Emilia Pardo Bazán: Obra literaria completa. Emilia Pardo Bazán

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chica ignorante el filosófico monólogo del soñador dinamarqués!

      —Oh, ¡y qué bueno debe de ser estar muerta!—calculaba Lucía—. Don Ignacio tenía razón en decir que... que no hay felicidad, vamos. ¡Si uno supiese lo que le aguarda en el otro mundo! ¡Dónde andará ahora el alma de ese cuerpo que está ahí! ¡Y de qué servirá morirse, si al fin no deja uno de existir y de acordarse de todo cuanto le pasa!

      Ello es, que estas locas imaginaciones, ayudadas de los desvelos de enfermera, y acaso de alguna otra causa, marchitaban la tez de Lucía y alteraban su antes regocijado y apacible genio. Miranda, que privado de toda sociedad ya frecuentaba la de su mujer, notó el sello de melancolía impreso en sus facciones, y renacieron en él pensamientos nunca del todo extintos desde el malhadado percance del ferrocarril, jamás había de arrancársele por completo aquella espina, que dolorosamente le punzaba en lo más sensible del amor propio, el cual era a su vez lo más vivo de sus afectos. A tener Miranda alma mejor templada, ganaría con el amor el corazón abierto y generoso de la niña leonesa; pero no parece sino que le inspiraba el diablo para hacer todo lo más inoportuno. Dio en hablar ásperamente a Lucía y en mostrarle cierto desdén, como si reconociese su condición inferior. Recordole con embozadas alusiones su esfera social. Espió sus menores actos, le echó en cara el tiempo invertido en cuidar a la hermana de Perico, y, en suma, adoptó el sistema de contrariedad y violencia, de seguros resultados con las mujeres fáciles y depravadas, a quienes subyuga y enamora. A Lucía la puso a dos dedos de la desesperación.

      Pocos días antes del fijado para la vuelta de Perico, recibió Pilar una carta suya, que entregó a Lucía, a fin de que se la leyese. Anunciaba su llegada próxima, refiriendo a la vez algunos pormenores de su elegante vida en el castillo de Ceyssat, y entre varias noticias daba la de la muerte de la madre de Ignacio Artegui, que Anatole le había contado, creyendo que le interesaría por tratarse de un compatriota. Añadía que su hijo la había llevado a enterrar a Bretaña, al mismo castillote de Hotidan, en que, trascurriera su niñez. Miranda estaba delante cuando se leyó, este párrafo, y hubo de notar la ojeada rápida que se cruzó entre Pilar y Lucía, y la palidez repentina de su mujer. Salió Lucía aquella tarde, y se fue a San Luis, donde pasaría como media hora. Volvió al chalet , y entró en su dormitorio, donde tenía recado de escribir; escribió una carta, y guardándosela en el pecho bajó las escaleras a brincos, y tomó a buen paso hacia la calle principal. Anochecía; encendíanse los primeros faroles, y se esparcían por el arroyo los pilluelos, niños de coro de la civilización, voceando los periódicos recién llegados de Paris. Lucía fue derecha al rojo reverbero del estanco, y acercándose a la caja de madera que hacía de buzón, echó en ella la epístola. Al punto mismo, sintió, como una tenaza que le oprimía el brazo y se volvió. Miranda estaba allí.

      —¿Qué es esto?—murmuró él con voz sorda—. Sola... aquí.... ¿qué haces?

      —Nada...—pronunció ella balbuciente.

      —¿Nada? ¿pues no acabas de echar una carta en el buzón?

      —Sí, una carta—contestó ella.

      —¿Por qué mentías?—exclamó el marido con iracundo acento, temblándole la barba y los celosos labios.

      —No sé lo que dije cuando me lastimaste en el brazo—replicó Lucía recobrando su entereza—; lo cierto es que eché una carta ahora mismo.

      —¿Y por qué no me la diste a mí? ¿Por qué te vienes tú... sola?

      —Quise echarla yo misma.

      Alguna gente que pasaba volvía la cabeza, para oír el diálogo en irritada voz y extranjero idioma.

