Emilia Pardo Bazán: Obra literaria completa. Emilia Pardo Bazán

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Emilia Pardo Bazán: Obra literaria completa - Emilia Pardo Bazán biblioteca iberica

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se mueve—haría a cada paso escenas por el estilo si no me dominase. No se lo digo a Juncal por vergüenza; pero veo cosas muy raras. La ropa que cuelgo me representa siempre hombres ahorcados, o difuntos que salen del ataúd con la mortaja puesta; no importa que mientras está el quinqué encendido, antes de acostarme, la arregle así o asá; al fin toma esas hechuras extravagantes aun no bien apago la luz y enciendo la lamparilla. Hay veces que distingo personas sin cabeza; otras, al contrario, les veo la cara con todas sus facciones, la boca muy abierta y haciendo muecas.... Esos mamarrachos que hay pintados en el biombo se mueven; y cuando crujen las ventanas con el viento, como esta noche, me pongo a cavilar si son almas del otro mundo que se quejan....

      —¡Señorita!—exclamó dolorosamente Julián—. ¡Eso es contra la fe! No debemos creer en aparecidos ni en brujerías.

      —¡Si yo no creo!—repuso la señorita riendo nerviosamente—. ¿Usted se figura que soy como el ama, que dice que ha visto en realidad la Compaña , con su procesión de luces allá a las altas horas? En mi vida he dado crédito a paparruchas semejantes; por eso digo que debo de estar enferma, cuando me persiguen visiones y vestiglos.... Lo que siempre me porfía el señor de Juncal: fortalecerse, criar sangre.... Lástima que la sangre no se compre en la tienda.... ¿no le parece a usted?

      —O que... los sanos no se la podamos regalar a... los que... la necesitan....

      Dijo esto el presbítero titubeando, poniéndose encendido hasta la nuca, porque su impulso primero había sido exclamar: «Señorita Marcelina, aquí está mi sangre a la disposición de usted».

      El silencio producido por arranque tan vivo duró algunos segundos, durante los cuales ambos interlocutores miraron fijamente, distraídos y ensimismados, el paisaje que se alcanzaba desde la ancha y honda ventana fronteriza. Al pronto no lo vieron; luego su efecto sombrío les fue entrando, mal de su grado, por los ojos hasta el alma. Eran las montañas negras, duras, macizas en apariencia, bajo la oscurísima techumbre del cielo tormentoso; era el valle alumbrado por las claridades pálidas de un angustiado sol; era el grupo de castaños, inmóvil unas veces, otras violentamente sacudido por la racha del ventarrón furioso y desencadenado.... A un mismo tiempo exclamaron los dos, capellán y señorita:

      —¡Qué día tan triste!

      Julián reflexionaba en la rara coincidencia de los terrores de Nucha y los suyos propios; y, pensando alto, prorrumpía:

      —Señorita, también esta casa..., vamos, no es por decir mal de ella, pero... es un poco miedosa . ¿No le parece?

      Los ojos de Nucha se animaron, como si el capellán le hubiese adivinado un sentimiento que no se atrevía a manifestar.

      —Desde que ha venido el invierno—murmuró hablando consigo misma—no sé qué tiene ni qué trazas saca... que no me parece la misma.... Hasta las murallas se han vuelto más gordas y la piedra más oscura.... Será una tontería, ¡ya sé que lo será!, pero no me atrevo a salir de mi habitación, yo que antes revolvía todos los rincones y andaba por todas partes.... Y no tengo remedio sino dar una vuelta por ella.... Necesito ver si hay abajo, en el sótano, arcones para la ropa blanca.... Hágame el favor de venir, Julián, ahora que la niña duerme.... Quiero quitarme de la cabeza estas aprensiones y estas tontunas.

      Intentó el capellán disuadirla: temía que se cansase, que se enfriase al atravesar los salones, al bajar al claustro. La señorita no dio más respuesta que dejar la labor, envolverse en su mantón y echar a andar. Cruzaron a buen paso la fila de habitaciones extensas, desamuebladas, casi vacías, donde las pisadas retumbaban sordamente. De tiempo en tiempo, Nucha volvía la cabeza atrás a ver si la seguía su acompañante, y el ademán de volverla revelaba alteración y zozobra. En la diestra columpiaba un manojo de llaves. Salieron al claustro superior, y por una escalerilla muy pendiente descendieron al inferior, cuyas arcadas eran de piedra.

