Emilia Pardo Bazán: Obra literaria completa. Emilia Pardo Bazán

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mismo de las cosas, y vino a mí, sin ser llamado, por su propio impulso. Al artista que sólo aspiraba retratar el aspecto pintoresco y característico de una capa social , se le presentó por añadidura la moraleja, y sería tan sistemático rechazarla como haberla buscado. Porque no necesité agrupar sucesos, ni violentar sus consecuencias, ni desviarme de la realidad concreta y positiva, para tropezar con pruebas de que es absurdo el que un pueblo cifre sus esperanzas de redención y ventura en formas de gobierno que desconoce, y a las cuales por lo mismo atribuye prodigiosas virtudes y maravillosos efectos. Como la raza latina practica mucho este género de culto fetichista e idolátrico, opino que si escritores de más talento que yo lo combatiesen, prestarían señalado servicio a la patria.

      Y vamos a otra cosa. Tal vez no falte quien me acuse de haber pintado al pueblo con crudeza naturalista. Responderé que si nuestro pueblo fuese igual al que describiesen Goncourt y Zola, yo podría meditar profundamente en la conveniencia o inconveniencia de retratarlo; pero resuelta a ello, nunca seguiría la escuela idealista de Trueba y de la insigne Fernán, que riñe con mis principios artísticos. Lícito es callar, pero no fingir. Afortunadamente, el pueblo que copiamos los que vivimos del lado acá del Pirene no se parece todavía, en buen hora lo digamos, al del lado allá. Sin adolecer de optimista, puedo afirmar que la parte del pueblo que vi de cerca cuando tracé estos estudios, me sorprendió gratamente con las cualidades y virtudes que, a manera de agrestes renuevos de inculta planta, brotaban de él ante mis ojos. El método de análisis implacable que nos impone el arte moderno me ayudó a comprobar el calor de corazón, la generosidad viva, la caridad inagotable y fácil, la religiosidad sincera, el recto sentir que abunda en nuestro pueblo, mezclado con mil flaquezas, miserias y preocupaciones que a primera vista lo oscurecen. Ojalá pudiese yo, sin caer en falso idealismo, patentizar esta belleza recóndita.

      No, los tipos del pueblo español en general, y de la costa cantábrica en particular, no son aún—salvas fenomenales excepciones—los que se describen con terrible verdad en L’Assommoir, Germinie Lacerteux y otras obras, donde parece que el novelista nos descubre las abominaciones monstruosas de la Roma pagana, que unidas a la barbarie más grosera, retoñan en el corazón de la Europa cristiana y civilizada. Y ya que por dicha nuestra las faltas del pueblo que conocemos no rebasan de aquel límite a que raras veces deja de llegar la flaca decaída condición del hombre, pintémosle, si podemos, tal cual es, huyendo del patriarcalismo de Trueba como del socialismo humanitario de Sue, y del método de cuantos, trocando los frenos, atribuyen a Calibán las seductoras gracias de Ariel.

      En abono de La Tribuna quiero añadir que los maestros Galdós y Pereda abrieron camino a la licencia que me tomo de hacer hablar a mis personajes como realmente se habla en la región de donde los saqué. Pérez Galdós, admitiendo en su Desheredada el lenguaje de los barrios bajos; Pereda, sentenciando a muerte a las zagalejas de porcelana y a los pastorcillos de égloga, señalaron rumbos de los cuales no es permitido apartarse ya. Y si yo debiese a Dios las facultades de alguno de los ilustres narradores cuyo ejemplo invoco, ¡cuánto gozarías, oh lector discreto, al dejar los trillados caminos de la retórica novelesca diaria para beber en el vivo manantial de las expresiones populares, incorrectas y desaliñadas, pero frescas, enérgicas y donosas!

      Queda adiós, lector, y ojalá te merezca este libro la misma acogida que Un viaje de novios . Tu aplauso me sostendrá en la difícil vía de la observación, donde no todo son flores para un alma compasiva.

      EmilIA Pardo Bazán

      Granja de Meirás, octubre de 1882.

