Emilia Pardo Bazán: Obra literaria completa. Emilia Pardo Bazán

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hay que asustarse.... Detrás de él van a salir ahora mismo otros dos propios. Quería ir yo en persona, pero Nucha dice que no se queda ahora sin mí.

      —Lo mejor sería ir yo también por si acaso—exclamó Julián—. Aunque sea a pie y de noche....

      Lanzó don Pedro una de sus terribles y mofadoras carcajadas.

      —¡Usted!—clamó sin cesar de reír—. ¡Vaya una ocurrencia, don Julián!

      El capellán bajó los ojos y frunció el rubio ceño. Sentía cierta vergüenza de su sotana, que le inutilizaba para prestar el menor servicio en tan apretado trance. Y al par que sacerdote era hombre, de modo que tampoco podía penetrar en la cámara donde se cumplía el misterio. Sólo tenían derecho a ello dos varones: el esposo y el otro , el que Primitivo iba a buscar, el representante de la ciencia humana. Acongojóse el espíritu de Julián pensando en que el recato de Nucha iba a ser profanado, y su cuerpo puro tratado quizás como se trata a los cadáveres en la mesa de anatomía: como materia inerte, donde no se cobija ya un alma. Comprendió que se apocaba y afligía.

      —Llámeme usted si para algo me necesita, señor marqués—murmuró con desmayada voz.

      —Mil gracias, hombre.... Venía únicamente a darle a usted la buena noticia.

      Don Pedro volvió a bajar la escalera rápidamente silbando una riveirana , y el capellán, al pronto, se quedó inmóvil. Pasóse luego la mano por la frente, donde rezumaba un sudorcillo. Miró a la pared. Entre varias estampitas pendientes del muro y encuadradas en marcos de briche y lentejuelas, escogió dos: una de San Ramón Nonnato y otra de Nuestra Señora de la Angustia, sosteniendo en el regazo a su Hijo muerto. Él la hubiera preferido de la Leche y Buen Parto, pero no la tenía, ni se había acordado mucho de tal advocación hasta aquel instante. Desembarazó la cómoda de los cachivaches que la obstruían y puso encima, de pie, las estampas. Abrió después el cajón, donde guardaba algunas velas de cera destinadas a la capilla; tomó un par, las acomodó en candeleros de latón, y armó su altarito . Así que la luz amarillenta de los cirios se reflejó en los adornos y cristal de los cuadros, el alma de Julián sintió consuelo inefable. Lleno de esperanza, el capellán se reprendió a sí mismo por haberse juzgado inútil en momentos semejantes. ¡Él inútil! Cabalmente le incumbía lo más importante y preciso, que es impetrar la protección del cielo. Y arrodillándose henchido de fe, dio principio a sus oraciones.

      El tiempo corría sin interrumpirlas. De abajo no llegaba noticia alguna. A eso de las diez reconoció Julián que sus rodillas hormigueaban con insufrible hormigueo, que se apoderaba de sus miembros dolorosa lasitud, que se le desvanecía la cabeza. Hizo un esfuerzo y se incorporó tambaleándose. Una persona entró. Era Sabel, a quien el capellán miró con sorpresa, pues hacía bastante tiempo que no se presentaba allí.

      —De parte del señorito, que baje a cenar.

      —¿Ha venido su padre de usted? ¿Ha llegado el médico?—interrogó ansiosamente Julián, no atreviéndose a preguntar otra cosa.

      —No, señor.... De aquí a Cebre hay un bocadito.

      En el comedor encontró Julián al marqués cenando con apetito formidable, como hombre a quien se le ha retrasado la pitanza dos horas más que de costumbre. Julián trató de imitar aquel sosiego, sentándose y extendiendo la servilleta.

      —¿Y la señorita?—preguntó con afán.

      —¡Pss!... Ya puede usted suponer que no muy a gusto.

      —¿Necesitará algo mientras usted está aquí?

      —No. Tiene allá a su doncella, la Filomena. Sabel también ayuda para cuanto se precise.

