Truman Capote. Liliane Kerjan
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Mis tareas literarias ocupaban todo mi tiempo: el aprendizaje en el altar de la técnica, de la destreza, las diabólicas complejidades de separar los párrafos, la puntuación, el lugar del diálogo. Sin hablar del plan general, del gran arco exigente que va del medio al comienzo y al final. Hay que aprender tanto, y de tantas fuentes: no solo de los libros, sino de la música, de la pintura y hasta de la simple observación diaria.
De hecho, mis textos más interesantes de aquellos días fueron simples observaciones diarias que anotaba en mi diario. Descripciones de un vecino. Largas transcripciones de conversaciones que oía. Habladurías locales. Una especie de crónica, un estilo de “ver” y “oír” que más tarde influyó seriamente en mí, aunque en esa época no era consciente de ello, porque todos mis escritos “terminados”, los que pulía y mecanografiaba cuidadosamente, pertenecían más o menos a la ficción. (Prefacio a Música para camaleones).
En 1939, los Capote se mudaron de Manhattan a Connecticut. Vivían en el barrio de Greenwich, Millbrook, en Orchard Drive. Era un enclave en medio del bosque con un centenar de bellas propiedades construidas en estilo Tudor, sobre un dominio que incluía dos grandes lagos en los que se navegaba en verano y se patinaba en invierno y un country club para los residentes. El dominio estaba cerrado y un guardián custodiaba el gran portón con columnatas: ya se había instalado el fenómeno de los barrios cerrados, reservados para la gente acaudalada. Las parejas hacían fiestas a la noche, cuando volvían los maridos que trabajaban en Nueva York: se aturdían, bebían mucho. Estaban en familia: todo el mundo se conocía. Nina, con su espíritu gregario, organizaba veladas. En Halloween, por ejemplo, en una hermosa noche de luna llena, los jóvenes realizaron una búsqueda del tesoro: fueron de casa en casa, en pequeños grupos, para encontrar los objetos anotados en su lista. Luego regresaron a la casa de Nina y bailaron hasta el alba: los jóvenes vestidos con traje y corbata, y las muchachas, de falda. Se divertían en un clima familiar y amable, entre personas del mismo ambiente.
Truman nunca pasaba inadvertido. Con su voz aguda como un ave del paraíso, patinador virtuoso, procedente de Manhattan, pronto adquirió ascendiente sobre una banda de pillos maliciosos, porque como antes en la granja, sabía organizar diversiones y fiestas. Además, la revista literaria de Trinity School empezó a publicar sus textos, notables para un jovencito de su edad. Se despertaron en él fuertes admiraciones literarias: Poe, Stevenson y Dickens en la escuela, entusiasmos pasajeros, sin embargo, que pronto dieron lugar a pasiones más constantes: Austen, Turguéniev y Chejov. Entre los norteamericanos, Capote admiraba a Henry James y Willa Cather, dos orfebres del estilo y del punto de vista narrativo. En esa época, estuvo muy ligado a la alegre Phoebe Pierce, con quien se entendía tan bien que rápidamente le pidió matrimonio. Cada uno viviría su vida, le dijo Truman, que pronto conoció el gran amor con el joven más apuesto del colegio. Phoebe no entendía el futuro de ese modo, pero eso no les impidió soñar con abandonar juntos Greenwich para establecerse en Manhattan, que era para ellos el lugar mágico por excelencia. Leían a los autores ingleses que sorprendían por su audacia de vida y de estilo, como Wilde y Saki, compraban The New Yorker y se apasionaban por la poesía. Preparaban juntos escapadas secretas para los fines de semana: iban a las discotecas de los alrededores, a New Rochelle o a Stamford, e incluso llegaban hasta Manhattan cuando habían ahorrado lo suficiente. Frecuentaban los cabarets y los clubes de jazz donde actuaban Lionel Hampton y Billie Holiday: una voz desgarradora, un bello rostro marrón con ojos indios, Billie, la mujer de satén que cantaba “Never had no kissin’… Oh, what I’ve been missing… Lover Man, oh, where can you be?”