Emilia Pardo Bazán: Obra literaria completa. Emilia Pardo Bazán

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Emilia Pardo Bazán: Obra literaria completa - Emilia Pardo Bazán biblioteca iberica

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a la azotea del Casino, veíase, en efecto, un rostro de pisaverde, imberbe casi, destacándose entre la blancura de porcelana de primorosa camisa y nívea corbata de batista, cuyo triángulo cerraba una de esas ágatas llamadas ojo de gato , a que dio tan fabuloso valor el capricho de los elegantes de dos o tres años acá. Traje de mañana de un gris humo suave y exquisito, hongo de finísimo castor, una flor de gardenia en el ojal, guantes de gamuza flamantitos, tal era el atavío del indiscreto que así registraba el salón de Damas. Advertíase en su tipo mezcla singular de debilidad y fuerza, cuerpo de sietemesino y músculos de Hércules. La gimnasia, la esgrima, la equitación, la caza, debían haber endurecido aquel organismo que la Naturaleza hiciera endeble, enteco casi. La estatura era corta; los miembros delicados y femeniles; pero la musculatura, de acero. Conocíase esto en el modo de caerle la ropa, en no sé qué corte viril de las rodillas y los hombros; además, se traslucía en aquel hombre la altiva superioridad que dan juntamente la riqueza, el nacimiento y el hábito de ser obedecido.

      Mas si esperaba el duque algún fruto de acechar así por los cristales, cayole la pascua en viernes, porque la sueca, después de haber tocado con gran sosiego y maestría hasta media docena de mazurcas, se levantó con no menor majestad de la desplegada al entrar, y sin volver el rostro, tomó hacia la puerta. Ésta se abrió como por obra de un conjuro, y el diplomático de blancas patillas se presentó afable y serio, ofreciendo el brazo. Fue una salida de reina, très réussie, como decían en el grupo de francesas.

      —¡Parece la princesa Micomicona!—dijo Lola Amézaga, que aquella mañana no se había pasado menos de dos horas al espejo, ensayando el regio modo de andar de la sueca.

      —¡Qué empaque!—observó Luisa Natal—. No, buena moza, ya lo es. ¡Cuidado con el talle! ¡Y qué manos! ¿No se las habéis reparado?

      —Yo la miro poco—contestó Pilar—. No le doy ese plato de gusto. ¡Sólo adopta esos ademanes teatrales para llamar la atención!

      —¡Fresco se ha quedado Albares!—exclamó Amalia—. ¡Ella ni se enteró de que estaba ahí!

      Todas se volvieron a mirar hacia las vidrieras. Ya no se hallaba allí el duque.

      —Ahora se habrá ido escapado a intentar verla en el Parque. ¿Vamos a convencernos?

      —Sí, vamos, vamos; la escena será chistosa.

      Levantáronse, y recogieron aprisa abanicos, sombrillas y velos, precipitándose hacia la puerta.

      —Eh, ¡señoritas!—decía la condesa de Monteros—. No corran ustedes tanto, yo no soy tan joven como ustedes, y voy a quedarme atrás. A fe—añadía entre dientes—que cuando le eche la vista encima a mi señor sobrino, le espeto lo que viene al caso, por matar así a disgustos a aquella pobre Matilde que es un ángel.

      Mientras se solazaba Pilar de manera tan conforme a sus inclinaciones, aguardábala Lucía en el balcón del chalet . A aquella hora, nadie estaba en casa, ni Miranda, ni Perico; el Casino se los había tragado a todos. Apenas cruzaba un transeúnte por la retirada calle. Sólo se oía, entre el silencio, el estridor monótono de la máquina de coser que la hija de la conserje manejaba. En el jardín, las rosas, embriagadas del calor bebido durante la mañana entera, se deshacían en perfumes; hasta las frías rosas blancas tenían matices rancios, como de carne pálida, pero carne al fin. De todo el coro de aromas se formaba uno solo, penetrante, fortísimo, que se subía a la cabeza, como si fuera la fragancia de una rosa no más, pero rosa enorme, encendida, que exhalaba de su boca de púrpura hálito fascinador y mortal. Lucía empezaba por coser, al sentarse; pero al cuarto de hora la almohadilla se caía de su regazo, escapabásele el dedal del dedo, y vagarosa la pupila, permanecía con los ojos fijos en los macizos de rosales, hasta que al fin sus párpados se cerraban, y recostando la frente en las ramas que tapizaban el balcón, abandonábase a la delicia de aquella atmósfera embalsamada, sin oír, sin ver, respirando no más. Dos meses antes, no hubiera podido estarse quieta media hora; los jardines la convidaban a correr. Ahora, por el contrario, la incitaban a dejarse estar así, inmóvil, y anonadada, como el güebro ante el sol.

