Emilia Pardo Bazán: Obra literaria completa. Emilia Pardo Bazán

Чтение книги онлайн.

Читать онлайн книгу Emilia Pardo Bazán: Obra literaria completa - Emilia Pardo Bazán страница 48

Emilia Pardo Bazán: Obra literaria completa - Emilia Pardo Bazán biblioteca iberica

Скачать книгу

explicar, no puedo, Don Ignacio..., tengo así, la cabeza.... Como estaba usted aquí... quise verle... y yo decía: Pues he de verle.... No, yo no, lo decían cien mil pajaritos dentro de mí... Ellos lo dijeron. Y vine. No sé más.

      —Descanse usted—dijo con dulcísima voz Artegui, hablando blandamente, como se habla a los niños—. Apoye usted la cabeza en el almohadón... ¿Quiere usted té..., alguna cosa? ¿Se siente usted mejor?

      —No, descansar, descansar. Así... así...—Lucía cerró los ojos, y recostándose en el diván, calló. Artegui la miraba ansioso, dilatadas las pupilas, y estremecido aún de sorpresa y de asombro. Arreglole el descompuesto traje, y le puso a los pies un taburete, estirándole la bata de manera que se los tapase. Lucía seguía inmóvil, murmurando palabras en voz baja, divagando un poco aún, pero ya con más ilación, y discurso más claro.

      —Ni sé cómo llegué al cuarto... tenía miedo, mucho miedo de encontrar con alguien... con el ama Engracia... pero yo decía: adelante: Sardiola asegura que se marcha hoy... y si se marcha... tú también te irás a León... y ya, en toda la vida, y en la eternidad, Lucía, como no le veas en el cielo, no sé yo dónde le verás.... Cuando uno piensa cosas así tiene un valor... yo temblaba, temblaba como un azogado: puede que haya roto algo en el cuartito chico... lo sentiría... y también sentiré que afeen mi conducta el Padre Urtazu y el Padre Arrigoitia... la afearán, sí que la afearán... yo les diré que sólo quería verle un minuto... como le daba la luz en la cara, le vi muy bien: está tan descolorido... ¡siempre descolorido! También Pilar lo está... y yo... y todos... y el mundo, sí, el mundo se ha puesto de un color, que... antes era rosa y azul celeste... pero ahora... bueno, pues como quería verle, entré.... El comedor es grande. El ama Engracia lavaba la vajilla.... Bien que corrí. Casualidad fue acertar con su cuarto. Es un cuarto muy bonito. Tiene el retrato de su madre: ¡pobre señora! Duhamel es un gran médico, pero hay males que sólo se curan, digo yo... en el hoyo. Allí todo se cura. Qué bien se debe estar allí... y aquí también. Se está muy bien... dan ganas de dormir, porque....

      —Duerme, Lucía, mi alma y mi vida—murmuró apasionada y vibrante voz—. Duerme, a mi amparo y no temas. Duerme: ni en el lecho de tu infancia, velada por tu madre, dormiste más segura. Que vengan, que vengan a buscarte aquí.

      Como cierva herida a traición por una saeta, brincó Lucía al sonido de aquellas palabras, y abriendo los ojos y pasándose la mano por la frente, quedose de pie ante Artegui, mirando a todos lados, encendidas por súbito rubor las mejillas y clara ya la mirada y el entendimiento.

      —Pero...—exclamó con tono diferente—yo aquí... sí, ya sé por qué vine, y a qué vine, y cuándo... y ya recuerdo también.... ¡Ah, Don Ignacio, Don Ignacio! se asombrará usted y con razón de haberme hallado cuando menos lo pensaba.... ¡En qué instante entré! Gracias, Virgen y madre mía; ya tengo mis cinco sentidos y mi juicio cabal, y puedo echarme a los pies de usted, Don Ignacio, y decirle: por Dios señor, por la memoria de su señora madre, que está en el cielo, por.... ¡no sé por qué! Por todo, no vuelva usted.... ¡Prométame que no volverá a idear quitarse la vida, que puede emplearla tan bien!... Si yo supiese de discursos, y fuese sabia como el Padre Urtazu, lo diría mejor, pero usted me entiende.... ¿verdad que sí? Prométame usted... no volver... no volver....

      Y Lucía, desgreñada, patética, hermosa, se arrojó a los pies de Artegui, y abrazó sus rodillas, y se arrastró en la alfombra. A duras penas la alzó el pesimista.

      —Usted sabe—dijo confuso—que yo estimaba poco la vida... digo más, que la aborrecía desde que llegué a entender su vacuidad y cuán inútil carga es para el hombre... y ahora, muerta mi madre y sin tener a nadie que sintiera mi falta....

