Lunes por la tarde... Reuniones con familias - 21. José Kentenich
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Pasemos a examinar la primera pregunta, ¿qué frutos da la fe? Aquí nos estamos refiriendo a la fe en Cristo y su enseñanza.
Tres son los frutos que menciona San Juan y que podemos y debemos cosechar: En primer lugar, la fe es luz para nuestra razón; en segundo lugar, la fe es fuerza para la voluntad; y por último, la fe nos transmite energía para nuestra afectividad.
Así pues, en primer lugar la fe nos proporciona luz para el entendimiento. Bueno, creo que aquí debería adelantarles algo que quizás ya conocemos, pero que deberíamos grabarnos una y otra vez: La fe es en sí misma luz, y por eso puede irradiar luz.
Contemplándonos ahora desde el punto de vista de luz de la fe y de los ojos de la fe, podemos decir que tenemos tres posibilidades diferentes de percibir esa luz o bien de desarrollar los ojos adecuados para captarla: ojos de mosca, de ángel y de Dios5. Ya en otras oportunidades nos hemos referido a menudo al tema.
¿A qué ojos alude San Juan cuando habla de la fe?
Bueno, cuando hablamos de ojos de mosca, ¿a qué tipo de ojos aludimos? A los ojos en cuanto sentidos corporales los órganos materiales. Compartimos con los animales esa condición de seres dotados de órganos para ver. Pero entonces yo podría haber dicho simplemente “ojos de animal”. ¿Por qué tomar la imagen de los ojos de la mosca? Por la siguiente razón: las moscas tienen unos ojos relativamente grandes, pero sólo ven lo que pueden palpar en su cercanía inmediata. ¿Qué queremos decir con esto? Que nuestros ojos puramente naturales sólo pueden percibir los objetos exteriores, lo que se puede palpar; pero no ven lo que hay detrás de las cosas.
Para ello disponemos de un segundo ojo, los ojos de ángel, vale decir, los del entendimiento. Fíjense que con el entendimiento podemos ver a través de las cosas y captar su esencia.
Pero asimismo poseemos un tercer ojo, los ojos de la fe o bien de Dios. Esto quiere decir que mediante la fe, que se nos inculcó e infundió en el santo bautismo, adoptamos “la manera de pensar” de pensar de Dios.
Apliquemos ahora estos pensamientos a nuestra mutua relación conyugal. Meditemos entonces un momento... ¿Qué imagen tenemos uno del otro en nuestra calidad de esposos?
Si observamos esa imagen con ojos de animal, con ojos de mosca, sólo veremos la belleza o la fuerza exteriores del otro. Y quizás esto haya sido lo que en un principio nos atrajo fuertemente el uno hacia el otro.
Ahora bien, si ahondamos un poco más y pasamos a contemplar las cualidades espirituales del otro, vale decir, de mi esposa o esposo, ¿con qué órganos las captaré? No con los ojos (corporales), sino con los ojos de ángel con mi entendimiento. Y así observaré, por ejemplo, que mi mujer manifiesta permanentemente su bondad… ¿Con qué percibiré esas cualidades? Con los ojos de la razón.
¿Y qué me revelan los ojos de la fe? Fíjense que ellos todo lo traspasan, y hacen así transparente al otro. ¿Qué descubro con los ojos de la fe? Que mi cónyuge participa de la naturaleza divina, que en mi cónyuge mora el Dios Trino. ¿Qué me permiten avizorar los ojos sobrenaturales? La elevación de estado que todos hemos experimentado6.
Al comparar estos diferentes órganos de percepción, advertimos cuán importante es que nuestros ojos de fe estén muy bien desarrollados ¿no les parece? Porque, claro, si contemplamos a nuestro cónyuge con ojos puramente naturales, la visión que ellos nos ofrezcan de él o ella tendrá encanto mientras se esté en los años jóvenes, pero con el correr del tiempo dicho encanto se desvanecerá. Sí; porque la belleza y la figura hermosa tarde o temprano se deshacen. Vale decir que la fuerza del hombre acaba un día por disiparse. Por eso si nosotros nos contemplamos sólo con ojos materiales, la alta estima que nos dispensemos no durará mucho.
