Un hombre para un destino. Vi Keeland
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Читать онлайн книгу Un hombre para un destino - Vi Keeland страница 15
—No me ha hecho falta hasta ahora. Mucha gente que vive en la ciudad no conduce.
—¿Nunca ha intentado sacárselo?
—Está en mi lista de pendientes.
Reed exhaló otro suspiro audible y negó con la cabeza.
—De acuerdo. Conduciré yo. Envíeme por correo electrónico su dirección y la recogeré allí. Esté lista a en punto.
—No.
—¿Cómo que no?
Supuse que era un hombre que no estaba acostumbrado a oír la palabra «no» muy a menudo.
—Quedemos en la oficina, mejor.
—Es más fácil que pase a recogerla por su casa, a esa hora.
—No pasa nada. No me siento cómoda pensando que sabe dónde vivo.
Reed se frotó la cara con las manos.
—Es consciente de que puedo acceder a su dirección en la base de datos de recursos humanos en cualquier momento, ¿verdad?
—No es lo mismo. Hay una gran diferencia entre saber dónde vivo y enseñarle dónde vivo.
—¿Qué diferencia?
—Bueno… —Me recliné en la silla y señalé la ropa que llevaba puesta—. Ahora mismo, sabe que estoy desnuda debajo de toda esta ropa, pero eso no significa que tenga que enseñarle los pechos.
Sus labios se curvaron en una sonrisa traviesa mientras deslizaba los ojos por el sutil escote de mi camisa.
—No creo que se parezca en absoluto, pero como quiera.
Reed tenía la habilidad de ponerme nerviosa con una mirada. Me erguí y agarré el bolígrafo y el cuaderno de nuevo.
—¿Alguna cosa más?
—Vamos a enseñar la casa de Bridgehampton a dos familias. Es una residencia valorada en siete millones de dólares y nuestros clientes esperan discreción. Tendrá que quedarse en la puerta de la casa para evitar que nadie más entre durante la visita. Si la segunda familia llegase demasiado pronto, su cometido es llevarlos a la salita que hay en la parte delantera de la casa, justo al lado del vestíbulo principal, y procurar que se queden allí.
—De acuerdo, no hay problema.
—Asegúrese de que las mesas del catering se coloquen en esa habitación, para que pueda ofrecer un refrigerio a los clientes mientras esperan. Por supuesto, nada más llegar, debe ofrecerles algo de beber a las dos familias, pero también es una manera discreta de lograr que los clientes que llegan antes se desplacen a otro espacio, mientras yo termino con la visita en curso.
—¿Catering?
—Sí, de Citarella. Tiene todos sus datos en el directorio de proveedores. Descargue la información de contacto en su móvil, por si surgiera algún problema.
Ladeo la cabeza y pregunto:
—Y ¿por qué contratamos un catering para las visitas de Bridgehampton? El ático que fui a ver era más caro que esta mansión.
Reed sonrió con una actitud burlona.
—Porque le dije a Lorena que no le ofreciera nada, dado que ya sabía que no iba a comprar nada de nada.
—Vaya.
—Sí, vaya. Y por favor, vístase adecuadamente. Nada ceñido que pueda distraer.
Eso me ofendió. Yo siempre iba vestida de manera apropiada al trabajo.
—¿Distraer? ¿Qué quiere decir? ¿Y distraer a quién, a ver?
Reed se aclaró la garganta.
—No importa. Vístase con algo como lo que lleva puesto ahora. Es una jornada de trabajo, no una excursión a los Hamptons. Y no repita «a ver».
—¿Cómo?
—No denota una buena gramática.
Puse los ojos en blanco.
—Dios, debió de ir a un internado de esos que son solo para chicos, ¿verdad?
Reed ignoró mi comentario.
—Hay un folleto sobre la propiedad en su carpeta. Debería familiarizarse con los detalles de la residencia, por si le preguntan algo concreto y yo no estoy disponible.
—Vale, ¿algo más? —pregunté, y anoté lo que dijo.
Se metió la mano en el bolsillo del pantalón y sacó su móvil.
—Necesito su número de móvil, por si hubiese algún cambio de planes.
Empecé a teclear.
Nombre propio: Charlotte.
Apellido: Darling.
Empresa:… Esbocé una sonrisa interior mientras sopesaba la idea de escribir «Tus Huevos», pero luego rectifiqué. Al menos, creía haber sonreído para mis adentros.
—¿Qué hace? —preguntó Reed, y estiró el cuello para mirar la pantalla.
—Nada.
—Entonces, ¿por qué me ha parecido ver que esbozaba una sonrisa maligna?
Le tendí el móvil.
—Mi abuela siempre decía que una dama debe sonreír como un ángel y guardarse sus pensamientos malignos para sí.
Se levantó, entre gruñidos.
—No me extraña que Iris y usted se entiendan a la perfección.
Sin decir que la conversación había terminado, Reed se encaminó a la puerta.
—Por cierto, iba mirando el móvil cuando nos hemos chocado esta mañana. Mi abuela me ha dicho que llevaba un jarrón en las manos y que se le ha roto. Tráigame el recibo y le reembolsaré el importe.
Negué con la cabeza.
—No hace falta. Solo me gasté unos dólares. Lo hice yo.
Enarcó las cejas.
—¿Usted?
—Sí, soy escultora. Y hago cerámica. Bueno, lo era y lo hacía. Cuando Iris y yo nos encontramos en el baño, se lo conté y le dije que era algo que echaba de menos. Me animó a retomarlo, a recuperar la costumbre de hacer cosas que me hacen feliz. Así que pasé el fin de semana en el torno de cerámica, haciéndole ese jarrón. Era para ella. Llevaba varios años sin hacerlo y la verdad es que Iris tenía razón. Tengo que concentrarme en las cosas que me hacen feliz