Un hombre para un destino. Vi Keeland
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Sonrió.
—Ahora te contaré yo una historia, si tienes tiempo.
—Lo único que tengo es tiempo.
Iris empezó a hablar.
—En 1950, una joven de diecisiete años se graduó en el instituto. Su sueño era ir a la universidad para estudiar Empresariales. Por aquel entonces, no era muy habitual que las mujeres estudiaran una carrera universitaria, y muy pocas se decidían por Ciencias Empresariales, una disciplina que se consideraba masculina. Una noche, poco después de graduarse, la joven conoció a un carpintero muy guapo. Él la cortejó y, en poco tiempo, la chica formaba parte de su mundo. Aceptó un trabajo como secretaria y atendía los pedidos de las familias para las que trabajaba el carpintero, y, por las tardes, ayudaba a su suegra a cuidar de la casa. Olvidó sus sueños de estudiar y los dejó de lado. El día de Navidad de 1951, el hombre le propuso matrimonio y la mujer aceptó. Pensaba que, al año siguiente, viviría el sueño americano y se convertiría en ama de casa. Pero tres días después de Navidad, reclutaron al hombre para alistarse en el Ejército, junto con algunos de sus amigos. Muchos de ellos se casaron con sus prometidas antes de partir; sin embargo, el carpintero no quiso hacer eso. Así que ella le prometió que esperaría a su regreso y que se dedicaría a trabajar todo el tiempo que él estuviera fuera en el negocio de carpintería de la familia. Cuando el soldado volvió a casa, cuatro años después, ella ya estaba lista para disfrutar de su cuento de hadas. Sin embargo, el primer día que la vio, él le contó que se había enamorado de una secretaria en la base a la que lo habían destinado y rompió su compromiso. Incluso tuvo la desfachatez de pedirle que le devolviera el anillo de pedida para dárselo a su nueva novia.
—Vaya —comenté—. ¿He mencionado que la nueva prometida de Todd lleva mi anillo de compromiso? Ojalá nunca se lo hubiera tirado a la cara.
Iris siguió hablando:
—Ojalá no lo hubieras hecho. Esta chica de la que te hablo se negó a devolver el anillo al carpintero y le dijo que se lo quedaba como compensación por los cuatro años de vida que había perdido. Después de un par de días lamiéndose las heridas, desempolvó su dignidad y, con la frente muy alta, vendió el anillo. Utilizó el dinero para pagarse sus primeras clases en la universidad.
—Guau, bien por ella.
—Bueno, la historia no acaba ahí. La mujer terminó la carrera, pero le costaba terriblemente encontrar un trabajo. Nadie quería contratarla para llevar una empresa, porque solo tenía experiencia laboral como secretaria para el negocio de carpintería de la familia de su exprometido. Así que se dedicó a inflar un poco su currículum profesional. En lugar de decir que había sido secretaria, escribió que había sido gerente; y en vez de decir que se encargaba de mecanografiar los presupuestos y contestar el teléfono, dijo que era la encargada de calcular los precios y negociar los contratos. Gracias a su nuevo currículum, consiguió una entrevista de trabajo en una de las empresas de gestión inmobiliaria más grandes de Nueva York.
—¿Y le dieron el trabajo?
—No. Al parecer, el director de recursos humanos de la empresa conocía a su exprometido y sabía que había mentido acerca de sus responsabilidades en la carpintería, por lo que se se burló de ella en la entrevista.
—Vaya, igual que me ha pasado a mí hoy con ese tipo arrogante.
—Exacto.
—¿Y qué sucedió después?
—A veces, la vida te guarda sorpresas. Un año más tarde, después de conseguir un puesto de trabajo y ascender en una empresa de gestión inmobiliaria rival de la otra, más pequeña, recibió el currículum del señor Locklear, el hombre que se había burlado de ella durante su primera entrevista. Lo habían degradado y buscaba otro trabajo. Así que la mujer lo llamó, con la intención de devolverle la pelota después de aquella entrevista nefasta. Pero al final se portó bien con él y lo contrató, porque estaba cualificado y, al fin y al cabo, ella había mentido en su currículum.
—Caray. ¿Y no se arrepintió de contratar al señor Locklear?
Iris sonrió.
—No, en absoluto. Después de que la mujer le diera algún rapapolvo y retirara el palo que llevaba puesto en salva sea la parte, trabajaron la mar de bien juntos. De hecho, fundaron su propia empresa de gestión inmobiliaria, y esta se convirtió en una de las más grandes del estado. Antes de morir, los dos celebraron los cuarenta años de relación laboral, treinta y ocho de los cuales estuvieron casados.
Por su sonrisa, comprendí a quién se refería.
—Supongo que usted se llama Iris Locklear.
—Así es. Y lo mejor que me ha pasado en esta vida fue que un soldado rompiera su promesa. No estaba destinada a ser ama de casa y había olvidado mis sueños. ¿Tu sueño era ser una encargada de compras en unos grandes almacenes, Charlotte?
Negué con la cabeza.
—Estudié Bellas Artes en la universidad. Soy escultora.
—¿Cuándo fue la última vez que trabajaste en una escultura?
Dejé caer los hombros.
—Hace unos años.
—Pues tienes que volver a dedicarte a eso.
—No se gana mucho dinero.
—Tal vez tengas razón, pero debes buscar una manera de disfrutar de la vida que tienes mientras trabajas para lograr la vida que quieres. Así que te aconsejo que busques un empleo que te permita pagar las facturas y que te dediques a esculpir por las noches. O durante los fines de semana. —Sonrió—. Eso evitará que navegues por internet y que rellenes solicitudes falsas para visitar áticos de lujo.
—Tiene razón.
—Todo sucede por un motivo, Charlotte. Tómate esto como una pausa para revaluar tu vida y lo que quieres hacer. Es lo que yo hice. Solo encontrarás la felicidad verdadera dentro de ti, no en los demás; no importa cuánto los quieras. Hazte feliz a ti misma y el resto ya vendrá. Te lo prometo.
Y así era, tenía toda la razón. Estaba tan ocupada regodeándome en mi miseria y lloriqueando que había olvidado las cosas que de verdad me gustaban y me hacían feliz. Las cosas que me definían. La escultura, los viajes… Sentí el impulso inaplazable de ir a casa y preparar una lista de todo lo que quería hacer.
—Muchísimas gracias, Iris —dije, y la abracé con fuerza. No me importaba que solo una hora antes aquella mujer hubiera sido una total desconocida.
—De nada, querida.
Me lavé las manos y me miré en el espejo, haciendo lo que pude por arreglarme el maquillaje. Cuando hube terminado, Iris se puso en pie.
—Me gustas, Charlotte.
Me reí.
—Pues claro, le recuerdo a usted.
Me tendió su tarjeta.
—Busco