Emilia Pardo Bazán: Obra literaria completa. Emilia Pardo Bazán

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Emilia Pardo Bazán: Obra literaria completa - Emilia Pardo Bazán biblioteca iberica

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en Lourdes... una semana lo menos piensa pasar allí.... Sí, Cañahejas va a un castillo de unos parientes de Monsieur Anatole , donde cazarán hasta Noviembre.... ¿Jiménez? No sé, chica... Ése siempre anda en misterios y tapujos.... Dicen que si la Laurent, la soprano de la compañía.... Aquella bizca.... No creo ni esto.... Es un jactancioso, alabadizo sempiterno.

      —Y tú, ¿te quedas, eh?—añadía Amalia uniendo su ceceo al de Lola—. ¿Hasta cuándo, chica...? Pero te vas a secar.... ¡Esto es ahora un monasterio! Si eso no vale nada.... ¿qué importa un catarro?... Animarse.... Este año tendrá comedias la Puenteancha... la Monteros me lo dijo.... Los Torreplana de Arganzón indicaron ya que recibirían los jueves.... Tendremos en el Real a la Patti y a Gayarre; ¡figúrate! Hemos escrito que nos abone, por si no llegamos a tiempo....

      —Yo voy a que Worth me haga dos o tres trajecitos... sencillos, porque no siendo señora casada.... Uno de patinar.... ¡me muero por el Skating !... En la Casa de Campo el año pasado.... ¿te acuerdas, Amalia? Aquel día....

      —¿Que dijo el rey que te habías lucido?... Sí, pues me acuerdo.... ¡vaya!

      Y la voz de ambas hermanas se fundió en un concierto de risitas de placer y orgullo; ambas volvían a ver el estanque helado, los árboles cubiertos de encajes de escarcha, la brumosa mañana, y la figura juvenil del rey, con su rostro pálido de frío, su cuerpo esbelto, sus modales sueltos y elegantes, y su sonrisa entre picaresca y cortés, al inclinarse para felicitar a la ágil patinadora.

      Dejó la visita a Pilar más impaciente, más calenturienta, más excitada que nunca. Pilar se consumía; a toda costa quería salir de Vichy, volar, romper el opaco capullo de la enfermedad y presentarse de nuevo, brillante mariposa, en los círculos mundanos. Creía de buena fe poder hacerlo y contaba con sus fuerzas. No menos que ella se impacientaban otras dos personas: Miranda y Perico. Perico, hecho a vivir en perenne divorcio consigo mismo, no podía sufrir la soledad que le obligaba a reunirse a sí propio; y por lo que toca a Miranda, terminada su temporada de aguas, notablemente restablecida su salud, parecíale que ya era hora de acogerse a cuarteles de invierno y de gozar en paz los frutos de la medicación. Aburríale en extremo ver que su mujer, por altos decretos señalada para cuidarle a él, se sustrajese en tal manera a su providencial misión, consagrando días y noches a una extraña, atacada de un mal penoso a la vista y quizá contagioso. Así es que insinuó a Lucía que era preciso partir y, dejarse allí a los Gonzalvos entregados a su triste suerte; como se deja en un naufragio a los que no caben en las lanchas. Pero contra todo lo que esperaba, halló en Lucía protesta calurosa y enérgica resistencia. Indemnizábase confesado aquel noble sentimiento, de todo lo que callaba hasta a sí misma.

      —¡Sería preciso no tener corazón... no tener corazón! ¡Pobrecita Pilar de mi vida, bien quedaría, por cierto, con su hermano, que ni colocarle una almohada sabe! ¡Qué sería de ella! Pensarlo sólo me espanta....

      —Llamará a una hermana de la caridad... no será la primera—refunfuñó Miranda duramente.

      —¡Qué pena... pobre criatura!... Eso es más cruel aún que dejarla morirse sola, como un perro.

      —Pues lo que es ella, maldito si se hubiera quedado por ti, ni por mí, ni por el lucero del alba. Y nosotros, ¿qué obligación tenemos de asistirla? No parece sino que....

      —¿No dices que eres amigo de Gonzalvo?—pronunció Lucía clavando los ojos en su marido.

      —Amistad, así... de sociedad; ¿qué sabes tú de esas cosas? Amistad, como hay muchas.