Algo similar acontece con los ojos del entendimiento. Suele ocurrir muchas veces que cuando se ha avanzado años la agudeza del entendimiento se debilita. Pero si nuestros ojos de fe están bien provistos y acondicionados con las fuerzas necesarias, entonces al contemplar al cónyuge, la mirada irá siempre más allá de lo terrenal y contemplarán la vida divina, al Dios Trino que mora en él o ella.
Con estas reflexiones he anticipado, de algún modo, la respuesta. ¿Qué decía la afirmación planteada? Que la fe es una luz clara. Así es... ¿Y sobre que realidades arroja luz la fe? En primer lugar, sobre el hombre mismo y su destino; y en segundo lugar, sobre el acontecer mundial en su conjunto.
Ahora habría que contemplar con mayor detenimiento ambos aspectos y extraer conclusiones concretas. En primer lugar, a la luz de la fe nos conocemos a nosotros mismos y a nuestro destino. ¿Y qué es lo que vemos de nosotros mismos a la luz de la fe? La elevación de nuestro estado. ¿Qué elevación de estado? ¿Cómo es esta elevación?
Paso a exponerles lo que ya acabo de decirles, pero vertiéndolo en otra forma.
No sólo participamos de la vida animal y de la vida angélica, sino también de la vida del Dios Trino. Esto quiere decir, en la práctica, que somos realmente hijos del Padre y miembros de Cristo.
¿Y en qué consiste nuestro destino? En que nuestra vida sea semejante a la vida de Cristo. ¿Qué significa esto concretamente? De este hecho extraigo sólo dos consecuencias que revisten una gran importancia para nuestra vida.
Les repito que el sentido de mi vida es el asemejamiento a la vida del Señor. La vida de Jesús fue una vida gloriosa, pero también crucificada. Tomémoslo con gran seriedad. Esto quiere decir, en la práctica, que es perfectamente natural y evidente que debamos estar clavados en la cruz. El sentido de mi vida es asemejarme a Cristo.
No sé ahora qué se imaginan al pensar en una vida crucificada. Pero ya en nuestra última reunión hablamos con detenimiento sobre las decepciones de nuestra vida conyugal. Vale decir entonces que las desilusiones que podamos experimentar por parte del cónyuge sencillamente forman parte del sentido de nuestra vida. De alguna manera tenemos que cargar con una cruz, estar clavados en ella. Si abrazamos con seriedad la vida cristiana, si somos buenos cristianos, no nos asombremos de estar clavados en la cruz de sufrir decepciones, de padecer desprecios. Insisto en que todo ello simplemente es parte de nuestra existencia.
Recuerden, por favor, aquella imagen que les presenté y comenté tantas veces en otros encuentros: De un lado de la cruz esta clavado el Crucificado... y del otro debo estar clavado yo mismo. Les repito, y nunca será excesiva la frecuencia con que lo escuchemos, que el sentido de nuestra vida es asemejarnos a Cristo, y también al Cristo crucificado.
Permítanme avanzar un poco más y extraer una segunda conclusión. Si es verdad que somos miembros de Cristo, que somos otros tantos “pedazos” de Cristo; si por lo tanto también mi esposa es un pedazo de Cristo –aún cuando este enferma o me haya desilusionado-, ¿qué es lo que amaré entonces en ella? Amaré todo lo hermoso, incluso toda la hermosura corporal que haya en ella. Puedo asimismo amar su alma, su corazón bondadoso. Pero ¿qué es lo fundamental, lo más profundo que puedo y debo amar en ella?: Cristo está en ella. Ella es un pedazo de Cristo.
Desde punto de vista habría que reflexionar ahora sobre cómo deberían ser las formas de nuestro amor mutuo. El Señor nos señaló un grado y una forma de expresión del amor mutuo: “Amarás a tu prójimo como a ti mismo”7. Vale decir entonces que debo amar a mi esposa como a mí mismo y la esposa a su esposo como a sí misma.
¿Cuál es el