Emilia Pardo Bazán: Obra literaria completa. Emilia Pardo Bazán

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el de Naya—. Eh, Julián, mándele que entre....

      —Entra, Chonito, entra—murmuró lánguidamente el capellán.

      El perro, sorprendido por el tono suave de la orden, vaciló; por fin se lanzó entre las urces, y al punto mismo se oyó un revoloteo, y el bando salió en todas direcciones.

      —¡Ahora, condenado, ahora! ¡Ese tiro!—gritó don Eugenio.

      Julián apretó el gatillo.... Las aves volaron raudamente y se perdieron de vista en un segundo. Chonito, confuso, miraba al que había disparado, a la escopeta y al suelo: el hidalgo animal parecía preguntar con los ojos dónde se encontraba la perdiz herida, para portarla.

      Media hora después se repitió la escena, y el desengaño de Chonito. Ni fue el último, porque más adelante, en un sembrado, aún levantó el can un bando tan numeroso, tan próximo, y que salía tan a tiro, que era casi imposible no tumbar dos o tres perdices disparando a bulto. Otra vez hizo fuego Julián. El perdiguero ladraba de entusiasmo y de gozo.... Mas ninguna perdiz cayó. Entonces Chonito, clavando en el capellán una mirada casi humana, llena de desprecio, volvió grupas y se alejó corriendo a todo correr, sin dignarse oír las imperativas voces con que lo llamaban....

      No hay cómo encarecer lo que se celebró este rasgo de inteligencia a la hora de la cena. Se hizo chacota de Julián, y, en penitencia de su torpeza, se le condenó a asistir inmediatamente, cansado y todo, a la espera de las liebres.

      La luna de aquella noche de diciembre semejaba disco de plata bruñida colgado de una cúpula de cristal azul oscuro; el cielo se ensanchaba y se elevaba por virtud de la serenidad y transparencia casi boreales de la atmósfera.

      Caía helada, y en el aire parecía que se cruzaban millares de finísimas agujas, que apretaban las carnes y reconcentraban el calor vital en el corazón. Pero para la liebre, vestida con su abrigado manto de suave y tupido pelo, era noche de festín, noche de pacer los tiernos retoños de los pinos, la fresca hierba impregnada de rocío, las aromáticas plantas de la selva; y noche también de amor, noche de seguir a la tímida doncella de luengas orejas y breve rabo, sorprenderla, conmoverla y arrastrarla a las sombrías profundidades del pinar....

      Tras de los pinos y matorrales se emboscaban en noches así los cazadores. Tendidos boca abajo, cubierto con un papel el cañón de la carabina a fin de que el olor de la pólvora no llegue a los finos órganos olfativos de la liebre, aplican el oído al suelo, y así se pasan a veces horas enteras. Sobre el piso endurecido por el hielo resuena claramente el trotecillo irregular de la caza; entonces el cazador se estremece, se endereza, afianza en tierra la rodilla, apoya la escopeta en el hombro derecho, inclina el rostro y palpa nerviosamente el gatillo antes de apretarlo. A la claridad lunar divisa por fin un monstruo de fantástico aspecto, pegando brincos prodigiosos, apareciendo y desapareciendo como una visión: la alternativa de la oscuridad de los árboles y de los rayos espectrales y oblicuos de la luna hace parecer enorme a la inofensiva liebre, agiganta sus orejas, presta a sus saltos algo de funambulesco y temeroso, a sus rápidos movimientos una velocidad que deslumbra. Pero el cazador, con el dedo ya en el gatillo, se contiene y no dispara. Sabe que el fantasma que acaba de cruzar al alcance de sus perdigones es la hembra, la Dulcinea perseguida y recuestada por innumerables galanes en la época del celo, a quien el pudor obliga a ocultarse de día en su gazapera, que sale de noche, hambrienta y cansada, a descabezar cogollos de pino, y tras de la cual, desalados y hechos almíbar, corren por lo menos tres o cuatro machos, deseosos de románticas aventuras. Y si se deja pasar delante a la dama, ninguno de los nocturnos rondadores se detendrá en su carrera loca, aunque oiga el tiro que corta la vida de su rival, aunque tropiece en el camino su ensangrentado cadáver, aunque el tufo de la pólvora le diga: «¡Al final de tu idilio está la muerte!».

