Sobre el deporte. Pier Paolo Pasolini

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Sobre el deporte - Pier Paolo Pasolini

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los entrenamientos, las horas en el estadio desierto, los intríngulis del trabajo psicofísico, son el ambiente típico del androceo22. Como en un buque de carga, un barco navegando por el océano en el que todos son machos, desde el capitán hasta el mozo. Mundo solo de machos. O de machos solos. En definitiva, acuérdate de Billy Budd23 o incluso de las cacerías de Hemingway, marineros y cazadores, cómplices en pasiones viriles, o acuérdate incluso de una taberna llena de cazadores alpinos bebiendo. La atmósfera de campo de concentración, grosera, cruel, angustiada, que fermenta como el aire cálido de una sierra. El suspense de la descripción del mundo técnico-profesional del Dios debe incubarse en ese ambiente, con la función paterna del entrenador y las complicidades fraternales de los jóvenes jugadores, y los odios, las envidias, los rencores que implican.

      En las grandes ciudades (pienso especialmente en Milán) hay todo un mundo desconocido que, de vez en cuando, se te aparece ante los ojos a través de la persona física de alguien que lo conoce y que es, de algún modo, su representante. Se llama Piero o Walter, un nombre de la pequeña burguesía inmigrada (podrías descubrirle unos abuelos meridionales) empapado del spleen24 de un apartamento sombrío con muebles del siglo pasado de poco valor, etc.; el spleen de las escaleras de su caserón popular en el centro de la ciudad, del olor de vendedor de fruta en la calle eternamente fría e invernal justo debajo de casa. Fue un mal hijo, un mal estudiante, sin culpa. Pálido, con los ojos azules bordeados de negro y de sangre, quizá también tísico, en cualquier caso femeninamente débil: predispuesto, por un terrible destino, a ser un posible espía, un rufián, un traficante de cocaína, un productor de espectáculos de cuarta categoría, etc. Acabará siendo un vendedor. Y muy pronto. Es un representante de la vida nocturna de la ciudad, del night club y del striptease, tal y como el vigilante de un cementerio es el vigilante de un cementerio. Durará poco en esta función de preeminencia, de competencia, de especialización, de complicidad; durará muy poco tiempo, aunque parezca destinado a durar eternamente. Luego se esfuma por las calles de Milán o de Roma, y parece imposible que todavía siga vivo.

      Hay millones de jóvenes que imaginan los placeres de la vida tal y como los representa este Piero o Walter, llamado a veces Gege o Fuffi. El Dios es uno de esos millones de jóvenes que viven su juventud distraídamente, incrustados en un pequeño reducto del destino (una casa, una oficina, dos o tres calles) con ese ideal, televisivo en definitiva, de la felicidad sexual.

      Introducido por este Piero Walter Gege Fuffi, el Dios entra en escena —y tú detrás, como se sigue a un «personaje extraordinario», «divertido», un tipo «increíble», pero con el sumo respeto que debe suscitar quien ha logrado el éxito—, el Dios entra en escena, levanta la piedra, descubre ese gris nido de gusanos y se adentra en él.

      ¡Qué desproporción! El muchacho liga con mil chicas que, en Milán o Roma, tienen sus esperanzas depositadas en su juventud y la tiran así al reino de la deshonestidad; él es un muchacho como tantos otros: más guapo, más alto, con inocente vulgaridad en su corazón y, al mismo tiempo, es el Dios con su propia corte. El muchacho llega y se maneja, con el traje gris de tela inglesa, el jersey no chillón pero a menudo bien grueso, sus potentes zapatos comprados en Vía Condotti o en Vía Montenapoleone, flamante por una desbordante juventud de pelo corto, ya sea moreno (abuelas aztecas o de la Apulia) o rubio (abuelas irlandesas o de Padua); él es «el Dios», llevando en el corazón la miseria de miles de pobres diablos veinteañeros llegados de la provincia, torpes como jabalíes, tímidos como sus mismas primas, envilecidos, estúpidos, para comerse cada uno su porción de vida, tirándola.

      ¿Sobre cuántos cuerpos pasará? Esos cuerpos venidos de otros pueblos, de otras provincias, con otra vulgaridad y otra miseria en ese corazón de bajitas o larguiruchas, de pelirrojas o morenas. Sí, pasará por encima de muchos cuerpecitos, como en un cementerio de plástico, de neones, en las ocasiones ofrecidas por las mil posibilidades de la vida nocturna de Milán o de Roma: una inmensa sala de espera, con un olor de letrinas, lacerante, inmemorial.

