Vardo. Kiran Millwood Hargrave

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Vardo - Kiran Millwood Hargrave

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que quitarse el vestido. No la deja respirar. Siente que crece dentro de él o que la tela encoge. El peinado le aprisiona la cabeza y quiere soltárselo, deshacerse de todo; de la delicada trenza de su hermana y del vestido de su madre muerta. ¿Cómo ha llegado hasta allí? ¿Cómo la ha encontrado, en esa tranquila casa en una calle concurrida de Bergen?

      —¿Me ayudas?

      Se sienta junto a Agnete en la cama y su hermana se esfuerza por incorporarse. Se pelea con los cierres, pero están demasiado ceñidos a la cintura.

      —Necesitamos a Siv.

      El vestido le aprieta tanto que está mareada. Se acerca a la ventana a esperar a que él se marche. El corazón le late acelerado.

      —¿Ursa? ¿Qué ha ocurrido?

      La puerta se abre y su prometido sale a la calle. No pide un carruaje. Su cabeza con sombrero negro se desvanece entre el resto de cabezas con sombreros negros.

      —¿Ursa?

      Absalom Cornet. Más que una oración, le parece que suena como una sentencia de muerte.

      Capítulo 8

      Ursa espera sentirse distinta al despertar, pero nada indica que vaya a ser un día especial. Siv las despierta temprano, como de costumbre, abriendo las cortinas, aunque, desde que las cambiaron por unas de algodón más barato, la luz se filtra al interior de la habitación. Recuerda las de terciopelo azul fino con las que creció y cómo se escondía entre sus largos pliegues mientras madre se sentaba en el tocador para cepillarse el abundante pelo rubio que ambas hijas han heredado. Hubo que venderlas hace cinco años, junto con el tocador y los peines de plata, cuando padre hizo otra mala inversión. Esa habitación, que antaño era el vestidor de su madre, ahora es su dormitorio, después de cerrar el piso de arriba.

      —No tiene sentido con Agnete así —le dijo padre cuando Ursa se quejó por tener que dejar su amplia habitación—. Son muchas escaleras. Además, es muy caro mantener los fuegos encendidos y conservar los muebles de tantas habitaciones vacías. Voy a vender la mayoría, aunque quizá la alquile.

      Ursa se alegra de que el supuesto inquilino todavía no se haya materializado. No quiere que un desconocido duerma en su casa. Ahora, ya no tendrá que volver a preocuparse por eso, pues pronto dormirá junto a uno en su propia casa. Cuando lo piensa, le tiemblan las manos. Espera que Absalom Cornet no sea un desconocido por mucho tiempo.

      Siv deja una bandeja con el desayuno delante de Agnete. Es la misma bandeja de plata con la que les sirvió el té ayer y Ursa sonríe, agradecida por el esfuerzo. Su hermana ha vuelto a pasar mala noche y tiene las sábanas enrolladas entre las piernas. Ursa las libera y la ayuda a incorporarse mientras Siv vacía la escupidera con el ceño fruncido de preocupación.

      —Otra dosis de vapores después del desayuno.

      —No, Siv, por favor —protesta Agnete. Habla con voz espesa y le silba el pecho—. Estoy bien, de verdad.

      —Todavía tiene la nariz dolorida de la última vez —dice Ursa—. ¿No podemos dejarlo para otro día?

      —Son órdenes del médico —replica Siv—. Sabéis que ayuda.

      —Pero duele —se queja Agnete cuando Siv se marcha a buscar el bol para los vapores. Se toca la zona enrojecida y sensible debajo de la nariz, donde la piel está agrietada e irritada.

      —Ya lo sé. —Ursa le acaricia el pelo a su hermana. A pesar del baño, vuelve a estar apelmazado por el sudor—. ¿Qué te parece si te cubres la nariz con uno de los pañuelos de seda de mamá?

      —¿El azul?

      Ursa se levanta al momento y acude al armario de su madre. En el estante de arriba, hay una caja de madera llena de pañuelos y otros efectos personales que sobrevivieron a la purga. Saca el favorito de Agnete. Le recoge el pelo a su hermana mientras esta se lleva el pañuelo a la cara y se lo pasa entre los dedos.

      —Agnete, come.

      —Deberíamos hablar en inglés —propone—. Para que practiques.

      —Es escocés.

      —Pero habla inglés, ¿no?

      —Sí.

      —Pues eso.

      —Pues eso —dice Ursa en inglés—. Come.

      Agnete mordisquea el knekkebrød.

      —Está seco.

      —No existe bendición más plena que el pan —dice Ursa con tono burlesco, imitando la entonación del ama de llaves.

      Cada vez es más difícil hacer feliz a Agnete, mientras, poco a poco, se le restringen todos los placeres. Los médicos le prohibieron la comida húmeda hace un mes y todavía se está adaptando. Ursa sospecha que se inventan gran parte del tratamiento de Agnete sobre la marcha. Duda que los pulmones de su hermana hayan enfermado por comer demasiado estofado.

      Siv trae un paño, un gran cuenco con agua humeante y la botellita que les dio el médico. Se dispone a quitarle la tapa, pero Ursa extiende la mano.

      —Ya me ocupo yo. Gracias, Siv.

      El ama de llaves la mira.

      —Siete gotas, como dijo el médico. De lo contrario, no servirá de nada.

      —Lo sé.

      El ama de llaves le pone la botella en la palma extendida, le da un beso fuerte en la frente a Agnete y sale de la habitación.

      —No pondrás siete, ¿a que no? Con una vale —dice Agnete y la mira ansiosa.

      Ursa vierte cuatro gotas de aceite en el cuenco y lo remueve para que el amarillo se extienda por el agua. El olor le invade las fosas nasales y hace que le piquen los ojos. Deja el cuenco en la mesita junto a Agnete y la ayuda a incorporarse para que se incline sobre el vapor, con el pañuelo pegado a la nariz.

      Le pone una mano en la frente para darle apoyo y le coloca el trapo sobre la cabeza para atrapar los vapores.

      —Respira hondo.

      Lleva la palma de la mano a la espalda de su hermana y escucha y siente a la vez cómo inhala de forma lenta y dolorosa y el húmedo torrente cuando exhala. Cuenta en voz alta hasta cien respiraciones y entonces Agnete emerge con la cara enrojecida por el vapor, los ojos llorosos y el pañuelo empapado. Tose y escupe en el recipiente limpio que ha traído Siv en la bandeja del desayuno.

      —¿Qué tal? —pregunta Agnete, mientras Ursa cubre la escupidera y la deja a un lado.

      —Iba a preguntarte lo mismo.

      —Pica. Es horrible y me gustaría que los médicos me escucharan cuando se lo digo. Ahora tú.

      —¿Qué tal qué?

      Agnete pone los ojos en blanco.

      —Cómo es estar prometida.

      A

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