      Llegados al patín que cerraba el grave claustro, Nucha señaló a un pilar que tenía incrustada una argolla de hierro, de la cual colgaba aún un eslabón comido de orín.

      —¿Sabe usted qué era esto?—murmuró con apagada voz.

      —No sé—respondió Julián.

      —Dice Pedro—explicó la señorita—que estuvo ahí la cadena con que tenían sujeto sus abuelos a un negro esclavo.... ¿No parece mentira que se hiciesen semejantes crueldades? ¡Qué tiempos tan malos, Julián!

      —Señorita..., a don Máximo Juncal, que no piensa más que en política, todo se le vuelve hablar de eso; pero mire usted, en cada tiempo hay su legua de mal camino.... Bastantes barbaridades hacen hoy en día, y la religión anda perdida desde estas grescas.

      —Pero como aquí—observó Nucha, formulando sencillamente una observación histórico—filosófica de bastante alcance—no ve uno sino las atrocidades de los señores de otro tiempo..., parece que son las únicas que le dan en qué pensar.... ¿Por qué serán tan malos cristianos los hombres?—añadió entreabriendo los labios con cándido asombro.

      El cielo se oscureció más en el momento de expresarse así Nucha; un relámpago alumbró súbitamente las profundidades de las arcadas del claustro y el rostro de la señorita, que adquirió a la luz verdosa el aspecto trágico de una faz de imagen.

      —¡Santa Bárbara bendita!—articuló piadosamente el capellán, estremeciéndose—. Volvámonos arriba, señorita.... Está tronando. Como este año no tuvimos cordonazo de San Francisco ..., ya se ve, el equinoccio no quiere pasar sin esto.... ¿Subimos?

      —No—resolvió Nucha, empeñada en combatir sus propios terrores—. Ésta es la puerta del sótano.... ¿Cuál será la llave?

      La buscó algún tiempo en el manojo. Al introducirla en la cerradura y empujar la puerta, otro relámpago bañó de claridad fantasmagórica el sitio en que iba a penetrar; rodó el carro del trueno, pausado al principio, después ronco y formidable, como una voz hinchada por la cólera, y Nucha retrocedió con espanto.

      —¿Qué sucede, señorita querida? ¿Qué sucede?—gritó el capellán.

      —¡Nada... nada!—tartamudeó la señora de Ulloa—. Se me figuró al abrir que estaba ahí dentro un perro muy grande, sentado, y que se levantaba y se me echaba para morderme.... ¿Si no los tendré cabales? Pues mire usted que juraría haberlo visto.

      —¡El dulce Nombre! No, señorita es que hace frío aquí, es que truena, es que es una locura andar ahora revolviendo en los sótanos.... Retírese usted; yo buscaré lo que haga falta.

      —No—replicó Nucha con energía—. Ya me carga de veras ser tan boba.... Quiero entrar antes, para que vea usted si comprendo perfectamente que todas son necedades.... ¿Trae usted la cerilla?—gritó ya desde dentro.

      El capellán la encendió, y a su luz menos que dudosa vieron el sótano, mejor dicho, entrevieron las paredes destilando humedad; el confuso montón de objetos retirados allí por inservibles y pudriéndose en los rincones; el conjunto de cosas informes y, por lo mismo, temerosas y vagas. En la penumbra de aquel lugar casi subterráneo, en el hacinamiento de vejestorios retirados por inservibles y entregados a las ratas, la pata de una mesa parecía un brazo momificado, la esfera de un reloj era la faz blanquecina de un muerto, y unas botas de montar carcomidas, asomando por entre papeles y trapos, despertaban en la fantasía la idea de un hombre asesinado y oculto allí. No obstante, Nucha, con paso resuelto, fue derecha al caos húmedo y medroso, y, con la voz ahogada y conmovida de los que acaban de obtener un gran triunfo sobre sí mismos, gritó:

      —Aquí está

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