      —Pues entonces, ¿por qué vivimos juntos con los Gonzalvo? Yo no los conocía; pero ahora le tomé cariño a ella, y eso de irme, dejándola tan mala....

      —¡Por vida de!... ¿no tiene papá, tía, hermano? ¡que vengan con mil diablos a cuidarla! A nosotros ¿qué nos va en eso? Si tienes vocación de Hermana de la Caridad, dijéraslo y no te casaras, hija... tu obligación es atender a tu marido y a tu casa, nada más....

      —En fin—dijo Lucía alzando el semblante donde las líneas redondeadas y fugaces de la adolescencia comenzaban a trocarse en trazos más firmes—, yo marcharé si tú me lo ordenas; pero convencida de que es una mala acción abandonar así a una amiga, cuando se está muriendo.

      Salió del cuarto. En su mente germinaba un concepto singular de la autoridad conyugal: parecíale que su marido tenía derecho perfecto, incontestable, evidente, a vedarte todo género de goces y alegrías, pero que en el sufrimiento era libre y que prohibirle el padecer, el velar y el consagrarse a la enferma, era duro despotismo. De estas ideas peregrinas tienen muchas los desdichados que llegan a refugiarse en el dolor y a proclamarle lugar de asilo. Arreglose, sin embargo, la cuestión mejor de lo que Lucía pensaba, porque aconteció que aquella misma tarde tomó cartas en ella Perico, resolviéndola con su clásico desenfado.

      —Adiós, chicos—dijo entrando en el cuarto de Miranda vestido de viaje, con polainas de paño, un casquete de fieltro y terciada al hombro una escopeta de caza de dos cañones.

      Y como Miranda lo contemplase con tamaña boca abierta.

      —Me he resuelto—explicó—. Vichy está demasiado tonto; y Anatole se empeña....

      —¿Te vas a Auvernia?

      —Al castillo de Ceyssat, de Ceyssat.... Parece que hay liebres y corzos a puñados, a puñados... y en el castillo se pasa bien; hay mucha gente; diez y ocho huéspedes.

      Miranda reunió cuanta energía supo en voz y actitud y dijo al animoso cazador:

      —Pero mira que Lucía y yo habíamos decidido emprender la vuelta para España... dentro de dos o tres días, a lo sumo... y como Pilar está así, delicada... tu presencia es necesaria aquí.

      —Anda a paseo ¡a paseo!—exclamó Perico, fiel a su sistema de franqueza y desahogo—. ¿No te podrás aguardar una quincena por darme gusto? ¿Qué vas hacer tú en España? Meterte en León, y vegetar, vegetar. Aquí estás en la luna, en la luna de miel.... Nada, nada; os dejo a mi hermanita, ya sé que estará bien cuidada, bien cuidada. Abur, que es la hora del tren. Te traeré una cabeza de corzo para porta—bastón....

      —Pero, oye; mira que....

      Perico estaba ya en el portal. Miranda le llamó por la ventana; pero él se volvió risueño, le dijo adiós con la mano y echó a correr hacia la estación. Y he aquí cómo de dos egoísmos venció el más osado, ya que no el más fuerte y grande.

      Dado estaba Miranda a todos diablos, cuando Duhamel vino a consolarle un poco, asegurándole que la enferma experimentaba de algunos días acá unos asomos de mejoría, y que debía aprovecharlos regresando a España, en busca de clima benigno; añadiendo, en su chapurrado franco—portugués, que puesto que él pensaba, como casi todos los médicos de consulta en Vichy, salir pronto para París, podrían combinar el viaje juntos, y así vería cómo probaba el movimiento del tren a la enferma, y resolver si necesitaba descanso, o si resistiría volver a España de una vez. Pareció acertadísimo a todos el consejo del médico, y Lucía escribió, bajo el dictado de Pilar, una carta a Perico, encargándole estuviese de vuelta dentro de quince días justos, término fijado por Duhamel para cerrar su temporada de consulta en Vichy. El nuevo arreglo templó un tanto el malhumor de Miranda, consoló a Lucía y regocijó a la enferma, que sobre todas las cosas soñaba con la vuelta a Madrid.

      Era cierto: la misma constitución endeble de Pilar, ofreciendo menos campo al mal, retrasaba la crisis funesta de su padecimiento; y así como el huracán, que desgaja encinas, sólo encorva

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