Obras Completas de Platón. Plato
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Cuando los pueblos han sido víctimas de epidemias y de otros terribles azotes en castigo de un antiguo crimen, el delirio, apoderándose de algunos mortales y llenándoles de espíritu profético, los obligaban a buscar un remedio a estos males, y un refugio contra la cólera divina con súplicas y ceremonias expiatorias. Al delirio se han debido las purificaciones y los ritos misteriosos que preservaron de los males presentes y futuros al hombre verdaderamente inspirado y animado de espíritu profético, descubriéndole los medios de salvarse.
Hay una tercera clase de delirio y de posesión, que es la inspirada por las musas; cuando se apodera de un alma inocente y virgen aún, la trasporta y le inspira odas y otros poemas que sirven para la enseñanza de las generaciones nuevas, celebrando las proezas de los antiguos héroes. Pero todo el que intente aproximarse al santuario de la poesía, sin estar agitado por este delirio que viene de las musas, o que crea que el arte solo basta para hacerle poeta, estará muy distante de la perfección; y la poesía de los sabios se verá siempre eclipsada por los cantos que respiran un éxtasis divino.
Tales son las ventajas maravillosas que procura a los mortales el delirio inspirado por los dioses, y podría citar otras muchas. Por lo que guardémonos de temerle, y no nos dejemos alucinar por ese tímido discurso, que pretende que se prefiera un amigo frío al amante agitado por la pasión. Para que nos diéramos por vencidos por sus razones, sería preciso que nos demostrara, que los dioses que inspiran el amor no quieren el mayor bien, ni para el amante, ni para el amado. Nosotros probaremos, por el contrario, que los dioses nos envían esta especie de delirio para nuestra mayor felicidad. Nuestras pruebas excitarán el desden de los falsos sabios, pero habrán de convencer a los sabios verdaderos.
Por lo pronto es preciso determinar exactamente la naturaleza del alma divina y humana por medio de la observación de sus facultades y propiedades.
Partiremos de este principio: toda alma es inmortal, porque todo lo que se mueve en movimiento continuo es inmortal. El ser que comunica el movimiento o el que lo recibe, en el momento en que cesa de ser movido, cesa de vivir; solo el ser que se mueve por sí mismo, sin poder dejar de ser el mismo, no cesa jamás de moverse; y aún más, es, para los otros seres que participan del movimiento, origen y principio del movimiento mismo. Un principio no puede ser producido; porque todo lo que comienza a existir debe necesariamente ser producido por un principio, y el principio mismo no ser producido por nada, porque, si lo fuera, dejaría de ser principio. Pero si nunca ha comenzado a existir, no puede tampoco ser destruido. Porque si un principio pudiese ser destruido, no podría él mismo renacer de la nada, ni nada tampoco podría renacer de él, si como hemos dicho, todo es producido necesariamente por un principio. Así, el ser que se mueve por sí mismo, es el principio del movimiento, y no puede ni nacer ni perecer, porque de otra manera el cielo entero y todos los seres, que han recibido la existencia, se postrarían en una profunda inmovilidad, y no existiría un principio que les volviera el movimiento, una vez destruido. Queda, pues, demostrado, que lo que se mueve por sí mismo es inmortal, y nadie temerá afirmar que el poder de moverse por sí mismo es la esencia del alma. En efecto, todo cuerpo que es movido por un impulso extraño, es inanimado; todo cuerpo que recibe el movimiento de un principio interior, es animado; tal es la naturaleza del alma. Si es cierto que lo que se mueve por sí mismo no es otra cosa que el alma, se sigue necesariamente, que el alma no tiene ni principio ni fin. Pero basta ya sobre su inmortalidad.
Ocupémonos ahora del alma en sí misma. Para decir lo que ella es sería preciso una ciencia divina y desarrollos sin fin. Para hacer comprender su naturaleza por una comparación, basta una ciencia humana y algunas palabras. Digamos, pues, que el alma se parece a las fuerzas combinadas de un tronco de caballos y un cochero; los corceles y los cocheros de las almas divinas son excelentes y de buena raza, pero, en los demás seres, su naturaleza está mezclada de bien y de mal. Por esta razón, en la especie humana, el cochero dirige dos corceles, el uno excelente y de buena raza, y el otro muy diferente del primero y de un origen también muy diferente; y un tronco semejante no puede dejar de ser penoso y difícil de guiar.
