Sobre el deporte. Pier Paolo Pasolini
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No es necesario que sepas sobre fútbol mucho más de lo que ya sabes. ¿No jugaste cuando eras niño? ¿Tu clase en el instituto o en la facultad universitaria no tenía un equipo? Y, hace poco, ¿no participaste en una serie de partidillos entre solteros y casados en el pueblo de tu mujer (de la que ahora estás separado)? ¿Y aquí, en Roma, no jugaste un partido entre periodistas de un diario de tarde y un rotativo del gobierno? Y luego, los domingos por la mañana, en la barbería de la calle Alberto da Giussano, donde todavía vives con la familia (y también, desde hace uno o dos años, con el Fiat «Millecento»), ¿acaso no se habla casi solamente de fútbol, de la quiniela, de los jugadores que están o no en forma, de los fichajes, de los traspasos, etc.? Y si hiciéramos el juego de la verdad, ¿no acabarías confesando que, cada domingo, te apuestas un café con tu barbero por el resultado del partido, en casa o fuera, de la Roma?
Así pues, respecto al fútbol como juego y como tifo, sabes lo suficiente. Te falta llevar a cabo algún sondeo sobre las sociedades futbolísticas; me refiero a un sondeo de prensa amarilla. De los sondeos sociológicos ya me encargo yo, a menos que quieras quedarte más tranquilo con el consejo, tranquilizador por definición, de Umberto Eco. Te aconsejaría también, para divertirte —y porque todos los elementos sirven, ya lo sabes, aunque después se borre materialmente—, oír a Elémire Zolla15. Aunque solo te sirva para escuchar, a propósito del furor colectivo de cincuenta o sesenta mil tifosi, romanos o turineses, la frase de un místico que podría figurar perfectamente como epígrafe del reportaje.
En Italia, el fútbol no ha tenido todavía el honor de captar una atención inteligente. No se ha convertido en uno de esos problemas que, aun siendo sustancialmente actuales, se acaban volviendo, de repente, efectivamente actuales. Una especie de nueva virginidad, digámoslo así, que te permita leer, acompañada de una fotografía, la opinión de un escritor, de un director, de un sastre y también de un grupo de sociólogos y de psicólogos. ¿Cómo es posible que la inteligencia de Olivetti todavía no lo haya hecho? ¿Cómo es posible que el director de un rotativo, por encima al menos de los doscientos mil ejemplares, todavía no haya tenido esa gran idea?
Pues bien, la tendrás tú. Una idea así requiere, ante todo, deshonestidad; luego también un conformismo presentado, como siempre, bajo la forma de escándalo moral; y, finalmente, crueldad. El objeto de esta crueldad será, en efecto, el pobre Dios.
Eres libre de elegir entre dos o tres posibilidades. Podrías escoger como campeón, por ejemplo, al extremo derecha de la Roma, Orlando. En este caso, el Dios podría provenir de tus barrios (el Casilino, el Prenestino), y piensa entonces qué dramático encuentro. El pequeño, feroz, insensible y sórdido reportero, exitoso a su manera, que manipula al Dios —también exitoso, naturalmente, que para eso es Dios, pero con infinitas menos garantías para el futuro— y las dos familias semejantes —más pobre la familia del Dios, subproletaria, que vive quizá en chozas junto a barrancos o acueductos, o en casuchas para expulsados, abarrotadas de ropa extendida, con chiquitajos color del barro, etc—. Piensa en las dos infancias que han tenido la misma experiencia. En definitiva, dos deseos que se miran y, de sus miradas, surge una Roma lluviosa, invernal, manchada de barro, con largas colas de escolares bajo los bastidores colosales de la vía Appia Nuova o de la Tuscolana16, una Roma carnavalesca porque los pobrecillos son máscaras —especialmente en invierno, con la ropa de franela harapienta o de lana gastada, la pobre ropa comprada en el Upim17 y destrozada por la mísera usura del trabajo, por las míseras alegrías cotidianas, etc., etc—.