      —Estamos dando espectáculo—dijo Miranda—. Vente.

      Internáronse por callejuelas excusadas, y guardaron silencio elocuente por espacio de algunos minutos.

      —¿Para quién era esa carta?—interrogó al cabo el marido en voz breve.

      —Para Don Ignacio Artegui—contestó Lucía en tono reposado y firme.

      —¡Ya lo sabía yo!—dijo entre dientes y mascando una imprecación Miranda.

      —Su madre se ha muerto.... Bien lo has oído hoy.

      —Es altamente indecoroso, altamente ridículo—pronunció Miranda, cuya voz crepitaba como los sarmientos al arder—, que una señora escriba así, sin más ni más, a un hombre....

      —Al señor de Artegui le debo obligaciones y favores—dijo Lucía—que me obligaban a interesarme en sus penas.

      —Esas obligaciones, caso de haberlas, me toca reconocerlas a mí. Yo le hubiese escrito....

      —Tu carta—objetó con sencillez Lucía—no le hubiera servido de consuelo, la mía sí; y como no era cuestión de hacer cumplidos, sino de....

      —¡Cállate—gritó Miranda desatentado—; cállate y no digas necedades!—prosiguió con esa grosería conyugal de que no se eximen ni los hombres de buen tono—. Antes de casarte, debieras haber aprendido a conducirte en el mundo, para no ponerme en evidencia y no hacer ridiculeces de mal género; pero no sé de qué me quejo; no debí esperar otra cosa, al casarme con la hija de un tendero de aceite y vinagre.

      Miranda caminaba a paso desaforado, arrastrando mejor que conduciendo del brazo a su mujer; y casi estaban ya a la puerta del chalet . A la afrentosa invectiva, Lucía, descolorida y echando fuego por los ojos, se soltó violentamente, y quedó parada en mitad del camino.

      —Mi padre—exclamó en voz alta, y con más de doscientos sollozos atravesados en la laringe—es honrado, y me enseñó a que también lo fuese.

      —Pues no se conoce—repuso Miranda con risa irónica y amarga—. Por las trazas te enseñó a falsificar la honradez como él habrá falsificado comestibles.

      A este postrer metrallazo, Lucía dio a correr, cruzó la verja, subió la escalera no menos de prisa que la había bajado, y se encerró en su cuarto, soltando la rienda al dolor. De lo que pensó en aquella larga noche, que pasó tendida en un sofá, dará idea la siguiente carta, no destinada seguramente por su autora a la publicidad, ni menos al aplauso de las generaciones venideras:

      «Querido Padre Urtazu: Las rabietillas que usted me anunció van empezando a venir, y más pronto y más a montones de lo que yo creía. Lo peor del caso es que, ahora que lo reflexiono bien, me parece que alguna culpa tengo. No se ría usted de mí, por Dios, porque yo me estoy sorbiendo las lágrimas al mojar la pluma, y hasta ese borrón, que usted dispensará, es porque se me cayó una sobre el papel. Voy a contárselo a usted todo, como si estuviera en esa a sus pies en el confesonario. Se ha muerto la madre del Sr. de Artegui. Ya sabe usted por mis cartas anteriores que esto es una desgracia terrible, porque tal vez traiga consigo otras... ni imaginarlas quiero, padre. En fin, yo pensé que el Sr. de Artegui estaría muy triste, muy triste, y que acaso nadie se acordase de decirle cosas cariñosas, y, sobre todo, de hablarle de Dios nuestro Señor, en quien él no puede menos de creer, ¿verdad, padre? pero de quien se olvidará quizás en estos momentos tan crueles.... Llevada de estas consideraciones le escribí una carta, consolándole allá a mi modo.... ¡si viera usted! me parece que se me ocurrieron cosas muy buenas y eficaces... le hablé de que Dios nos manda las penas para convertirnos a él; de que son visitas que nos hace; en resumen, todo lo que usted me ha enseñado... además le decía que bien podía creer que no era el único en sentir a aquella pobre señora, aquella santa; que yo la lloraba con él, aunque sabía que estaba gozando ahora de la gloria... y que la

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