Truman Capote. Liliane Kerjan
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Al final del verano, en cuanto Truman supo que se iría con su madre a Nueva York, se empeñó en celebrar su partida con una fiesta. Había ganado confianza en sí mismo y sugirió ideas que tenían el tono de la burguesía comerciante rural y establecida: decidió organizar un baile de disfraces. Interpretaría ya uno de sus mejores personajes: el de maestro de ceremonias y placeres. Quería que la fiesta fuera grandiosa y la preparó con varias semanas de anticipación para garantizar su éxito. Se realizó un viernes a la noche: había –novedad costosa– vasos de cartón para la limonada y los jugos de frutas. El joven anfitrión había ideado decenas de juegos para los niños, en los que había que hundir las manos en una caja para adivinar qué había en el interior: una tortuga, un plumero, frutas maduras aplastadas. En el patio, estaba el Ford Trimotor de Truman, un avión a pedales que se deslizaba por un plano inclinado a toda velocidad, causando una gran excitación en su tripulante de turno.
La cocinera negra, llamada tía Lizzie, había horneado una gran cantidad de pasteles y Sook preparó ponche en una jarra de cristal, porque Jennie había invitado a sus vecinos y sus mejores clientes, notables o propietarios de la ciudad y alrededores. Incluso había contratado a algunas personas para que se ocuparan de los juegos de los niños, entre ellos, un negro al que Truman hizo vestir de blanco y con un sombrero confeccionado por Jennie. Pero el sheriff se enteró de los preparativos de la fiesta y fue a alertarlos: el Ku Klux Klan, que se encontraba en su apogeo en ese comienzo de los años treinta, estaba vigilando, sus miembros habían hecho una reunión y organizaban para esa noche un desfile en la avenida de Alabama. Muy digna, Jennie lo tranquilizó: no habría ninguna mascarada en su casa. Luego fue a preparar sus mesas de juegos para los adultos y los discos para el gramófono a manivela. Sin embargo, había que tomar en serio la advertencia, porque el Klan, fundado por seis ex soldados de la Confederación el día de Navidad de 1865 en Pulaski, Tennessee, había resurgido con fuerza en esos años en el Sur, sobre todo en las pequeñas ciudades rurales. En 1920, contaba con 4.500.000 afiliados, que usaban largas túnicas blancas y altas capuchas que les ocultaban el rostro, y sembraban el terror entre los negros. El Klan actuaba de noche, practicaba un racismo virulento y usaba métodos brutales –linchamientos, secuestros, torturas– para restablecer la “supremacía blanca”. Jennie, una mujer juiciosa, sabía que todo el mundo temía las cruces encendidas, las horcas y las hogueras del Klan, que solía ejecutar a quienes se resistían a sus humillaciones.
La noche de la fiesta, Truman estaba disfrazado de Fu Manchú. Tenía la cara amarilla, un bonete, una trenza de crin de caballo, una chaqueta de cuello cerrado y una camisa amplia que flotaba sobre su pantalón. Empezó el baile: había muchos invitados y la música animaba el jardín. Fue un éxito: un éxito magnífico que volvería a la memoria de Truman –en plena gloria– cuando, en noviembre de 1966, organizó el famoso Baile en Blanco y Negro en el Hotel Plaza de Manhattan.
Pero de pronto, se produjo el pánico. El Klan, creyendo desenmascarar a un negro disfrazado, atrapó a uno de los invitados, vestido de robot, en el jardín del vecino, Mr. Lee, con el propósito de colgarlo. Mr. Lee intervino audazmente para rescatarlo. Le quitó la ropa y todo el mundo lo reconoció: era Sonny Boular, un vecino blanco, torpe y tímido, que estaba muerto de miedo bajo sus adornos de cartón. Así fue como el Klan cometió un error frente a los invitados de Jennie y Truman: todos ellos personajes poderosos de Monroeville que habían acudido en masa a la fiesta. El Klan apagó sus antorchas, sus miembros se dispersaron y huyeron, confundidos. Truman estaba exultante, orgulloso de haber provocado en su fiesta de despedida, así lo pensaba, nada menos que el suicidio del Klan.
