Obras Completas de Platón. Plato
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FEDRO. —Ciertamente.
SÓCRATES. —¿Crees tú, que ningún hombre de estado, cualesquiera que sean su carácter y su prevención contra Lisias, pretenda hacerle ruborizar por su título de escritor?
FEDRO. —No es probable, conforme a lo que dices, porque sería a mi parecer difamar su propia pasión.
SÓCRATES. —Por lo tanto, es evidente que nadie puede avergonzarse de componer discursos.
FEDRO. —Conforme.
SÓCRATES. —Pero, en mi opinión, lo vergonzoso no es el hablar y escribir bien, sino el hablar y escribir mal.
FEDRO. —Es claro.
SÓCRATES. —¿Pero en qué consiste el escribir bien o el escribir mal? ¿Deberemos, mi querido Fedro, interrogar sobre esto a Lisias o a alguno de los que han escrito o escribirán sobre un objeto político o sobre materias privadas en verso, como un poeta, o en prosa, como el común de los escritores?
FEDRO. —¿Es posible que me preguntes si debemos? ¿De qué serviría la vida, si no se gozase de los placeres de la inteligencia? Porque no son los goces, a los que precede el dolor como condición necesaria, los que dan precio a la vida; y esto es lo que pasa con casi todos los placeres del cuerpo, por lo que con razón se les ha llamado serviles.
SÓCRATES. —Creo que tenemos tiempo. Lo que me parece es que las cigarras, que cantan sobre nuestras cabezas, y conversan entre sí, como lo hacen siempre con este calor sofocante, nos observan. Si nos viesen en lugar de mantener una conversación, dormir la siesta como el vulgo, en esta hora del mediodía al arrullo de sus cantos, sin ocupar nuestro entendimiento, se reirían de nosotros, y harían bien; creerían ver esclavos que habían venido a dormir a esta soledad, como los ganados que sestean alrededor de una fuente. Si por el contrario, nos ven conversar y pasar cerca de ellas, como el sabio cerca de las sirenas, sin dejarnos sorprender, nos admirarán y quizá nos darán parte del beneficio que los dioses les han permitido conceder a los hombres.
FEDRO. —¿Qué beneficio es ese? Me parece que nunca he oído hablar de él.
SÓCRATES. —No parece bien que un amigo de las musas ignore estas cosas. Se dice que las cigarras eran hombres antes del nacimiento de las musas. Cuando éstas nacieron, y el canto con ellas, hubo hombres, que de tal manera se arrebataron al oír sus acentos, que la pasión de cantar les hizo olvidar la de comer y beber, y pasaron de la vida a la muerte, sin apercibirse de ello. De estos hombres nacieron las cigarras, y las musas les concedieron el privilegio de no tener necesidad de ningún alimento, sino que, desde que nacen hasta que mueren, cantan sin comer ni beber; y además de esto van a anunciar a las musas cuál es, entre los mortales, el que rinde homenaje a cada una de ellas. Así es que, haciendo conocer a Terpsícore los que la honran en los coros, hacen que esta divinidad sea más propicia a sus favorecidos. A Eratón dan cuenta de los nombres de los que cultivan la poesía erótica; y a las otras musas hacen conocer los que las conceden la especie de culto que conviene a los atributos de cada una; a Calíope, que es la de mayor edad, y a Urania, la de menor, dan a conocer a los que dedicados a la filosofía cultivan las artes que les están consagradas. Estas dos musas, que presiden a los movimientos de los cuerpos celestes y a los discursos de los dioses y de los hombres, son aquellas cuyos cantos son melodiosos. He aquí materia para hablar y no dormir en esta hora del día.
FEDRO. —Pues bien, hablemos.
SÓCRATES. —Nos propusimos antes examinar lo que constituye un buen o mal discurso, escrito o improvisado. Comencemos este examen, si gustas.
FEDRO. —Muy bien.
SÓCRATES. —¿No es necesario para hablar bien conocer la verdad sobre aquello de que se intenta tratar?
FEDRO. —He oído decir con este motivo, mi querido Sócrates, que el que ha de ser orador no necesita saber lo que es verdaderamente justo, sino lo que parece tal a la multitud encargada de decidir; ni tampoco lo que es verdaderamente bueno y bello, sino lo que tiene las apariencias de la bondad y de la belleza. Porque es la verosimilitud, no la verdad, la que produce la convicción.
SÓCRATES. —No hay que desechar las palabras de los sabios,[18] mi querido Fedro, pero también es preciso examinar lo que ellas significan. Y lo que acabas de decir debe llamar toda nuestra atención.
FEDRO. —Tienes razón.
SÓCRATES. —Procedamos de esta manera.
FEDRO. —Veamos.
SÓCRATES. —Si yo te aconsejase que compraras un caballo para servirte de él en los combates, y ni tú ni yo hubiéramos visto caballos, pero supiese yo, que Fedro llama caballo al que mejor oído tiene entre los animales domésticos…
FEDRO. —Quieres reírte, Sócrates.
SÓCRATES. —Aguarda. La cosa sería mucho más ridícula, si, queriendo persuadirte seriamente, compusiese un discurso, en el que hiciese el elogio del asno, dándole el nombre de caballo, y si dijese que es un animal muy útil para la casa y para el ejército, que puede cualquiera defenderse montado en él, y que es muy cómodo para la conducción de efectos y bagajes.
FEDRO. —Sí, eso sería el colmo del ridículo.
SÓCRATES. —Pero ¿no vale más ser ridículo, pero inofensivo, que peligroso y dañino?
FEDRO. —Sin duda.
SÓCRATES. —Cuando un orador, ignorando la naturaleza del bien y del mal, encuentra a sus conciudadanos en la misma ignorancia, y les persuade, no a tomar por caballo la sombra de un asno,[19] sino el mal por el bien; cuando, apoyado en el conocimiento que tiene de las preocupaciones de la multitud, la arrastra por malas sendas, ¿qué frutos podrá recoger la retórica de lo que haya sembrado?
FEDRO. —Frutos bien malos.
SÓCRATES. —Pero quizá, mi querido amigo, hemos tratado el arte oratorio con poco respeto, y quizá nos podría responder que de nada sirven todos nuestros razonamientos, que él no fuerza a nadie a aprender a hablar, sin conocer la naturaleza de la verdad, pero que si se le da crédito, es conveniente conocerla antes de recibir sus lecciones, si bien no duda en proclamar muy alto que, sin sus lecciones de bien hablar, de nada sirve el conocimiento de la verdad para persuadir.
FEDRO. —Y ¿no tendría razón para hablar así?
SÓCRATES. —Yo convendría en ello si las voces que se levantan por todas partes, confesasen que la retórica es un arte. Pero se me figura oír a algunos que protestan en contra y que afirman que no es un arte, sino un pasatiempo y una rutina frívola. «No hay, dice un laconio,[20] verdadero arte de la palabra, fuera de la posesión de la verdad, ni lo habrá jamás».
FEDRO. —También yo oigo esos rumores, mi querido Sócrates. Haz comparecer estos adversarios de la retórica, y veamos lo que dicen.
SÓCRATES. —Venid, apreciables jóvenes, cerca de mi querido Fedro, padre de los demás jóvenes que se os parecen; venid a persuadirle de que, sin conocer a fondo la filosofía, nunca será capaz de hablar bien sobre ningún objeto. Que Fedro os responda.
FEDRO. —Interrogad.
SÓCRATES.