       —I— Barquillos

      Comenzaba a amanecer, pero las primeras y vagas luces del alba a duras penas lograban colarse por las tortuosas curvas de la calle de los Gastros, cuando el señor Rosendo, el barquillero que disfrutaba de más parroquia y popularidad en Marineda, se asomó, abriendo a bostezos, a la puerta de su mezquino cuarto bajo. Vestía el madrugador un desteñido pantalón grancé, reliquia bélica, y estaba en mangas de camisa. Miró al poco cielo que blanqueaba por entre los tejados, y se volvió a su cocinilla, encendiendo un candil y colgándolo del estribadero de la chimenea. Trajo del portal un brazado de astillas de pino, y sobre la piedra del fogón las dispuso artísticamente en pirámide, cebada por su base con virutas, a fin de conseguir una hoguera intensa y flameante. Tomó del vasar un tarterón, en el cual vació cucuruchos de harina y azúcar, derramó agua, cascó huevos y espolvoreó canela. Terminadas estas operaciones preliminares, estremeciose de frío—porque la puerta había quedado de par en par, sin que en cerrarla pensase y descargó en el tabique dos formidables puñadas.

      Al punto salió rápidamente del dormitorio o cuchitril contiguo una mozuela de hasta trece años, desgreñada, con el cierto andar de quien acaba de despertarse bruscamente, sin más atavíos que una enagua de lienzo y un justillo de dril, que adhería a su busto, anguloso aún, la camisa de estopa. Ni miró la muchacha al señor Rosendo, ni le dio los buenos días; atontada con el sueño y herida por el fresco matinal que le mordía la epidermis, fue a dejarse caer en una silleta, y mientras el barquillero encendía estrepitosamente fósforos y los aplicaba a las virutas, la chiquilla se puso a frotar con una piel de gamuza el enorme cañuto de hojalata donde se almacenaban los barquillos.

      Instalose el señor Rosendo en su alto trípode de madera ante la llama chisporroteadora y crepitante ya, y metiendo en el fuego las magnas tenazas, dio principio a la operación. Tenía a su derecha el barreño del amohado, en el cual mojaba el cargador, especie de palillo grueso; y extendiendo una leve capa de líquido sobre la cara interior de los candentes hierros, apresurábase a envolverla en el molde con su dedo pulgar, que a fuerza de repetir este acto se había convertido en una callosidad tostada, sin uña, sin yema y sin forma casi. Los barquillos, dorados y tibios, caían en el regazo de la muchacha, que los iba introduciendo unos en otros a guisa de tubos de catalejo, y colocándolos simétricamente en el fondo del cañuto; labor que se ejecutaba en silencio, sin que se oyese más rumor que el crujir de la leña, el rítmico chirrido de las tenazas al abrir y cerrar sus fauces de hierro, el seco choque de los crocantes barquillos al tropezarse, y el silbo del amohado al evaporar su humedad sobre la ardiente placa. La luz del candil y los reflejos de la lumbre arrancaban destellos a la hojalata limpia, al barro vidriado de las cazuelas del vasar, y la temperatura se suavizaba, se elevaba, hasta el extremo de que el señor Rosendo se quitase la gorra con visera de hule, descubriendo la calva sudorosa, y la niña echase atrás con el dorso de la mano sus indómitas guedejas que la sofocaban.

      Entre tanto, el sol, campante ya en los cielos, se empeñaba en cernir alguna claridad al través de los vidrios verdosos y puercos del ventanillo que tenía obligación de alumbrar la cocina. Sacudía el sueño la calle de los Castros, y mujeres en trenza y en cabello, cuando no en refajo y chancletas, pasaban apresuradas, cuál en busca de agua, cuál a comprar provisiones a los vecinos mercados; oíanse llantos de chiquillos, ladridos de perros; una gallina cloqueó; el canario de la barbería de enfrente redobló trinando como un loco. De tiempo en tiempo la niña del barquillero lanzaba codiciosas ojeadas a la calle. ¡Cuándo sería Dios servido de disponer que ella abandonase la dura silla, y pudiese asomarse a la puerta, que no es mucho pedir! Pronto darían las nueve, y de los seis mil barquillos que admitía la caja sólo estaban hechos cuatro mil y pico. Y la muchacha se desperezó maquinalmente. Es que desde algunos meses acá bien poco le lucía el trabajo a su padre. Antes despachaba más.

      El que viese aquellos cañutos dorados, ligeros y deleznables como las ilusiones de la niñez, no podía figurarse el trabajo ímprobo que representaba su elaboración. Mejor fuera manejar la azada o el pico que abrir y cerrar sin tregua las tenazas abrasadoras, que además de quemar los dedos, la mano y el brazo, cansaban dolorosamente los músculos del hombro y del cuello. La mirada, siempre fija en la llama, se fatigaba; la vista disminuía; el espinazo, encorvado de continuo, llevaba, a puros esguinces, la cuenta de los barquillos que salían del molde. ¡Y ningún día de descanso! No pueden los barquillos hacerse de víspera; si han de gustar

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