Emilia Pardo Bazán: Obra literaria completa. Emilia Pardo Bazán

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Emilia Pardo Bazán: Obra literaria completa - Emilia Pardo Bazán biblioteca iberica

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style="font-size:15px;">      Había observado Nucha que en aquella casa de bendición las gallinas no ponían jamás, o si ponían no se veía la postura. Afirmaba don Pedro que se gastaban al año bastantes ferrados de centeno y mijo en el corral; y con todo eso, las malditas gallinas no daban nada de sí. Lo que es cacarear, cacareaban como descosidas, indicio evidente de que andaban en tratos de soltar el huevo; oíase el himno triunfal de las fecundas a la vez que el blando cloquear de las lluecas; se iba a ver el nido, se advertía en él suave calorcillo, se distinguía la paja prensada señalando en relieve la forma del huevo.... Y nada; que no se podía juntar ni para una mala tortilla. Nucha permanecía ojo alerta. Un día que acudió más diligente al cacareo delator, divisó agazapado en el fondo del gallinero, escondiéndose como un ratoncillo, un rapaz de pocos años. Sólo asomaban entre la paja de la nidadura sus descalzos pies. Nucha tiró de ellos y salió el cuerpo, y tras del cuerpo las manos, en las cuales venía ya el plato que apetecía el ama de casa, pues los huevos que el chico acababa de ocultar se le habían roto con la prisa, y la tortilla estaba allí medio hecha, batida por lo menos.

      —¡Ah pícaro!—exclamó Nucha cogiéndole y sacándole afuera, a la luz del corral—. ¡Te voy a desollar vivo, gran tunante! ¡Ya sabemos quién es el zorro que se come los huevos! Hoy te pongo el trasero en remojo, donde no lo veas.

      Agitábase y perneaba el ladrón en miniatura; Nucha sintió lástima, imaginándose que sollozaba con desconsuelo. Apenas logró verle un minuto la cara desviándole de ella los brazos, pudo convencerse de que el muy insolente no hacía sino reírse a más y a mejor, y también notar la extraordinaria lindeza del desharrapado chicuelo. Julián, testigo inquieto de esta escena, se adelantó y quiso arrebatárselo a Nucha.

      —Déjemelo usted, don Julián...—suplicó ella—. ¡Qué guapo!, ¡qué pelo!, ¡qué ojos! ¿De quién es esta criatura?

      Nunca el timorato capellán sintió tantas ganas de mentir. No atinó, sin embargo.

      —Creo...—tartamudeó atragantándose—, creo que... de Sabel, la que guisa estos días.

      —¿De la criada? Pero.... ¿está casada esa chica?

      Creció la turbación de Julián. De esta vez tenía en la garganta una pera de ahogo.

      —No, señora; casada, no.... Ya sabe usted que... desgraciadamente... las aldeanas..., por aquí... no es común que guarden el mayor recato.... Debilidades humanas.

      Sentóse Nucha en un poyo del corral que con el gallinero lindaba, sin soltar al chiquillo, empeñándose en verle la cara mejor. Él porfiaba en taparla con manos y brazos, pegando respingos de conejo montés cautivo y sujeto. Sólo se descubría su cabellera, el monte de rizos castaños como la propia castaña madura, envedijados, revueltos con briznas de paja y motas de barro seco, y el cuello y nuca, dorados por el sol.

      —Julián, ¿tiene usted ahí una pieza de dos cuartos?

      —Sí, señora.

      —Toma, rapaciño .... A ver si me pierdes el miedo.

      Fue eficaz el conjuro. Alargó el chiquillo la mano, y metió rápidamente en el seno la moneda. Nucha vio entonces el rostro redondeado, hoyoso, graciosísimo y correcto a la vez, como el de los amores de bronce que sostienen mecheros y lámparas. Una risa entre picaresca y celestial alegraba tan linda obra de la naturaleza. Nucha le plantó un beso en cada carrillo.

      —¡Qué monada! ¡Dios lo bendiga! ¿Cómo te llamas, pequeño?

      —Perucho—contestó el pilluelo con sumo desenfado.

