E-Pack Jazmín B&B 2. Varias Autoras

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Densmore había funcionado. Al cabo de unos minutos salió del lavadero, roja de vergüenza o de ira, y no le dirigió la palabra ni la miró. Y así siguió hasta la hora de la cena, en la que sirvió un guiso mexicano tan delicioso que Sierra repitió.

      Se había sorprendido cuando Coop la invitó a cenar con él en el comedor, pues había supuesto que la trataría como a cualquier otra empleada y que comería en la cocina con las niñas. Porque seguro que él no quería que dos bebés le molestaran durante la comida. Pero Coop había insistido. Así que ella se sentó en un extremo de la mesa con Ivy en su trona y él lo hizo en el otro con Fern, a la que iba dando de comer al mismo tiempo que él comía. Cuando la niña comenzó a negarse a comer más, Sierra se ofreció a hacerse cargo de ella, pero él se negó, le limpió la cara y se la sentó en el regazo mientras terminaba de comer.

      Después de cenar, él encendió la televisión en el salón, se tumbó en el suelo y estuvo jugando con las niñas mientras ella, sentada en el sofá, se sentía excluida.

      Era evidente que las niñas lo adoraban, lo cual la asustaba mucho. Y no porque pensara que le fueran a querer más que a ella, sino porque creía que él se aburriría y se cansaría de hacer de padre. Todavía no se había recuperado del impacto de la muerte de su hermano, pero eso pasaría y volvería a salir de juerga y a perseguir a las mujeres. Y, cuando lo hiciera, ella estaría allí para ofrecer a las niñas la estabilidad que necesitaban. Ella sería la persona en quien podrían confiar.

      A la hora de acostarlas, Coop la ayudó a ponerles el pijama. Les dio un beso de buenas noches y las metieron en las cunas.

      Al salir, Sierra agarró la ropa sucia y apagó la luz.

      –Voy a meterla en la lavadora.

      –No tienes que lavar la ropa de las niñas. Déjasela a la señora Densmore.

      –No me importa. También quiero lavar algunas cosas mías, a no ser que prefieras que lave la ropa de las niñas por separado.

      Él la miró confuso.

      –¿Por qué iba a preferirlo?

      –Hay personas muy quisquillosas con la forma de lavar la ropa de sus hijos.

      –Pues yo no lo soy.

      Sierra metió la ropa en la lavadora y observó que el lavadero estaba escrupulosamente limpio por obra de la señora Densmore. No había ni una mota de polvo, como tampoco la había en la casa.

      Abrió el armario para sacar el detergente y el suavizante, los echó en la lavadora y la puso. Al guardarlos, dejó los envases mal colocados a propósito mientras sonreía.

      Al salir vio que Coop estaba sentado en un taburete junto a la encimera central con dos copas de vino tinto. Le acercó el otro taburete con el pie.

      –Ven a relajarte. Esta noche me apetecía tinto. Espero que te guste.

      Sierra había supuesto que lo de tomar vino juntos no volvería a repetirse.

      –No tienes que ofrecerme vino todas las noches.

      –Ya lo sé.

      No estaba segura de que le gustara la idea de que aquello se convirtiera en una costumbre. Y no porque le importara relajarse tomándose una copa de vino al final del día. Lo que la ponía un poco nerviosa era la compañía, sobre todo cuando él estaba sentado tan cerca. La noche anterior había pensado que se abalanzaría sobre ella, cosa que no había hecho, desde luego. Se había portado como un perfecto caballero.

      –¿Nos sentamos en el salón? –propuso ella.

      –Claro.

      Lo que ella preferiría sería llevarse la copa a su habitación y acurrucarse en la cama a leer una novela de misterio, pero no quería ser grosera.

      Él se sentó en una silla al lado de la ventana y Sierra lo hizo en una esquina del sofá. Él estaba a unos metros de ella. Entonces, ¿por qué se palpaba la tensión en el ambiente? ¿Y por qué no podía dejar de mirarlo?

      Coop bebió un sorbo de vino y se apoyó la copa en el estómago, tan fuerte y perfecto como el resto de su cuerpo, sosteniéndola con las manos.

      –¿Qué te parece el vino?

      Ella dio un sorbo. No entendía de vinos, pero le gustó mucho.

      –Me gusta. Parece caro.

      –Lo es. Pero ¿qué sentido tiene poseer mucho dinero si no puedo disfrutar de lo mejor? Lo que me recuerda que hoy he hablado con el decorador. Tiene otro proyecto entre manos, por lo que no podrá verte hasta dentro de tres semanas. Si te parece que es demasiado tarde, puedo buscar a otra persona.

      –No tengo prisa.

      –¿Estás segura?

      –Segurísima, pero gracias por querer que me sienta cómoda –aunque la realidad era que no pisaba su habitación salvo para dormir.

      –Quería haberte preguntado ayer por tu padre. Dijiste que lo ibas a cambiar de residencia.

      –El sábado por la mañana, una ambulancia lo llevará a la nueva.

      –¿Tienes que estar allí?

      Aunque tuviera que hacerlo, debía estar con las niñas.

      –Está en buenas manos. Iré a verlo el domingo, en mi tiempo libre.

      –No tienes que esperar a que sea domingo para verlo. Puedes hacerlo cuando quieras. No me importa que te lleves a las niñas.

      –Pero va a estar en Jersey. No tengo coche y llevarlas en tren o en autobús puede ser una pesadilla.

      –Usa mi coche.

      –No puedo. No sé conducir.

      –¿No has aprendido?

      –Siempre he vivido en la ciudad y no lo he necesitado. Y teniendo en cuenta el precio de la gasolina, lo más sensato es utilizar el transporte público.

      –Entonces, ¿quieres que te lleve? Podríamos ir el sábado, cuando lo trasladen.

      ¿Qué? ¿Por qué querría dedicar parte de su tiempo a llevarla a Jersey? Seguro que tenía cosas mejores que hacer.

      –No es necesario.

      –Quiero hacerlo.

      Ella no supo qué decir. ¿Por qué era tan amable? ¿Qué más le daba que viera o no a su padre? Era su jefe, no un amigo.

      –Me estás mirando de una forma muy extraña –prosiguió él–. O no estás acostumbrada a que la gente sea amable contigo o te estás preguntando cuáles son mis motivos.

      Las dos cosas, y era espeluznante la forma en que siempre sabía lo que ella pensaba.

      –Seguro que tienes otras cosas que…

      –No, no tengo nada que hacer este fin de semana –hizo una pausa y añadió–: Y que conste que

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