      El Pecado es el que se comete contra la forma física, el padre traicionado es el entrenador, los hermanos traicionados son los millones de tifosi, perdidos en las barberías de toda Italia (podrías realizar una serie de entrevistas en media docena de barberías y en media docena de bares Sport o Tuttosport, etc., para intercalarlas como gags lingüísticos en la historia).

      El círculo de baja estofa que rodea a Fuffi es el infierno: tú, que imitas a esos tipos radicales con tu crueldad de hombre cualquiera, no te darás cuenta. Te parecerá simplemente «divertido». Peor para ti. (Para mí, ver esa «vida» es una orgía de estremecimientos del corazón, no tanto por la miseria de orden moral cuanto por la miseria estética: la incapacidad de salir de los movimientos impuestos por la antiesteticidad, tal y como un gusano, un insecto, no puede salir de los movimientos de sus élitros, de los movimientos de su mandíbula. Y el niño ve cómo va errando, cómo corre, se detiene, anda a tientas, cómo vuelve a correr sobre un poco de polvo, sobre una hoja, prisionero de su impotencia.)

      Un tipo como Gianni Brera25, que tiene sus partidarios y sus enemigos —y deberás precisar qué intereses defiende o cuáles son los intereses que sus adversarios defienden contra él—, podría extraer al insecto de su trayectoria fatal e introducirlo, aunque sea tan solo provisionalmente, en un círculo estéticamente más alto: lejos del submundo, cerca de la luz de las cumbres.

      Un círculo de estetas, con algún escritor joven, periodistas, estos sí, de L’Espresso o del Giorno26, algún personaje noble, actores aunque no sean famosísimos y, de vez en cuando, algún otro Dios: un viejo escritor famoso, un gran director de cine, etc. En el centro de este círculo está ella, definida en los juegos de sociedad —en los que se dice qué sería una persona si fuera un objeto u otra persona— como «Toilette» y «Osservatore Romano», «Trípode» y «Huevo de Pascua pintado con círculos azules por los niños padanos», etc., etc., y a la que el poeta de una ciudad de locos describe:

       Bella como la proyección del acróbata / bella como los dientes histéricos del mulo / bella como el viento herido de muerte / bella como la mosca que labra al buey…

      Etc., etc. El Misterio, en definitiva, tan definido, nombrado, metaforizado, expresado, digerido, tan remasticado que ya no le queda misterio alguno; solo lo sigue siendo, diríamos, para el jugador-Dios con su vestimenta deportiva, el poder de su pecho inmaculado apenas salido del nido y ya perjudicado por las fatigas, con la testarudez de un animal de tiro.

      Esta relación entre el Dios y la Diosa será muy precaria, en cierto modo inexistente. La frigidez de ella (su bondad y su inteligencia están en otros lugares), la estrechez mental (estética) de él. Y, a su alrededor, el coro de los amigos comunes, el «murmullo» de «los que saben», de los presentes, testigos: al menos la mitad «más o menos», y por tanto bastante pérfidos, crueles sobre todo en captar los primeros síntomas del declive, del hecho de que empiezan a estar out, como se decía el año pasado.

      Relación sin peso real, humano o sensual, pero capaz de introducir al bruto Dios taurino, al futuro portero de la selección nacional, con sus narices en los fastos de la Italia consciente, no provincial, la Italia de los Grandes.

      Haz lo que te parezca conveniente, pero en los fla-shes de la historia, en el montaje, ruinoso y esplendoroso, yo no insistiría demasiado ni en el lado erótico de la vida de la celebridad ni en las relaciones con el pequeño tifo, con los millones de personas que juegan a la quiniela.

      Lo que me interesaría iluminar, persiguiendo a nuestro Juanito, son los desgarros de la Italia industrial. Aquí hay un punto oscuro, te lo confieso. Juanito ha costado, digamos, unos cincuenta o cien millones. ¿Quién los ha pagado? ¿La Sociedad, el «Inter», el «Milan», la «Roma»? ¿Qué relación hay entre la Sociedad y su presidente? ¿Qué manos van amontonando los enormes beneficios de la pasión de cada domingo? Yo, sobre este punto, me he quedado en el idealismo del instituto, cuando jugar con el balón era la cosa más bella

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