Emilia Pardo Bazán: Obra literaria completa. Emilia Pardo Bazán
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—¡Si por rezar fuese!—exclamó ingenuamente Julián—. ¡Apenas llevo rezado desde ayer!
De tan sencilla confesión tomó pie el médico para contar mil graciosas historietas, donde se mezclaban donosamente la devoción y la obstetricia y desempeñaba San Ramón papel muy principal. Refirió de su profesor en la clínica de Santiago, que al entrar en el cuarto de las parturientas y ver la estampa del santo con sus correspondientes candelicas, solía gritar furioso: «Señores, o sobro yo o sobra el santo.... Porque si me desgracio me echarán la culpa, y si salimos bien dirán que fue milagro suyo...». Contó también algo bastante grotesco sobre rosas de Jericó, cintas de la Virgen de Tortosa, y otros piadosos talismanes usados en ocasiones críticas. Al fin cesó en su cháchara, porque le rendía el sueño, ayudado por el ron. A fin de no aletargarse del todo en la comodidad del lecho, tendióse en el banco del comedor, poniendo por almohada una cesta. El señorito, cruzando sobre la mesa ambos brazos, había dejado caer la frente sobre ellos y un silbido ahogado, preludio de ronquido, anunciaba que también le salteaba la gana de dormir. El alto reloj de pesas dio, con fatigado son, la medianoche.
Julián era el único despierto; sentía frío en las médulas y en los pómulos ardor de calentura. Subió a su cuarto, y empapando la toalla en agua fresca, se la aplicó a las sienes. Las velas del altar estaban consumidas; las renovó, y colocó una almohada en el suelo para arrodillarse en ella, pues lo más molesto siempre era el dichoso hormigueo. Y empezó a subir con buen ánimo la cuesta arriba de la oración. A veces desmayaba, y su cuerpo juvenil, envuelto en las nieblas grises del sueño, apetecía la limpia cama. Entonces cruzaba las manos, clavándose las uñas de una en el dorso de otra, para despabilarse. Quería rezar con devoción, tener conciencia de lo que pedía a Dios: no hablar de memoria. Sin embargo, desfallecía. Acordóse de la oración del Huerto y de aquella diferencia tan acertadamente establecida entre la decisión del espíritu y la de la carne. También recordó un pasaje bíblico: Moisés orando con los brazos levantados, porque, de bajarlos, sería vencido Israel. Entonces se le ocurrió realizar algo que le flotaba en la imaginación. Quitó la almohada, quedándose con las rótulas apoyadas en el santo suelo; alzó los ojos, buscando a Dios más allá de las estampas y de las vigas del techo; y abriendo los brazos en cruz, comenzó a orar fervorosamente en tal postura.
El ambiente se volvió glacial; una tenue claridad, más lívida y opaca que la de la luna, asomó por detrás de la montaña. Dos o tres pájaros gorjearon en el huerto; el rumor de la presa del molino se hizo menos profundo y sollozante. La aurora, que sólo tenía apoyado uno de sus rosados dedos en aquel rincón del orbe, se atrevió a alargar toda la manecita, y un resplandor alegre, puro, bañó las rocas pizarrosas, haciéndolas rebrillar cual bruñida plancha de acero, y entró en el cuarto del capellán, comiéndose la luz amarilla de los cirios. Mas Julián no veía el alba, no veía cosa ninguna.... Es decir, sí veía esas luces que enciende en nuestro cerebro la alteración de la sangre, esas estrellitas violadas, verdosas, carmesíes, color de azufre, que vibran sin alumbrar; que percibimos confundidas con el zumbar de los oídos y el ruido de péndulo gigante de las arterias, próximas a romperse.... Sentíase desvanecer y morir; sus labios no pronunciaban ya frases, sino un murmullo, que todavía conservaba tonillo de oración. En medio de su doloroso vértigo oyó una voz que le pareció resonante como toque de clarín.... La voz decía algo. Julián entendió únicamente dos palabras:
—Una niña.
Quiso incorporarse, exhalando un gran suspiro, y lo hizo, ayudado por la persona que había entrado y no era otra sino Primitivo; pero apenas estuvo en pie, un atroz dolor en las articulaciones, una sensación de mazazo en el cráneo le echaron a tierra nuevamente. Desmayóse.
