Historia de la Revolución Rusa Tomo I. Leon Trotsky

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Historia de la Revolución Rusa Tomo I - Leon  Trotsky

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el proceso hacia que, efectivamente, se repitiesen hasta cierto punto las distintas fases de cultura en los nuevos núcleos humanos. Sin embargo, el capitalismo implica la superación de estas condiciones. El capitalismo prepara y, hasta cierto punto, realiza la universalidad y permanencia en la evolución de la humanidad. Con esto se excluye ya la posibilidad de que se repitan las formas evolutivas en las distintas naciones. Obligado a seguir a los países avanzados, el país atrasado no se ajusta en su desarrollo a la concatenación de las etapas sucesivas. El privilegio de los países históricamente rezagados —que lo es realmente— está en poder asimilarse las cosas o, mejor dicho, en obligarse a asimilárselas antes del plazo previsto, saltando por alto toda una serie de etapas intermedias. Los salvajes pasan de la flecha al fusil de golpe, sin recorrer la senda que separa en el pasado esas dos armas. Los colonizadores europeos de América no tuvieron necesidad de volver a empezar la historia por el principio. Si Alemania o los Estados Unidos pudieron dejar atrás económicamente a Inglaterra fue, precisamente, porque ambos países venían rezagados en la marcha del capitalismo. Y la anarquía conservadora que hoy reina en la industria hullera británica y en la mentalidad de MacDonald y de sus amigos es la venganza por ese pasado en que Inglaterra se demoró más tiempo del debido empuñando el cetro de la hegemonía capitalista. El desarrollo de una nación históricamente atrasada hace, forzosamente, que se confundan en ella, de una manera característica, las distintas fases del proceso histórico. Aquí el ciclo presenta, enfocado en su totalidad, un carácter confuso, embrollado y mixto.

      Claro está que la posibilidad de pasar por alto las fases intermedias no es nunca absoluta; hállase siempre condicionada en última instancia por la capacidad de asimilación económica y cultural del país. Además, los países atrasados rebajan siempre el valor de las conquistas tomadas del extranjero al asimilarlas a su cultura más primitiva. De este modo, el proceso de asimilación cobra un carácter contradictorio. Así por ejemplo, la introducción de los elementos de la técnica occidental, sobre todo la militar y manufacturera, bajo Pedro I se tradujo en la agravación del régimen servil como forma fundamental de la organización del trabajo. El armamento y los empréstitos a la europea —productos, indudablemente, de una cultura más elevada— determinaron el robustecimiento del zarismo, que, a su vez, se interpuso como un obstáculo ante el desarrollo del país.

      Las leyes de la historia no tienen nada de común con el esquematismo pedantesco. El desarrollo desigual, que es la ley más general del proceso histórico, no se nos revela, en parte alguna, con la evidencia y la complejidad con que la patentiza el destino de los países atrasados. Azotados por el látigo de las necesidades materiales, los países atrasados vense obligados a avanzar a saltos. De esta ley universal del desarrollo desigual de la cultura se deriva otra que, a falta de nombre más adecuado, calificaremos de ley del desarrollo combinado, aludiendo a la aproximación de las distintas etapas del camino y a la confusión de distintas fases, a la amalgama de formas arcaicas y modernas. Sin acudir a esta ley, enfocada, naturalmente, en la integridad de su contenido material, sería imposible comprender la historia de Rusia ni la de ningún otro país de avance cultural rezagado, cualquiera que sea su grado.

      Bajo la presión de Europa, más rica, el Estado ruso absorbía una parte proporcional mucho mayor de la riqueza nacional que los Estados occidentales, con lo cual no sólo condenaba a las masas del pueblo a una doble miseria, sino que atentaba también contra las bases de las clases pudientes. Pero, al propio tiempo, necesitado del apoyo de estas últimas, forzaba y reglamentaba su formación. Resultado de esto era que las clases privilegiadas, que se habían ido burocratizando, no pudiesen llegar a desarrollarse nunca en toda su pujanza, razón por la cual el Estado iba acercándose cada vez más al despotismo asiático. La autocracia bizantina, adoptada oficialmente por los zares moscovitas desde principios del siglo XVI, domeñó a los boyardos feudales con ayuda de la nobleza y sometió a ésta a su voluntad, entregándole los campesinos como siervos para erigirse sobre estas bases en el absolutismo imperial petersburgués. Para comprender el retraso con que se desarrolla este proceso histórico, baste decir que la servidumbre de la gleba, que surge en el transcurso del siglo XVI, se perfecciona en el XVII y florece en el XVIII, para no abolirse jurídicamente hasta 1861.