Pero también podrías coger como modelo a Rivera18, un tipo muy diferente. Un muchacho de la burguesía campesina y provincial. Sus amigos hablan véneto; educados en plazoletas donde las madres y el cura pueden vigilar a los chicos en todo momento, excepto cuando se van a los prados junto al río (¡el Brenta!19), con sus dignas camisas, los pantalones grises de obrero, estudiantes vénetos (altos de estatura) llenos ya de recíproco respeto y con la idea del trabajo y de la carrera, que es como una segunda naturaleza (de modo que los consejos de los padres y de las madres solo se refieren a pequeños detalles, a las fanfarronadas típicas de la juventud). El moralismo como color de su cabello, especialmente donde están bien rapados, a la manera alemana, y el mechón largo y liso, color del oro un tanto descolorido. En definitiva, apáñatelas tú mismo. No será fácil, en efecto, encontrar puntos débiles en un tipo así, por la «forma» bastante constante, entre otras cosas, y por la claridad igualmente constante de las relaciones con el entrenador. Quizá podría servirte, para introducir en la «sordidez como dimensión de mundo», un pedazo de mundo honesto, módicamente vital y por ello coloreado —desgarrado, arrancado de la superviviente trama italiana que el joven Rivera arrastra consigo—.
Lo mejor de todo sería, probablemente, un «oriundo», pero verdaderamente oriundo, al que se le pueda leer en los pómulos, en las comisuras, en la pelvis, el abuelo del Abruzzo o de Como, la abuela de Andria, de Sulmona, de Caorle. Es cierto que esto implicaría un Dios ya Dios, sin carrera, sin nacimiento; sacrificado enteramente a San Paolo20, espíritu sin despojos. Siendo ora caprichoso, ora delicado, ora consciente. Quizá tampoco estaría tan mal. El género «Ha nacido una estrella», como diría un director, ya no está de moda.
Los flashes brillan desde el principio: un gran resplandor de flashes, un relámpago descremado a la derecha, otro descremado a la izquierda, con el baile de vampiros. Y él, en la escalerita del transatlántico o del jet, con todo el prestigio todavía puro que brilla sobre su cabeza, como una aureola, resistiendo al uso que Italia ya se prepara para darle. (Pero pídele a Gadda21 que te describa esta parte, él también sabe español.)
Yo creo que debería jugar como portero porque, ya me entiendes, no es lo típico: mientras que el delantero centro —incluso con las nuevas tácticas de juego— es convencional y el centrocampista es poco popular (aunque… aunque…), el portero implica tradicionalmente un carácter diferenciado, como su mismo uniforme deportivo en el terreno de juego. Recuerdas a los grandes, de Zamora a Moro, los estrafalarios como Ghezzi, los delicados tipo Buffon, etc. Además, todo el mundo es capaz de apreciar la habilidad de un portero, incluso un profesor de instituto, que se quedaría totalmente indiferente ante una triangulación suprema de Montuori o de Schiaffino en sus mejores momentos. No niego que un interior como Lojacono funcionaría, pero a un tipo como Lojacono le falta la ligereza de la adolescencia, la cara de niño mimado. En definitiva, te aconsejaría que no perdieras de vista a Sívori.
El muchacho vive su halo de divinidad sin autocrítica, sin dudas, sin cálculos: casi en un estado de disociación. Su único instrumento de conocimiento es el más inmediato empirismo: por eso todo lo lleva al nivel de la práctica, incluso los estados más estáticos, las situaciones más impalpables del Éxito. Su reducción constante a la prosa de la práctica no logra, en cualquier caso, colmar la desproporción entre su normalidad y la anormalidad de su destino. Diría que en esta desproporción consiste, precisamente, su divinidad. Dejadlo incluso dar discursos (¡increíble!) científicos y tácticos sobre el equipo, el juego, etc. No son más que aspectos de la Aparición; como Baco bebiendo un vaso de vino o Mercurio atándose una sandalia.
Llega, se instala, etc. Primer contacto con el mundo profesional. El más aburrido de la historia. Pero ten en cuenta dos cosas. Primero, el aspecto técnico. La idea de asistir a un entrenamiento puede producir, sin duda, una sensación de desconsuelo irremediable. Y en cambio, eh… incluso ahí, como siempre, si buscas bien, si eres realmente curioso, incluso ahí…