      Dos arroyos de llanto y el anhelar de un pecho fueron la respuesta. Artegui subió a Lucía en vilo al diván y se sentó a su lado.

      —No llores—dijo apeándole otra vez el tratamiento—, no llores, regocijate, porque has vencido. ¡Qué mucho, si representas la ilusión más cara al hombre, la ilusión única que vale cien realidades, la ilusión que sólo se disipa en el regazo de la muerte! ¡La más tenaz e invencible de cuantas la naturaleza dispone para adherirnos a la vida y conservar nuestra especie! Escúchame. No quiero decirte que tú eres para mí la felicidad, porque la felicidad no existe y yo no he de engañarte, pero lo que sí te afirmo es que por ti puede ser digno de un espíritu noble preferir la vida a la muerte. Entre los engaños que a la tierra nos apegan, uno hay que ilude más dulcemente con mieles suavísimas, con regalos tan inefables y embriagadores, que es lícito al hombre entregarse a un bien que, con ser fingido, así embellece y dora la existencia. Óyeme, óyeme. Huí siempre de las mujeres, porque, conocedor del triste misterio del inundo, del mal transcendente de la vida, no quería apegarme por ellas a esta tierra mísera, ni dar el ser a criaturas que heredasen el sufrimiento, único legado que todo ser humano tiene certeza de transmitir a sus hijos.... Sí, yo consideraba que era un deber de conciencia obrar así, disminuir la suma de dolores y males; cuando pensaba en esta suma enorme, maldecía al sol que engendra en la tierra la vida y el sufrimiento, las estrellas que sólo son orbes de miseria, el mundo este, que es el presidio donde nuestra condena se cumple, y por fin, el amor, el amor que sostiene y conserva y perpetúa la desdicha, rompiendo, para eternizarla, el reposo sacro de la nada... ¡La nada!, la nada era el puerto de salvación a que mi combatido espíritu quiso arribar.... La nada, la desaparición, la absorción en el Universo, disolución para el cuerpo, paz y silencio eterno para el espíritu.... Si yo tuviese fe, ¡qué hermosísimo y atractivo y dulce me parecería el claustro! Ni voluntad, ni deseo, ni sentidos, ni pasiones... un sayal, un muerto ambulante debajo.... Pero....

      Artegui se inclinó a Lucía con inquietud.

      —¿Me comprendes?—interrogó de pronto.

      —Sí, sí...—dijo ella, y su cuerpo temblaba.

      —Pero... pero te vi...—continuó Artegui—. Te vi por casualidad, y por azar también, y sin que de mí dependiese, estuve a tu lado algún tiempo, respiré tu aliento, y sin querer... sin querer... comprendí que.... No quise confesarme a mí mismo tu victoria, ni la conocí hasta que te dejé en ajenos brazos.... ¡Oh! ¡Cómo maldije mi necedad en no haberte llevado conmigo entonces! Cuando recibí tu carta de pésame, estuve a dos dedos de ir a buscarte....

      Artegui hizo breve pausa.

      —Tú fuiste la ilusión.... Sí, por ti hizo otra vez presa en mi alma la naturaleza inexorable y tenaz.... Fui vencido.... No era posible ya obtener la quietud de ánimo, el anonadamiento, la perfecta y contemplativa tranquilidad a que aspiraba... por eso quise poner fin a mi vida, cada vez más insufrible....

      Interrumpiose de nuevo, y añadió, viendo que Lucía callaba:

      —Quizá no me comprendas bien.... Son cosas, aunque tan ciertas, obscuras para quien por vez primera las oye.... Pero me entenderás si te digo llanamente que no moriré, porque te quiero, y me quieres, y ahora, suceda lo que suceda, vivo.

      Dijo esto con ímpetu más violento aún que amoroso, y echó sus brazos al cuello de Lucía, y arrimola a sí con fuerza sobrehumana. Creyó ella sentir dos tenazas dulcísimas de fuego que la derretían y abrasaban toda, y reuniendo su vigor nervioso, se desprendió de ellas, quedándose trémula y erguida ante el pesimista. Su alta estatura, su ademán de indignación suprema, la asemejaran a bello mármol antiguo, si la bata de merino negro no borrase la clásica semejanza.

      —Don Ignacio—balbucía la leonesa—usted se engaña, se engaña.... Yo no le quiero a usted... es decir, de ese modo, no, nunca.

      —Atrévete a jurarlo—rugió él.

      —No... no, me basta decirlo—replicó Lucía con

Скачать книгу