      No, no se pararán. Acaso el instinto de cobardía propio de su raza les moverá a agazaparse breves minutos detrás de un arbusto o de una peña; pero al primer imperceptible efluvio amoroso que les traiga la cortante brisa; al primer hálito de la hembra que se destaque del olor de la resina exhalado por los pinares, los fogosos perseguidores se lanzarán de nuevo y con más brío, ciegos de amor, convulsos de deseo, y el cazador que los acecha los irá tendiendo uno por uno a sus pies, sobre la hierba en que soñaron tener lecho nupcial.

      —XXIII—

      En el corazón de la tierna heredera de los Ulloas tenía el capellán, desde hacía algún tiempo, un rival completamente feliz y victorioso: Perucho.

      Le bastó presentarse para triunfar. Entró un día en la punta de los pies, y sin ser sentido fue arrimándose a la cuna. Nucha le ofrecía de vez en cuando golosinas y calderilla, y el rapaz, como suele suceder a las fieras domesticadas, contrajo excesiva familiaridad y apego, y costaba trabajo echarle de allí, encontrándosele por todas partes, donde menos se pensaba, a manera de gatito pequeño viciado en el mimo y la compañía.

      Muchísimo le llamó la atención la chiquitina al pronto. Ni los pollos nuevos cuando rompían el cascarón, ni los cachorros de la Linda, ni los recentales de la vaca, consiguieron nunca fijar así las miradas atónitas de Perucho. No podía él darse cuenta de cómo ni por dónde había venido tan gran novedad; sobre este tema, se perdía en reflexiones. Rondaba la cuna incesantemente, poniéndose en riesgo notorio de recibir algún pescozón del ama, y, como no le expulsasen, se estaba buena pieza con el dedito en la boca, absorto y embelesado, más parecido que nunca a los amorcillos de los jardines que dicen con su actitud: «Silencio». Jamás se le había visto quieto tantas horas seguidas. Así que la niña empezó a tener asomos de conciencia de la vida exterior, dio claras muestras de que si ella le interesaba a Perucho, no le importaba menos Perucho a ella. Ambos personajes reconocieron en seguida su mutua importancia, y a este reconocimiento siguieron evidentes señales de concordia y regocijo. Apenas veía la chiquilla a Perucho, brillaban sus ojuelos, y de su boca entreabierta salía, unido a la cristalina y caliente baba de la dentición, un amorosísimo gorjeo. Tendía ansiosamente las manos, y Perucho, comprendiendo la orden, acercaba la cabeza cerrando los párpados; entonces la pequeña saciaba su anhelo, tirando a su sabor del pelo ensortijado, metiendo los dedos de punta por boca, orejas y nariz, todo acompañado del mismo gorjeo, y entreverado con chillidos de alegría cuando, por ejemplo, acertaba con el agujero de la oreja.

      Pasados los dos o tres primeros meses de lactancia, el genio de los niños se agria, y sus llantos y rabietas son frecuentes, porque empiezan los fenómenos precursores de la dentición a molestarles. Cuando tal sucedía a su niña, Nucha solía emplear con buen resultado el talismán de la presencia de Perucho. Un día que el berrenchín no cesaba, fue preciso acudir a expedientes más heroicos: sentar a Perucho en una silleta baja y ponerle en brazos a la chiquitina. Él se estaba quieto, inmóvil, con los ojos muy abiertos y fijos, sin osar respirar, tan hermoso, que daban ganas de comérselo. La chiquita, sin transición, había pasado de la furia a la bonanza, y reía abriendo un palmo de desdentada boca; reía con los labios, con el mirar, con los pies bailarines, que descargaban pataditas menudas en el muslo de Perucho. No se atrevía el rapaz ni a volver la cabeza, de puro encantado.

      A medida que la chiquilla atendía más, Perucho se ingeniaba en traerle juguetes inventados por él, que la divertían infinito. No se sabe lo que aquel galopín discurría para encontrar a cada paso cosas nuevas, ya fuesen flores, ya pajaritos vivos, ya ballestas de caña, ya todo género de porquerías, que era lo que más entusiasmaba a la pequeña. Presentábase a lo mejor con una rana atada por una pata, perneando en grotescas contorsiones, o llegaba ufanísimo con un ratón acabadito de nacer, tan chico y asustado, que daba lástima. Tenía aquel cachidiablo la especialidad de los juguetes animados. En su pucho roto y agujereado almacenaba lagartijas, mariposas y mariquitas de Dios ; en sus bolsillos y seno, nidos, frutos y gusanos. La señorita le tiraba bondadosamente de las orejas.

      —Como vuelvas a traer

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