Un hombre para un destino. Vi Keeland

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Un hombre para un destino - Vi Keeland

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de a quién se lo pregunte.

      Mi cuerpo se estremeció al oír su voz profunda y penetrante. Era una de esas voces que te traspasan por completo.

      Me llevé la mano al pecho y me volví.

      —Me ha asustado.

      —¿Creía que estaba sola?

      Al verlo, me quedé helada por completo. Reed Eastwood era tan oscuro e intimidaba tanto como aquella habitación. Con solo una mirada suya, las rodillas empezaron a temblarme. Era incluso más alto de lo que había imaginado y llevaba lo que, sin duda, era un traje hecho a medida. De verdad. Le sentaba de muerte y envolvía su torso como un guante. También llevaba pajarita y tirantes; en cualquier otro hombre, aquello me habría parecido ridículo, pero en él, con aquellos músculos y pectorales, resultaba increíblemente sexy.

      Estaba en el umbral de la biblioteca, observándome con una carpeta en la mano. Pensé que era un poco maleducado, pero lo cierto es que no tenía la menor idea de cómo debía comportarse uno en esas circunstancias. ¿No era habitual que un agente inmobiliario saludara a un cliente? ¿O que se disculpara por el retraso?

      —¿Lo ha leído? —Su voz volvió a hacerme vibrar.

      —¿Qué?

      —El libro que tiene en la mano. Las aventuras de Huckleberry Finn.

      —Oh. Vaya… Sí. Creo que sí… En la escuela, hace muchos años.

      Me estremecí cuando se acercó a mí al tiempo que me observaba con escepticismo, como si supiera que le había mentido. Me sentí inquieta. Sus ojos parecían de chocolate negro, eran de un oscuro color marrón. Y mientras me escudriñaban, los pezones se me erizaron.

      —¿Por qué ha cogido ese libro en concreto?

      —Por el lomo —contesté, con toda franqueza.

      —¿El lomo?

      —Sí. Es negro y rojo y combina bien con el resto de la sala. Destaca… Me ha llamado la atención.

      Su boca se curvó en una ligera sonrisa, casi cínica, aunque no rio. Parecía que me estuviera estudiando. Su intensidad hacía que tuviera ganas de echar a correr. Mi idea alocada había quedado en un segundo plano. No se parecía en nada al hombre que había imaginado, el que había escrito aquella dulce nota azul.

      No había venido para aquello.

      —Bueno, al menos es sincera, supongo. —Ladeó la cabeza—. ¿No?

      Para entonces, ya estaba sudando.

      —¿Qué?

      —Sincera.

      Lo dijo como si me retara.

      Me aclaré la garganta.

      —Sí.

      Se acercó y tomó el libro de mis manos. Sus dedos rozaron los míos y el ligero contacto fue electrizante. No pude evitar comprobar si llevaba una alianza en la mano izquierda; ni rastro del anillo.

      —En su época, fue un libro polémico —dijo.

      —Recuérdeme por qué.

      «Recuérdeme». Como si alguna vez hubiera sabido la respuesta.

      Reed pasó sus largos dedos por los demás libros de la estantería sin mirarme mientras respondía.

      —Es una sátira de la sociedad sureña de finales del siglo xix, pero el enfoque del autor sobre el racismo y la esclavitud se interpretó de múltiples maneras. De ahí la polémica. —Por fin me miró—. Quizá no prestó atención cuando le explicaron en el colegio de qué trataba el libro.

      Tragué saliva.

      Mi primer descubrimiento acerca de Reed Eastwood fue que era un imbécil condescendiente.

      Un imbécil condescendiente que tenía razón; no presté atención ese día.

      Colocó el libro de nuevo en su sitio y me miró.

      —¿Le gusta leer?

      Cada pregunta que salía de su boca parecía un desafío.

      —No. Antes… Leía novela romántica. Pero dejé de hacerlo.

      Enarcó una ceja con actitud burlona.

      —¿Novela romántica?

      —Sí.

      —Entonces, dígame, señorita Darling, ¿cómo es que alguien que no lee, aparte de alguna que otra novela romántica, se interesa por un ático que tiene una biblioteca que ocupa un cuarto de los metros cuadrados totales de la propiedad?

      Solté lo primero que se me ocurrió. Cualquier cosa para evitar un silencio incómodo delante de aquel hombre.

      —Creo que la biblioteca le añade carácter al apartamento. Estar rodeada de libros es muy sexy… Íntimo. No sé. Es algo que me parece sugerente.

      «Dios, qué respuesta más estúpida».

      Continuó observándome con mucha curiosidad, como si esperara que dijese algo más. Su mirada me incomodaba muchísimo, no solo porque estaba muy serio, sino también porque era sumamente atractivo. Tenía la raya del pelo peinada a un lado y, a diferencia del resto de su persona, no lucía perfecto. Una barba de tres días le cubría la mandíbula. Reed exudaba una energía peligrosa que contrastaba con su vestimenta, más bien formal. Algo en sus ojos me decía que no le costaría nada doblarme y darme una palmada en el trasero que sentiría durante varios días. Al menos, eso era lo que mi mente imaginaba.

      Estar en aquella biblioteca, en silencio, y sometida a su potente mirada, me ponía nerviosa.

      Finalmente dijo:

      —¿Quiere que veamos el resto del ático?

      —Sí, por favor. Para eso he venido.

      —Claro —murmuró.

      Suspiré de alivio, agradecida por el cambio de sala. La biblioteca empezaba a parecerme una mazmorra.

      De espaldas, Reed era igual de impresionante. Observé la curva de su trasero moviéndose dentro de sus pantalones hechos a medida y traté de ignorar las imágenes sexuales que aparecieron en mi cabeza.

      Me guio hasta una cocina enorme.

      —Suelos de madera y, como ve, es una cocina gourmet, diseñada para un chef y reformada hace poco. Las encimeras son de granito y la isla central, de mármol. Los electrodomésticos son Bosch, de acero inoxidable. Todo de primeras marcas. Los armarios están hechos a medida y lacados en blanco. ¿Cocina usted, señorita Darling?

      Me alisé el vestido negro hiperceñido que llevaba y contesté:

      —De vez en cuando, sí.

      —Estupendo.

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