Un hombre para un destino. Vi Keeland

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Un hombre para un destino - Vi Keeland

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qué? ¿Tienes algo que ocultar?

      —No, pero…

      —¿Sabes qué creo?

      —¿Qué? —respondió.

      —Hace mucho tiempo que no te he visto apasionarte tanto con nada. De hecho, desde el concierto de Navidad en Carnegie Hall.

      —¿Quieres hacer el favor de no recordármelo?

      Le encantaba hablar de mi breve etapa en el coro infantil. Me gustaba muchísimo cantar aquellas canciones tan alegres, hasta que empecé a madurar y comprendí que el coro era un pasatiempo que solo me daría disgustos y la reputación de friki. Lo dejé, y mi abuela seguía insistiendo en que había abandonado mi vocación.

      —Para bien o para mal, esa chica te saca de tus casillas —contestó.

      Miré por la ventana y observé el tráfico en la calle, negándome a reconocer que hubiera el menor ápice de verdad en sus palabras. Empecé a sudar y respondí:

      —No seas ridícula…

      Pero mi abuela me conocía bien. En el fondo, sabía que tenía razón. La verdad era que Charlotte había despertado algo en mí. En el exterior, se manifestaba como ira, pero dentro de mí sentía una emoción indescriptible. Sí, era cierto que no me había gustado que me hiciera perder el tiempo ese día. Pero, para cuando estalló y se marchó corriendo, me había impresionado de una manera inexplicable. No había dejado de pensar en ella durante toda la noche. Me preocupaba haber sido demasiado brusco o haberle provocado una crisis nerviosa sin querer. Me la imaginaba huyendo por Manhattan, con la máscara de pestañas corrida y tropezando con sus propios pies a causa de los enormes tacones que llevaba. Al final, había dejado de pensar en ella, hasta que, literalmente, nos topamos. Y de repente, esa extraña energía brotó a la superficie de nuevo en forma de ira. Pero ¿por qué? ¿Por qué me importaba lo bastante como para sacarme de quicio?

      Mi abuela interrumpió mis pensamientos.

      —Sé que lo que ocurrió con Allison te afectó mucho. Que tu espíritu se apagó. Sin embargo, es hora de pasar página.

      Sentí una punzada de dolor en el estómago al oír el nombre de Allison. Ojalá mi abuela no la hubiera mencionado.

      Continuó:

      —Necesitas un cambio de aires. Y dado que no piensas irte a ninguna parte, he pensado en traerte ese cambio de aires contratando a Charlotte. Prefiero verte discutir con ella que solo y encerrado en tu despacho.

      —No puedo discutir con alguien que teclea en el aire para demostrar que tiene razón.

      —¿Cómo?

      —Por favor, ¿no has visto lo que hacía? —No pude evitar reírme—. Ha dicho que no quería decirme lo que pensaba para no perder el trabajo y se ha puesto a teclear lo que tenía en mente en el aire, para desahogarse. Esa es la loca a la que has contratado.

      Mi abuela echó la cabeza hacia atrás y rompió a reír.

      —Pues me parece una idea genial, la verdad. Algunos políticos deberían aprender de ella. No está nada mal pensar antes de hablar, aunque eso suponga teclearlo en lugar de decirlo en voz alta. A eso me refiero, es única.

      Entrecerré los ojos.

      —Sí, claro. Única.

      Su expresión se suavizó mientras me ponía la mano en el hombro.

      —Hazme un favor e intenta, al menos, hacer que se sienta bienvenida en la empresa.

      —Como si tuviera elección… —dije, con un suspiro de exasperación.

      —Me tomaré eso como un sí. Puedes practicar en los Hamptons mañana. Irá contigo para ayudarte con la propiedad de Bridgehampton, porque Lorena estará fuera toda la semana. Normalmente, la asistente personal la sustituye cuando ella no puede atender las visitas a las propiedades.

      «Genial. Todo un día con ella».

      Se levantó y se dirigió a la puerta, no sin antes volverse por última vez.

      —Charlotte sabe lo que es que te rompan el corazón. Tienes más en común con ella de lo que piensas.

      Siempre que mi abuela mencionaba mi relación con Allison, me irritaba. Aquello no solo no tenía nada que ver con lo que estábamos hablando, sino que también me obligaba a pensar en cosas que trataba desesperadamente de dejar atrás. Había intentado por todos los medios olvidar el dolor que me había causado el fin de esa relación.

      Miré por la ventana buena parte de la siguiente media hora, sin hacer nada, mientras me mentalizaba de que ahora Charlotte trabajaba allí. Era una coincidencia de lo más extraña. Y sabía que no podríamos trabajar juntos sin llevarnos la contraria continuamente.

      Decidí ir a su despacho para establecer algunas reglas básicas y explicarle qué esperaba de ella durante el día en que estaría a mis órdenes.

      «A mis órdenes».

      Me deshice rápidamente de la visión fugaz de su diminuto cuerpo. Eso era lo complicado de despreciar a alguien que era físicamente atractivo. La mente y el cuerpo libraban una batalla permanente que, en circunstancias normales, habría ganado el cuerpo.

      Pero aquellas no eran unas circunstancias normales. Charlotte Darling estaba lejos de ser normal, y yo debía estar en guardia.

      Dispuesto a decirle lo que pensaba, me encaminé por el pasillo hasta su despacho e inspiré profundamente antes de abrir la puerta sin llamar.

      Me sorprendí al ver a mi hermano, Max, tumbado en el sofá, aunque no debería haberlo hecho. Aquel era el modus operandi de Max: se había presentado corriendo en el despacho de la nueva asistente para impresionarla.

      —¿Puedo ayudarlo en algo, señor Eastwood? —preguntó ella con frialdad.

      Max esbozó una sonrisa divertida.

      —Charlotte, sé que ya os conocéis, pero deja que te presente formalmente a mi hermano mayor, es decir, el malvado dueño y señor de todo esto. Reed.

      «Genial. Ken el Ligón no ha perdido ni un minuto con la Barbie nórdica».

      Capítulo 7

      Charlotte

      El ambiente cambió por completo en cuanto Reed entró en mi despacho. Era el tipo de atmósfera que me recordaba a cuando estaba en la escuela y la profesora de repente apagaba las luces para calmarnos a todos. La diversión había llegado a su fin.

      De pronto, noté que me sudaban las palmas de las manos.

      Di un sorbo al macchiato de caramelo con hielo que Max me había traído del Starbucks frente a la oficina y traté de mantener la compostura, aunque sin mucho éxito. No había nada en Reed que no me intimidara: su estatura, su pajarita, sus tirantes y su profunda voz. Pero lo que me resultaba más intimidante era el hecho de que sospechaba que me odiaba. Sí, así

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