Aunque la partida de Alabama marcó el final de una época, Truman volvió allí. Siempre conservó su acento sureño, y cuando se sentía deprimido, su espíritu viajaba a los jardines de las tías Jennie, Sook y Mary Ida. La “granja Carter”, con sus paisajes cambiantes según las estaciones, sus viejas historias de los tiempos antiguos y sus leyendas, se convirtió incluso en el ambiente fantástico de su primera novela, Otras voces, otros ámbitos, que en 1948 entusiasmó a críticos y lectores: uno de ellos, William Faulkner, nacido en 1897 en Misisipi, había deslumbrado a su público con una obra maestra de la literatura del Sur, Luz de agosto, publicada en 1932. Del pequeño escritorio en el que ya había escrito tanto –relatos de aventuras, historias policiales, cuentos de ex esclavos o de veteranos de la Guerra de Secesión, sketches cómicos–, Truman no conservaría una nostalgia sino una destreza, sumada a una verdadera confianza en sí mismo:
Empecé a escribir a los ocho años, de improviso, sin inspirarme en ningún ejemplo. Nunca había conocido a nadie que escribiera. Incluso conocía a muy poca gente que leyera. Pero el hecho es que las únicas cuatro actividades que me interesaban eran las siguientes: leer libros, ir al cine, bailar tap y dibujar. Entonces, un día empecé a escribir, sin saber que me encadenaba de por vida a un amo muy noble pero implacable. Cuando Dios nos entrega un don, también nos entrega un látigo; y el látigo únicamente sirve para autoflagelarse (Prefacio de Música para camaleones).
El aleteo del cóndor
En octubre, Truman partió hacia Nueva York en un bus de la compañía Greyhound. Usaría ese recuerdo en Plegarias atendidas: “En mi maleta, casi nada: ropa interior, camisas, artículos de tocador y muchos anotadores, en los que había garabateado poemas y algunos relatos cortos”. ¡Al final del camino, quedó deslumbrado! Recordaría toda su vida esa luz del sol otoñal de Manhattan a su llegada. Fue un flechazo, el comienzo de un amor que duraría para siempre. Porque a pesar de que vivió a veces en otros sitios, Nueva York sería siempre su verdadero lugar, donde le gustaba caminar deteniéndose en las esquinas para ver deambular a los transeúntes, donde nunca anochecía en Broadway, donde la luz del día se doraba con el crepúsculo, y a la noche se volvía blanca, como el rostro de los soñadores.
Lillie Mae tenía grandes ambiciones para su hijo y no escatimó en gastos: inscribió a Truman, el pequeño provinciano, en la famosa Trinity School, adscripta a la Iglesia episcopal, en la que se comenzaba el día con plegarias, de rodillas los viernes, y que imponía la comunión en los días sagrados. Era un establecimiento muy solicitado, con cuotas elevadas, que tenía alrededor de cuatrocientos alumnos repartidos en tres niveles: maternal, primaria y secundaria. Había pocos niños por clase y el recién llegado que venía del Sur profundo se destacó desde el principio. Muy dotado en el gimnasio, hacía las vueltas de carnero a gran velocidad, girando como un sol, y bailaba muy bien, sin hablar de que gracias al invierno de Nueva York descubrió el patinaje artístico, en el que muy pronto se distinguió con sus figuras y secuencias rápidas. La pista de patinaje de Gay Blades, en el West Side, se convirtió en uno de sus lugares favoritos. Para algunos, Truman era realmente la mascota de la clase. Sin embargo, también podía sorprender a sus compañeros pataleando y vociferando en la puerta del despacho del director, en un día de grandes contrariedades. Truman daba espectáculos.
En el verano de 1933, la familia Capote se mudó del barrio de Brooklyn a un hermoso apartamento antiguo sobre Riverside