hizo la cosa todavía.

      Quedóse don Pedro callado, y al fin prorrumpió:

      —Es usted un santo. Ya podían venirme a mí con ésas.

      —Señor, la verdad es que si tuvieron intención de engañarme... digo que son unos grandísimos pillos. Y la Sabel, si no está muerta y penada por el gaitero, lo figura que es un asombro. Hace dos semanas fue a casa de don Eugenio y se le arrodilló llorando y pidiendo por Dios que se diese prisa a arreglarle el casamiento, porque aquel día sería el más feliz de su vida. Don Eugenio me lo ha contado, y don Eugenio no dice una cosa por otra.

      —¡Bribona! ¡Bribonaza!—tartamudeó el señorito, iracundo, paseándose por la habitación aceleradamente.

      Sosegóse no obstante muy luego, y agregó:

      —No me pasmo de nada de eso, ni digo que don Eugenio mienta; pero... usted... es un papanatas, un infeliz, porque aquí no se trata de Sabel, ¿entiende usted?, sino de su padre, de su padre. Y su padre le ha engañado a usted como a un chino, vamos. La... mujer ésa, bien comprendo que rabia por largarse; mas Primitivo es abonado para matarla antes que tal suceda.

      —No, si también empezaba yo a maliciarme eso.... Mire usted que empezaba a maliciármelo.

      El señorito se encogió de hombros con desdén, y exclamó:

      —A buena hora.... Deje usted ya de mi cuenta este asunto.... Y por lo demás..., ¿qué tal, qué tal?

      —Muy mansos..., como corderos.... No se me han opuesto de frente a nada.

      —Pero

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