Abajo, Máximo Juncal se lavaba las manos en la palangana de peltre sostenida por Sabel. En su cara lucía el júbilo del triunfo mezclado con el sudor de la lucha, que corría a gotas medio congeladas ya por el frío del amanecer. El marqués se paseaba por la habitación ceñudo, contraído, hosco, con esa expresión torva y estúpida a la vez que da la falta de sueño a las personas vigorosas, muy sometidas a la ley de la materia.
—Ahora alegrarse, don Pedro—dijo el médico—. Lo peor está pasado. Se ha conseguido lo que usted tanto deseaba.... ¿No quería usted que la criatura saliese toda viva y sin daño? Pues ahí la tenemos, sana y salva. Ha costado trabajillo..., pero al fin....
Encogióse despreciativamente de hombros el marqués, como amenguando el mérito del facultativo, y murmuró no sé qué entre dientes, prosiguiendo en su paseo de arriba abajo y de abajo arriba, con las manos metidas en los bolsillos, el pantalón tirante cual lo estaba el espíritu de su dueño.
—Es un angelito, como dicen las viejas—añadió maliciosamente Juncal, que parecía gozarse en la cólera del hidalgo—; sólo que angelito hembra. A estas cosas hay que resignarse; no se inventó el modo de escribir al cielo encargando y explicando bien el sexo que se desea....
Otro espumarajo de rabia y grosería brotó de los labios de don Pedro. Juncal rompió a reír, secándose con la toalla.
—La mitad de la culpa por lo menos la tendrá usted, señor marqués—exclamó—. ¿Quiere usted hacerme favor de un cigarrito?
Al ofrecer la petaca abierta, don Pedro hizo una pregunta. Máximo recobró la seriedad para contestarla.
—Yo no he dicho tanto como eso.... Me parece que no. Cierto que cuando las batallas son muy porfiadas y reñidas puede suceder que el combatiente quede inválido; pero la naturaleza, que es muy sabia, al someter a la mujer a tan rudas pruebas, le ofrece también las más impensadas reparaciones.... Ahora no es ocasión de pensar en eso, sino en que la madre se restablezca y la chiquita se críe. Temo algún percance inmediato.... Voy a ver.... La señora se ha quedado tan abatida....
Entró Primitivo, y sin mostrar alteración ni susto dijo «que subiese don Máximo, que al capellán le había dado algo; que estaba como difunto».
—Vamos allá, hombre, vamos allá. Esto no estaba en el programa—murmuró Juncal.
—¡Qué trazas de mujercita tiene ese cura! ¡Qué poquito estuche ! Lo que es éste no cogerá el trabuco, aunque lleguen a levantarse las partidas con que anda soñando el jabalí del abad de Boán.
—XVIII—
Largos días estuvo Nucha detenida ante esas lóbregas puertas que llaman de la muerte, con un pie en el umbral, como diciendo: «¿Entraré? ¿No entraré?». Empujábanla hacia dentro las horribles torturas físicas que habían sacudido sus nervios, la fiebre devoradora que trastornó su cerebro al invadir su pecho la ola de la leche inútil, el desconsuelo de no poder ofrecer a su niña aquel licor que la ahogaba, la extenuación de su ser del cual la vida huía gota a gota sin que atajarla fuese posible. Pero la solicitaban hacia fuera la juventud, el ansia de existir que estimula a todo organismo, la ciencia del gran higienista Juncal, y particularmente una manita pequeña, coloradilla, blanda, un puñito cerrado que asomaba entre los encajes de una chambra y los dobleces de un mantón.
El primer día que Julián pudo ver a la enferma, no hacía muchos que se levantaba, para tenderse, envuelta en mantas y abrigos, sobre vetusto y ancho canapé. No le era lícito incorporarse aún, y su cabeza reposaba en almohadones doblados al medio. Su rostro enflaquecido y exangüe amarilleaba como una faz de imagen de marfil, entre el marco del negro cabello reluciente. Bizcaba más, por habérsele debilitado mucho aquellos días el nervio óptico. Sonrió con