Vardo. Kiran Millwood Hargrave
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Reconoce su mirada, se la ha visto a los hombres que venían a cenar a casa con ojos claros y fijos, pero se marchaban tambaleándose. Su mirada parece afilarse cuando se tumba de lado. Recuerda la orden de Siv de no mirarlo a la cara y, sintiendo una premura casi dolorosa, agarra con fuerza el camisón y tira de él hacia abajo.
Absalom se sube de repente sobre ella con torpeza y su peso le aplasta los pechos. No se atreve a respirar hasta que lo siente duro entre los muslos y se le escapa un jadeo que se convierte en grito. Él se pelea con los lazos y después, más abajo, con las costuras. Tira y ceden. Se mueve sobre ella, pero su cuerpo no cede con tanta facilidad.
Llega otro grito, un sonido que nunca antes había oído. La asusta incluso más que él. Cree que la ha cortado, que la ha apuñalado. Siente un punto dentro de ella que no sabía ni que existía, un lugar brillante y palpitante que le duele tanto que tiene ganas de llorar.
Absalom tiene la cara sobre la almohada y dirige un aliento amargo a su oído y al pelo. Tiene los brazos a ambos lados de sus hombros y su pecho aplasta el de ella con una fuerza terrible. Intenta olvidarse de ese punto caliente y doloroso mientras él se adentra en ella y le causa ese suplicio entre las piernas, atrapadas y acalambradas bajo las suyas. Cuando trata de moverlas, él se incorpora un poco y le pone un brazo sobre las clavículas, y con ello entiende que no quiere que se mueva.
La cama chirría de forma salvaje, como un animal atrapado, y al final se le escapan las lágrimas por la humillación y el dolor. Le tiembla todo el cuerpo. Oye un gemido.
Cuando sale de ella le duele casi tanto como cuando entra.
Absalom se levanta tambaleándose y micciona en el orinal, pero falla. Tiene algo caliente entre las piernas: sangre y otra cosa que no le pertenece.
Cuando su marido se pone el camisón, apaga la vela y se desploma en la cama sin que sus cuerpos se toquen, Ursa rueda hacia el otro lado y se lleva las piernas al vientre para intentar aliviar el escozor.
Nunca habría adivinado ese saber vacío con el que las esposas deben cargar: que sus maridos les desgarran una parte del cuerpo. ¿Así se hacen los bebés? Se muerde la mano para no llorar. ¿Cómo va a contárselo a Agnete? ¿Cómo va a advertirle de que, incluso con un comisario al que la barba le huele a nieve limpia y que reza tanto como un pastor, no estará a salvo? A su lado, mientras la primera luz de la mañana atraviesa las finas cortinas, Absalom Cornet abre la boca y empieza a roncar.
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