... Los dos adolescentes sonreían, cómplices, cuando Billie empezaba “Moonlight in Vermont”. Phoebe y Truman se atrevían a ir a veces a lugares prestigiosos, como el Stork Club o El Morocco, para los que había que usar ropa de cóctel negra. Truman conocía un poco porque ya había estado allí con Nina y Joe, y llevó a Phoebe. Ambos eran extraordinarios bailarines: todos los miraban en la pista y el establecimiento les regalaba las consumiciones y, a veces, incluso la cena. Truman era incomparable para los ritmos latino-norteamericanos. Le encantaban las banquetas rayadas y el ambiente de El Morocco, que frecuentó durante más de treinta años ¡y al que más tarde, invitaría a bailar a Marilyn Monroe! Pero ahora, pronto debería correr a la estación Grand Central para regresar con el último tren, a la medianoche. Risas en el cine Pickwick de Greenwich, en Boston Road, donde imitaban los diálogos durante la proyección. Más risas cuando Truman invitaba a toda la pandilla a su casa para fumar los habanos de Joe Capote y beber los licores de Nina escuchando la música de moda. A Truman le gustaba hacer payasadas: una noche empezó a pedirles un penny a los transeúntes con un pretexto virtuoso, y luego, con los bolsillos llenos, les pagó consumiciones a sus amiguitas. Nunca le faltó imaginación para dirigir a los demás. Phoebe Pierce y Truman Capote fueron inseparables en aquellos años de Greenwich. Eran dos solitarios que se querían como hermano y hermana: Phoebe flirteaba con otros muchachos y Truman también.
Inscripto en la Greenwich High School, el adolescente decidió focalizar realmente toda la atención, captar la luz. No tenía ninguna duda: sería escritor. Por eso, empezó a actuar a su antojo: estudiaba a fondo las materias que le gustaban, descuidaba el resto, inventaba pretextos para justificar sus retrasos e incluso sus faltas. Era nulo en álgebra, flojo en idiomas: se concentraba en la escritura. Pronto le llamó la atención a su profesora de Literatura, Miss Catherine Wood, una solterona de rostro anguloso y cabellos grises. Era una fina pedagoga y sus alumnos la querían. Miss Wood descubrió los dones de Truman y decidió ocuparse de él. Le preparó un programa especial, le inculcó la gramática, la sintaxis, las estructuras de la poesía. Le enseñaba después de clase, lo alentaba, intercedía por él ante su colega de álgebra, que le ponía malas notas. Incluso llegó a ir a la casa de los Capote para reprender a Nina, que decididamente no comprendía los gustos de su hijo, y para defenderlo ante ella, para que tomara conciencia de las condiciones excepcionales de su hijo. Al final de la conversación, le predijo a su madre que Truman se haría famoso. Sin duda alguna, la anciana dama de los collares de perlas, que conversaba con Truman como si fuera un adulto y le prestaba libros, cambió la vida del joven. El salvaje de las letras se ejercitaba bajo la mirada amable pero rigurosa de una educadora fuera de serie, que transformaría a ese niño precoz en un consumado escritor. El 26 de julio de 1941, Truman le escribió desde Monroeville, Alabama:
Querida Miss Wood,
Pasé tres semanas en Nueva Orleans y volví a Monroeville ayer a la noche. Fue una agradable sorpresa para mí encontrar su cariñoso mensaje. Lamento mucho lo de su padre y espero que se mejore […].
¡Me he vuelto ruso con una venganza! Terminé finalmente Guerra y paz. También leí Contrapunto de Huxley. Está muy mal escrito, no tan mal escrito como confuso. Pero sirve para aprender hasta dónde puede llegar la sofisticación ultramoderna.
Atravesé los pantanos del río Pearl, en Luisiana. Me llevó tres días y fue como estar en una jungla, pero mucho más peligroso. Esos pantanos están habitados por cajunes (espero haberlo escrito correctamente) ¡y todo es tan salvaje allí que algunos niños jamás habían visto un blanco! Fue realmente una gran experiencia y recogí toda clase de materiales y flores silvestres, e incluso un caimán bebé que le enviaré a usted contra reembolso, si lo desea. ¡Es un pequeño monstruo!
Escríbame. Con todo mi amor.
Truman
(Un placer fugaz - Correspondencia)
Truman le agradecía así sus consejos. Durante toda su carrera, le envió sus libros, humilde y fiel, y se mantuvo en contacto con ella, hasta el punto de que “Woody” estuvo entre los invitados prestigiosos en el famoso Baile en Blanco y Negro que dio en el Plaza, unos treinta años más tarde.
Finalmente,