      El clero desempeña, después de la nobleza, un papel bastante importante, pero completamente mediatizado, en el proceso de formación de la autocracia zarista. La Iglesia no se remonta nunca en Rusia a las alturas del poder que llega a ocupar en el Occidente católico, y se contenta con llenar las funciones de servidora espiritual cerca de la autocracia, apuntándose esto como un mérito de su humildad. Los obispos y metropolitanos sólo disponían de poder en cuanto mandatarios del brazo secular. Los patriarcas cambiaban al cambiar los zares. En el período petersburgués, la sujeción de la Iglesia al Estado hízose todavía más servil. Los doscientos mil curas y frailes integraban en el fondo la burocracia del país, eran una especie de cuerpo policiaco de la fe: en justa reciprocidad, la policía secular amparaba el monopolio del clero ortodoxo en materia de fe y protegía sus tierras y sus rentas.

      La eslavofilia, este mesianismo del atraso, razonaba su filosofía diciendo que el pueblo ruso y su Iglesia eran fundamentalmente democráticos, en tanto que la Rusia oficial no era otra cosa que la burocracia alemana implantada por Pedro el Grande. Marx observaba, a este propósito: «Exactamente lo mismo que los asnos teutónicos desplazaron el despotismo de Federico II, etc., a los franceses, como si los esclavos atrasados no necesitaran siempre de esclavos civilizados para amaestrarlos». Esta breve observación refleja perfectamente no sólo la vieja filosofía de los eslavófilos, sino también el evangelio moderno de los «racistas».

      La incidencia del feudalismo ruso y de toda la historia rusa antigua cobraba su más triste expresión en la ausencia de auténticas ciudades medievales como centros de artesanía, de comercio. En Rusia el artesanado no tuvo tiempo de desglosarse por entero de la agricultura y conservó siempre el carácter del trabajo a domicilio. Las viejas ciudades rusas eran centros comerciales, administrativos, militares y de la nobleza; centros, por consiguiente, consumidores y no productores. La misma ciudad de Nóvgorod, tan cercana a la Hansa y que no llegó a conocer el yugo tártaro, era una ciudad comercial sin industria. Cierto es que la dispersión de los oficios campesinos, repartidos por las distintas comarcas, creaba la necesidad de una red comercial extensa. Pero los mercaderes nómadas no podían ocupar, en modo alguno, el puesto que en Occidente ocupaba la pequeña y media burguesía de los gremios de artesanos en el comercio y la industria, indisolublemente unida a su periferia campesina. Además, las principales vías de comunicación del comercio ruso conducían al extranjero, asegurando así al capital extranjero, desde los tiempos más remotos, el puesto directivo y dando un carácter semicolonial a todas las operaciones, en que el comerciante ruso quedaba reducido al papel de intermediario entre las ciudades occidentales y la aldea rusa. Este género de relaciones económicas experimentó un cierto avance en la época del capitalismo ruso y tuvo su apogeo y suprema expresión en la guerra imperialista.

      La insignificancia de las ciudades rusas, que es lo que más contribuyó a formar en Rusia el tipo de Estado asiático, excluía, en particular, la posibilidad de un movimiento de Reforma encaminada a sustituir la Iglesia ortodoxa burocrático-feudal por una variante cualquiera moderna del cristianismo adaptada a las necesidades de la sociedad burguesa. La lucha contra la Iglesia del Estado no trascendía de los estrechos límites de las sectas campesinas, sin excluir la más poderosa de todas, el cisma de los «creyentes viejos».

      Quince años antes de que estallase la gran Revolución Francesa se desencadenó en Rusia el movimiento de los cosacos, labriegos y obreros serviles de los montes Urales, acaudillado por Pugachev. ¿Qué le faltó a aquella furiosa insurrección popular para convertirse en verdadera revolución? Le faltó el tercer Estado. Sin la democracia industrial de las ciudades, era imposible que la guerra campesina se transformase en revolución, del mismo modo que las sectas aldeanas no podían llevar a cabo una Reforma. Lejos de provocar una revolución, el alzamiento de Pugachev sirvió para consolidar el absolutismo burocrático como servidor fiel de los intereses de la nobleza, y volvió a demostrar su eficacia en una hora difícil.

      La europeización del país, que comenzó formalmente

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