¿Pero cómo, entre los seres animados, unos son llamados mortales y otros inmortales? Esto es lo que conviene esclarecer. El alma universal rige la materia inanimada y hace su evolución en el universo, manifestándose bajo mil formas diversas. Cuando es perfecta y alada, campea en lo más alto de los cielos, y gobierna el orden universal. Pero cuando ha perdido sus alas, rueda en los espacios infinitos, hasta que se adhiere a alguna cosa sólida, y fija allí su estancia; y cuando ha revestido un cuerpo terrestre, que desde aquel acto, movido por la fuerza que le comunica, parece moverse por sí mismo, esta reunión de alma y cuerpo se llama un ser vivo, con el aditamento de ser mortal. En cuanto al nombre de inmortal, el razonamiento no puede definirlo, pero nosotros nos lo imaginamos; y sin haber visto jamás la sustancia, a la que este nombre conviene, y sin comprenderla suficientemente, conjeturamos que un ser inmortal es el formado por la reunión de un alma y de un cuerpo unidos de toda eternidad. Pero sea lo que Dios quiera, y dígase lo que se quiera, para nosotros basta que expliquemos, cómo las almas pierden sus alas. He aquí quizá la causa.
La virtud de las alas consiste en llevar lo que es pesado hacia las regiones superiores, donde habita la raza de los dioses, siendo ellas participantes de lo que es divino más que todas las cosas corporales: Es divino todo lo que es bello, bueno, verdadero, y todo lo que posee cualidades análogas, y también lo es lo que nutre y fortifica las alas del alma; y todas las cualidades contrarias como la fealdad, el mal, las ajan y echan a perder. El Señor omnipotente, que está en los cielos, Zeus, se adelanta el primero, conduciendo su carro alado, ordenando y vigilándolo todo. El ejército de los dioses y de los demonios le sigue, dividido en once tribus; porque de las doce divinidades supremas solo Hestía (Ἑστία) queda en el palacio celeste; las once restantes, en el orden que les está prescrito, conducen cada una la tribu que preside. ¡Qué encantador espectáculo nos ofrece la inmensidad del cielo, cuando los inmortales bienaventurados realizan sus revoluciones llenando cada uno las funciones que les están encomendadas! Detrás de ellos marchan los que quieren y pueden seguirles, porque en la corte celestial está desterrada la envidia. Cuando van al festín y banquete que les espera, avanzan por un camino escarpado hasta la cima más elevada de la bóveda de los cielos. Los carros de los dioses, mantenidos siempre en equilibrio por sus corceles dóciles al freno, suben sin esfuerzo; los otros caminan con dificultad, porque el corcel malo pesa sobre el carro inclinado y lo arrastra hacia la tierra si no ha sido sujetado por su cochero. Entonces es cuando el alma sufre una prueba y sostiene una terrible lucha. Las almas de los que se llaman inmortales, cuando han subido a lo más alto del cielo, se elevan por encima de la bóveda celeste y se fijan sobre su convexidad; entonces se ven arrastradas por un movimiento circular, y contemplan durante esta evolución lo que se halla fuera de esta bóveda, que abraza el universo.
Ninguno de los poetas de este mundo ha celebrado nunca la región que se extiende por encima del cielo; ninguno la celebrará jamás dignamente. He aquí, sin embargo, lo que es, porque no hay temor de publicar la verdad, sobre todo, cuando se trata de la verdad. La esencia sin color, sin forma, impalpable, no puede contemplarse sino por la guía del alma, la inteligencia; en torno de la esencia está la estancia de la ciencia perfecta que abraza la verdad toda entera. El pensamiento de los dioses, que se alimenta de inteligencia y de ciencia sin mezcla, como el de toda alma ávida del alimento que le conviene, gusta ver la esencia divina de la que hacía tiempo estaba separado, y se entrega con placer a la contemplación de la verdad, hasta el instante en que el movimiento circular la lleve al punto de su partida. Durante esta revolución, contempla la justicia en sí, la sabiduría en sí, no esta ciencia que está sujeta a cambio y que se muestra diferente según los distintos objetos, que nosotros, mortales, queremos llamar seres, sino