Emilia Pardo Bazán: Obra literaria completa. Emilia Pardo Bazán
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Descendía rápidamente el sol a su ocaso, caía sobre el jardín la sombra; Sardiola, el lebrel fidelísimo que había dado el ladrido de alarma, no estaba ya allí. Lucía miró en torno suyo con ojos vagos, y llevose las manos a la garganta oprimida. Después convirtió la vista a la fachada, cual si sus macizos muros pudiesen por mágico arte volverse cristal y trasparentar lo que en su interior guardaban. Quedose fascinada, sofocando un grito antes que naciera. La puerta del comedor estaba entornada. Cosa era esta que sucedía muchas tardes, siempre que al ama Engracia se le ocurría tomar el fresco un rato en el umbral charlando con Sardiola; pero en tal instante Lucía sintió que la puerta entreabierta la penetraba de terror glacial y de ardiente júbilo a un tiempo. Su cerebro, vacío de ideas, sólo encerraba un sonsonete monótono y cadencioso, repitiendo como la péndola de un horario: «Vino esta mañana, se va esta noche...» Y al fin la repetición la irritaba de tal manera, que sólo oía la palabra «noche, noche, noche», palabra que parecía vibrar, como esos puntos luminosos que se ven en las tinieblas, durante el insomnio, y que se acercan y se alejan, sin movimiento de traslación, por el mero sacudimiento de sus moléculas. Apretose las sienes como para detener la tenaz péndola, y lentamente, paso a paso, se encaminó al vestíbulo de casa de Artegui. Al poner el pie en el primer peldaño de la escalera, la música zumbadora de la sangre le cantaba en los oídos, como un coro de cien moscardones. Parece que le decía:
—No vayas, no vayas.
Y otra voz silbada y misteriosa, la voz del viento en las ramas secas del plátano, le murmuraba con prolongado susurro:
—Sube, sube, sube.
Subió. Al llegar al segundo peldaño tropezó pisándose el traje por delante, y sólo entonces echó de ver que su bata de merino negro, manchada por la asistencia, arrugada por las vigilias, era muy fea y de corte asaz descuidado. Vio, además, que tenía los puños de la chambra hechos un trapo, remojados de lágrimas, y la falda sembrada de hilitos de hacer labor. Se recorrió maquinalmente con ambas manos, sacudiendo los cabos de hilo, y estirose algo los puños, mientras llegaba a la puerta. En ésta vaciló aún; pero la media obscuridad que ya reinaba le dio ánimos. Empujó las hojas y hallose en una gran pieza lóbrega a la sazón, que no era sino el comedor, y por tener cubiertos los muros de una imitación del antiguo cuero cordobés, parecía harto más sombría, ayudando a ello los altos aparadores de roble esculpido, y sitiales de lo mismo.
—Éste es el comedor—dijo en voz alta Lucía.
Y miró hacia todas partes buscando la puerta. La cual estaba en el fondo, frontera a la que al jardín salía, y Lucía alzó el tupido cortinón y puso la trémula mano en el pestillo, saliendo a un corredor casi del todo tenebroso. Quedose sin respirar, y lo que es peor, sin saber adónde se encaminase, y entonces maldijo mil veces de su terquedad en no haber querido visitar antes la casa. De pronto oyó un ruido, unos tropezones sonoros, un choque de vajilla y loza.... El ama Engracia fregoteaba sin duda los platos en la cocina. ¿Cómo lo adivinó tan presto Lucía? El entendimiento se aguza en las horas críticas y extraordinarias. Guiada negativamente por el ruido, Lucía siguió andando en dirección opuesta, hacia el extremo del pasillo, en que reinaba el silencio. El piso alfombrado apagaba su andar, y con ambas manos extendidas palpaba las dos murallas buscando una puerta. Al fin, sintió ceder el muro, y, siempre con las manos delante, penetró en una estancia que le pareció chica, y donde al pasar tropezó en varios objetos, entre ellos unas barras de metal que se le figuraron de una cama. De allí pasó a otra habitación mucho mayor, todavía iluminada por un leve resto de luz diurna, que entraba por alta vidriera. Lucía no dudó ni un instante de su acierto: aquella cámara debía de ser la de Artegui. Había estanterías cargadas de volúmenes, preciosas pieles de animales arrojadas al desdén por la alfombra, un diván, una panoplia de ricas armas, algunas figuras anatómicas, enorme mesa escritorio con papeles en desorden, estatuas de tierra cocida y de bronce, y sobre el diván un retrato de mujer, cuyas facciones no se distinguían. Medio desmayada se dejó caer Lucía en el diván, cruzando ambas manos sobre el seno izquierdo, que levantaban los desordenados latidos del corazón, y diciendo en voz alta también:
—Aquí.