      Una tarde, Pilar, al volver de su club, la halló como nunca pensativa.

      —Tonta—le dijo—¿en qué cavilas? Si vinieses al Casino, te divertirías mucho.

      —Pilarcita—murmuró Lucía echándole al cuello los brazos—, ¿me guardarás un secreto si te lo digo?

      Encendiéronse los ojos de la anémica.

      —¡Pues no! Desahoga ese corazón, mujer.... Entre nosotras, ¿verdad?, todo puede contarse.... Yo he visto tantas cosas... nada me sorprende....

      —Escucha...—dijo Lucía—. Quisiera saber, a toda costa, cómo sigue la madre del señor don Ignacio Artegui.

      Retrocedió Pilar desorientada; y riéndose en seguida con su cínico reír, exclamó:

      —¿No es más que eso? ¡Vaya un secreto! ¡Gran puñado son tres moscas!

      —Por Dios—suplicó apurada Lucía—, que a nadie se lo indiques.... Yo me muero por saberlo, pero si se entera... alguien.... Miranda, o así....

      —¡Eh! boba, yo lo sabré pronto, y sin informar a nadie.... Tengo mil medios de averiguarlo.... Te prometo que saldrás de la curiosidad....

      Pilar dio dos o tres golpecitos en la barbilla a Lucía, que estaba grave y aun algo confusa.

      —¿Paseamos hoy, señora enfermera?—interrogó la anémica.

      —Sí, y beberás leche en Vesse. Pero coge otro traje de más abrigo, por Dios: eres capaz de resfriarte.... ¿No has notado qué bien huelen las rosas? En León apenas las hay: me acuerdo de que las que podía coger se las ponía todas a la Purísima que tengo en mi cuarto.

      —XI—

      Era el Casino para Perico y Miranda, como para todos los ociosos de la colonia, casa y hogar durante la temporada termal. En conjunto el gran edificio se asemejaba a un concierto de voces que convidasen a la existencia rápida y fácil de nuestro siglo. El espacioso peristilo, la fachada principal con su vasta azotea, su jardinete reservado, donde vegetan en graciosas canastillas exóticas plantas, y sus ricos y caprichosos adornos renacientes de blanquísima sillería; las altas columnas de bruñido pórfido que el interior sustentan; las muelles butacas y los anchos divanes; los cupidillos traviesos (símbolo artístico de efímeros amores que suelen vivir el espacio de una quincena de aguas) que corren por la cornisa del gran salón de baile, o revolotean en el azul de los anchos recuadros del teatro; el oro prodigado en toques hábiles, como puntos de luz, o en luengos listones, como rayos de sol; las grandes ventanas de límpidos cristales, todo, en suma, ayudaba a la fantasía a representarse un templo ateniense, corregido y aumentado con los beneficios y goces de la civilización actual. Quien mirase el Casino por su fachada sur, podía ver desde luego el numen que allí recibía culto y sacrificios: la Ninfa de las aguas, inclinando la urna con graciosa actitud, mientras salen a sus pies de entre un cañaveral dos amorcillos, y uno de ellos, alzando una valva, recoge la sacra linfa que de la urna copiosamente fluye. Sacerdotes y flamines del templo de la Ninfa son los mozos del Casino, que a la menor señal, a un movimiento de labios, acuden tácitos y prontos con lo que se desea: cigarros, periódicos, papel, refrescos, hasta las aguas, que traen a escape, en un tanque vuelto boca abajo sobre un plato, a fin de que no pierdan su preciosa temperatura ni sus gases.

      Prefería Miranda el salón de lectura, donde hallaba cantidad de periódicos españoles, incluso el órgano de Colmenar, que leía dándose tono de hombre político. A

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