      —¡El nombre de mi marido!—exclamó la señorita con viveza—. ¿Apostemos a que es su ahijado? ¿Eh?

      —Es su ahijado, su ahijado—se apresuró a declarar Julián, que desearía ponerle al chico un tapón en aquella boca risueña, de carnosos labios cupidinescos. No pudiendo hacerlo intentó sacar la conversación de terreno tan peligroso.

      —¿Para qué querías tú los huevos? Dilo y te doy otros dos cuartos, anda.

      —Los vendo—declaró Perucho concisamente.

      —Con que los vendes, ¿eh? Tenemos aquí un negociante.... ¿Y a quién los vendes?

      —A las mujeres de por ahí, que van a la vila ....

      —Sepamos, ¿a cómo te pagan?

      —Dos cuartos por la ducia .

      —Pues mira—díjole Nucha cariñosamente—, de aquí en adelante me los vas a vender a mí, que te pagaré otro tanto. Por lo bonito que eres no quiero reñirte ni enfadarme contigo. ¡Quiá! Vamos a ser muy amigotes tú y yo. Lo primerito que te he de regalar son unos pantalones.... No andas muy decente que digamos.

      En efecto, por los desgarrones y aberturas del sucio calzón de estopa del chico hacían irrupción sus fresquísimas y lozanas carnes, cuya morbidez no alcanzaba a encubrir el fango y suciedad que les servía de vestidura, a falta de otra más decorosa.

      —¡Angelitos!—murmuró Nucha—. ¡Parece mentira que los traigan así! Yo no sé cómo no se matan, cómo no perecen de frío.... Julián, hay que vestir a este niño Jesús.

      —Sí, ¡buen niño Jesús está él!—gruñó Julián—. El mismísimo enemigo malo, ¡Dios me perdone! No le tenga lástima, señorita; es un diablillo, más travieso que un mico.... Lo que no hice yo para enseñarle a leer y escribir, para acostumbrarle a que se lavase esos hocicos y esas patas.... ¡Ni atándolo, señorita, ni atándolo! Y está más sano que una manzana con la vida que trae. Ya se ha caído dos veces al estanque este año, y de una por poco se ahoga.

      —Vaya, Julián, ¿qué quiere usted que haga a su edad? No ha de ser formal como los mayores. Ven conmigo, rapaz, que voy a arreglarte algo para que te tapes esas piernecitas.... ¿No tiene calzado? Pues hay que encargarle unos zuecos bien fuertes, de álamo.... Y le voy a predicar un sermón a su madre para que me lo enjabone todos los días. Usted le va a dar lección otra vez. O le haremos ir a la escuela, que será lo mejor.

      No hubo quien apease a Nucha de su caritativo propósito. Julián estaba con el alma en un hilo, temiendo que de semejante aproximación resultase alguna catástrofe. No obstante, la bondad natural de su corazón hizo que se interesase nuevamente por aquella obra pía, que ya había intentado sin fruto. Veía en ella mayor demostración de la hermosura moral de Nucha. Parecíale que era providencial el que la señorita cuidase a aquel mal retoño de tronco ruin. Y Nucha entretanto se divertía infinito con su protegido; hacíale gracia su propia desvergüenza, sus instintos truhanescos, su afán por apandar huevos y fruta, su avidez al coger las monedas, su afición al vino y a los buenos bocados. Aspiraba a enderezar aquel arbolito tierno, civilizándole a la vez la piel y el espíritu. Obra de romanos, decía el capellán.

      —XV—

      Por entonces se dedicó el matrimonio Moscoso a pagar visitas de la aristocracia circunvecina. Nucha montaba la borriquilla, y su marido la yegua castaña; Julián los acompañaba en mula; alguno de los perros favoritos del marqués se incorporaba a la comitiva siempre, y dos mozos, vestidos con la ropa dominguera, la más bordada faja, el sombrero de fieltro nuevecito, empuñando varas verdes que columpiaban al andar, iban de espolistas, encargados de tener mano de las monturas cuando se apeasen los jinetes.

      La tanda empezó por la señora jueza de Cebre.

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