      Julián no contestó. Sus reflexiones valían más para calladas que para dichas. Era una monstruosidad que Sabel asistiese a la legítima esposa; pero si no se le ocurría al marido, ¿quién tenía valor para insinuárselo? Por otra parte, Sabel, en realidad, no carecía de experiencia doméstica, ni dejaría de ser útil. Notó Julián que el marqués, a diferencia de algunas horas antes, parecía malhumorado e impaciente. Recelaba el capellán interrogarle. Determinóse al fin.

      —¿Y... dará tiempo a que llegue el médico?

      —¿Que si da tiempo?—respondió el señorito embaulando y mascando con colérica avidez—. ¡Como no lo dé de más! Estas señoritas finas son muy delicadas y difíciles para todo.... Y cuando no hay un gran físico.... Si fuese por el estilo de su hermana Rita....

      Descargó un porrazo con el vaso en la mesa, y añadió sentenciosamente:

      —Son una calamidad las mujeres de los pueblos.... Hechas de alfeñique.... Le aseguro a usted que tiene una debilidad, y una tendencia a las convulsiones y a los síncopes, que.... ¡Melindres, diantre! ¡Melindres a que las acostumbran desde pequeñas!

      Pegó otro trompis y se levantó, dejando solo en el comedor a Julián. No sabía éste qué hacer de su persona, y pensó que lo mejor era emprender de nuevo plática con los santos. Subió. Las velas seguían ardiendo, y el capellán volvió a arrodillarse. Las horas pasaban y pasaban, y no se oían más ruidos que el viento de la noche al gemir en los castaños, y el hondo sollozo del agua en la represa del cercano molino. Sentía Julián cosquilleo y agujetas en los muslos, frío en los huesos y pesadez en la cabeza. Dos o tres veces miró hacia su cama, y otras tantas el recuerdo de la pobrecita, que sufría allá abajo, le detuvo. Dábale vergüenza ceder a la tentación. Mas sus ojos se cerraban, su cabeza, ebria de sueño, caía sobre el pecho. Se tendió vestido, prometiéndose despabilarse al punto. Despertó cuando ya era de día.

      Al encontrarse vestido, se acordó, y tratándose mentalmente de marmota y leño, pensó si ya estaría en el mundo el nuevo Moscoso. Bajó apresurado, frotándose los párpados, medio aturdido aún. En la antesala de la cocina se dio de manos a boca con Máximo Juncal, el médico de Cebre, con bufanda de lana gris arrollada al cuello, chaquetón de paño pardo, botas y espuelas.

      —¿Llega usted ahora mismo?—preguntó asombrado el capellán.

      —Sí, señor.... Primitivo dice que estuvieron llamando anoche a mi puerta él y otros dos, pero que no les abrió nadie.... Verdad que mi criada es algo sorda; mas con todo..., si llamasen como Dios manda.... En fin, que hasta el amanecer no me llegó el aviso. De cualquier manera parece que vengo muy a tiempo todavía.... Primeriza al fin y al cabo.... Estas batallas acostumbran durar bastante.... Allá voy a ver qué ocurre....

      Precedido de don Pedro, echó a andar látigo en mano y resonándole las espuelas, de modo que la imagen bélica que acababa de emplear parecía exacta, y cualquiera le tomaría por el general que acude a decidir con su presencia y sus órdenes la victoria. Su continente resuelto infundía confianza. Reapareció a poco pidiendo una taza de café bien caliente, pues con la prisa de venir se encontraba en ayunas. Al señorito le sirvieron chocolate. Emitió el médico su dictamen facultativo: armarse de paciencia, porque el negocio iba largo.

      Don Pedro, de humor algo fosco y con las facciones hinchadas por el insomnio, quiso a toda costa saber si había peligro.

      —No, señor; no, señor—contestó Máximo desliendo el azúcar con la cucharilla y echando ron en el café—. Si se presentan dificultades, estamos aquí.... Tú, Sabel: una copita pequeña.

      En la copita pequeña escanció también ron, que paladeó mientras el café se enfriaba. El marqués le tendió la petaca llena.

      —Muchas

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