Estúvose así un rato, sin pensar, sin desear, entregada sólo al placer de hallarse allí, en donde moraba Artegui. La obscuridad crecía, y al fin viniera a ser completa si el resplandor de un reverbero fronterizo no se quebrase en los cristales de la ventana. La vista de la luz hizo saltar en el diván a Lucía.
—Es de noche—exclamó siempre en alto.
Atropelláronse en su mente mil pensamientos. De seguro que ya habrían preguntado en la fonda por ella. Puede que estuviese de vuelta el Padre Arrigoitia; y se volverían locos buscándola en el jardín, en su cuarto, en todas partes. No sabía ella misma por qué se acordaba antes del Padre Arrigoitia que de Miranda; pero es lo cierto que su temor principal era darse de manos a boca con el afable jesuita, que le diría sonriendo: «¿De dónde bueno, hija?» Hostigada por tales imaginaciones, se levantó tambaleándose, y diciendo entre dientes:
—No es justo que la muerta esté sola....
Y buscó la salida: pero de pronto se detuvo paralizada, como autómata a quien se acaba la cuerda.... Oyó pasos en el corredor, pasos que se acercaban, pasos fuertes y resueltos: no eran, no, los del ama Engracia. La puerta de la cámara grande se abrió, y entró una persona. Lucía se hallaba ya en la cámara chica, y se quedó detrás de la cortina. No estaba ésta corrida del todo. Por el resquicio vio que el recién llegado encendía un fósforo y después la bujía de un candelero; mas la luz sobraba, y ya, sin ella, había conocido a Artegui.
Ahora lo distinguía perfectamente; era él, pero aun más abatido y desmejorado que cuando por última vez lo vio; velaban su rostro tintas cárdenas, y la negra barba lo sumía en un cerco de sombra; sus ojos brillaban cual si tuviese calentura. Sentase al escritorio y escribió dos o tres cartas. Estaba frente por frente a Lucía y ella le devoraba con los ojos. A cada carta que cerraba Artegui, decíase:
—Ya le he visto; vámonos.
Y se quedaba. Por fin Artegui se levantó, e hizo una cosa rara; llegose al retrato colgado sobre el diván, y lo besó. Miró Lucía afanosamente a aquel lugar, y viendo un rostro de dama, pero parecido al de Artegui, murmuró:
—Su madre.
Tras de lo cual, el pesimista abrió un cajón de su mesa—escritorio, y sacó un objeto reluciente y prolongado, que reconoció con el mayor esmero.... Estaba absorto en su ocupación, cuando sintió que le asían del brazo con fuerza convulsiva, y vio ante sí a una mujer pálida, más pálida que él, ardientes y fijos los ojos como dos carbones encendidos, abierta la boca para hablar... pero muda, muda. Soltó la pistola, que cayó en la alfombra con ruido mate, y estrechó a la mujer.... Cedió el talle de ésta como una flor tronchada, y hallose con Lucía exánime en los brazos.
La colocó atónito en el diván, y trayendo de su cuarto de tocador un frasco de lavanda, se lo vertió entero por sienes y pulsos, rompiéndole al mismo tiempo los ojales de la bata, en la prisa con que quería aflojarle el corsé. Ni un momento le ocurrió llamar al ama Engracia; al contrario, murmuraba muy bajito:
—¿Lucía..., me oye usted? ¡Lucía.... Lucía..., soy yo, yo no más..., Lucía!
Ella abrió los ojos aun turbios y vagos, y contestó, muy quedo también, pero claro:
—Aquí estoy, Don Ignacio. ¿Dónde está usted?
—Aquí..., aquí mismo..., ¿no me ve usted?, aquí, a su lado....
—Sí,