Lo que hacen los chicos malos - Los hombres de verdad… no mienten. Victoria Dahl
Чтение книги онлайн.
Читать онлайн книгу Lo que hacen los chicos malos - Los hombres de verdad… no mienten - Victoria Dahl страница 3
–¡Genial! –contestó Olivia con fingido entusiasmo.
Pero estaba harta de fingir entusiasmo. ¿Por qué no podía entusiasmarse sin necesidad de fingir? Por supuesto, aquello no era lo que esperaba y a Olivia le gustaba saber en dónde se metía. Hacía planes. Listas. Creía que, en la vida, había que medir dos veces antes de cortar. Pero ni todas las medidas y prevenciones del mundo habían conseguido que su matrimonio funcionara. Necesitaba soltarse un poco.
Y, la verdad fuera dicha, se sintió mejor al saber que algunas de aquellas mujeres estaban casadas. Si de lo que se trataba era de divertirse, y no de ligar, ella también podía participar. O, por lo menos, podía intentarlo.
–Aquí viene –susurró Gwen–. Y parece que tenemos suerte…
–¡Jamie! –exclamó una de las mujeres–. ¡Te has puesto la falda escocesa para nosotras!
El atractivo camarero, un hombre de pelo rubio oscuro y despeinado, les guiñó el ojo. A todas.
–Es el primer miércoles de mes. No habréis pensado que podía olvidarme del encuentro del club de lectura, ¿eh?
Si las risas podían ser estridentes, aquellas, desde luego, lo fueron. Con toda la sutilidad de la que fue capaz, Olivia se cubrió un lado de la cara con la mano para poder ver la famosa falda y no pudo negar que le quedaba bien. Entre el dobladillo de la falda oscura y el principio de las botas quedaba al descubierto una adorable porción de pierna bronceada salpicada con el delicado brillo del vello dorado. La falda no era de cuadros. Parecía de lona negra. El pecho lo llevaba cubierto por una vieja camiseta marrón en la que apenas podía distinguirse el logo de Donovan Brothers.
Era un hombre maravilloso. Olivia no podía negarlo.
Jamie continuó avanzando desde su mesa para servir la bebida a otro grupo reunido en otra parte del bar. No hubo gritos procedentes del otro extremo del bar. Los hombres estaban concentrados en un partido de béisbol que emitían en una enorme pantalla de televisión. Ni siquiera prestaron atención a las piernas desnudas de Donovan. Por su parte, las mujeres del club de lectura estiraron el cuello sin ningún pudor. Olivia se hundió un poco más en la silla.
–¿Cuánto tiempo lleváis reuniéndoos aquí? –le preguntó a Gwen.
–Cerca de un año. Antes solíamos reunirnos en un Starbucks. La verdad es que el club estaba a punto de morir. Nadie tenía tiempo de leer y de reunirse después. Pero ahora tenemos un cien por cien de asistencia.
–¿Y la lectura? –presionó Olivia.
Pero no obtuvo respuesta porque Jamie Donovan había vuelto a aparecer con una enorme sonrisa. Su pelo le pareció más oscuro en aquel momento, pero las luces del ventilador del techo lo teñían de oro.
–¡Feliz miércoles, señoras!
Gwen sonrió de oreja a oreja.
–¿No querrás decir «feliz día de la joroba»?
–Vamos, Gwen, soy un chico educado. Deberías avergonzarte de ti misma.
–Me encantaría poder avergonzarme de mí misma. ¿Quieres ayudarme?
Por un instante, Olivia pensó que Gwen había ido demasiado lejos. Que había ofendido a aquel camarero. Él estaba trabajando. Le tocó el brazo a su amiga, intentando presionar para que se disculpara, pero Jamie soltó una sonora carcajada.
–Muy bueno –reconoció entre risas–. ¿Lo traías preparado?
–Es posible –contestó Gwen.
–Me siento halagado. ¿Os traigo lo de siempre? ¿Una jarra de India pale ale y otra de ámbar?
Todas se mostraron de acuerdo, pero cuando Jamie comenzó a volverse, Olivia se aclaró la garganta.
–Perdona, ¿a mí podrías traerme una botella de agua?
–Por supuesto –respondió, empezando a volverse, pero cuando posó en ella la mirada, se enderezó–. ¡Ah, hola! ¿Eres nueva en el club?
Al saber que su sonrisa iba dirigida a ella, Olivia enmudeció. Entreabrió los labios. De ellos no salió un solo sonido.
–Esta es Olivia –la presentó Gwen.
–Hola, Olivia.
¡Dios santo! ¿Cómo era capaz de hacer que las sílabas de su nombre sonaran como un beso? Un beso profundo, lento. Olivia se estremeció.
Jamie Donovan bajó la mirada. Y arqueó las cejas.
–¡Vaya! Mira eso.
La indignación la invadió al oír sus palabras. ¿Cómo se atrevía a mirarle los senos como si…?
Pero Jamie hizo un gesto con la mano.
–Parece que tú sí sabes cómo se supone que funciona un club de lectura. Las demás deberíais tomar nota.
El calor encendió las mejillas de Olivia mientras bajaba la mirada hacia su subrayado ejemplar de El último mohicano. Las otras mujeres comenzaron a abuchear a Jamie y a lanzarle servilletas arrugadas. Por supuesto, no estaba mirando sus senos. Ni siquiera se había fijado en ella antes de comenzar a volverse hacia la barra. Olivia se inclinó para guardar el libro en el bolso.
–Yo vi la película –comentó la mujer que estaba sentada a su lado–. Es increíble. Una historia magnífica.
–Desde luego. La verdad es que me alegro de haberla leído. Aunque no vayamos a hablar de ella esta noche –desvió la mirada hacia Gwen–. ¿Por qué me dijiste que estabais leyendo El último mohicano?
Gwen se encogió de hombros.
–Porque si te hubiera dicho que solo íbamos a tomar una copa y a pasar el rato no habrías venido, ¿o no tengo razón?
Olivia quería indignarse ante aquella mentira, pero Gwen tenía razón. Lo bueno de un club de lectura era que le proporcionaba a Olivia algo de lo que hablar. Había pensado que podría ayudarla a amortiguar la incomodidad que solían producirle las conversaciones con otras mujeres. Pero en aquel momento estaba allí y aquello era lo que se había propuesto.
–Tienes razón –contestó–, así que, gracias.
La conversación sobre El último mohicano condujo a seguir hablando de películas en las que actuaban hombres atractivos e incluso Olivia pudo hacer alguna contribución. Había estado casada, pero no ciega. Y tampoco estaba ciega cuando Jamie volvió a la mesa con las cervezas. Bastaron sus antebrazos desnudos para despertar su atención. Eran unos brazos fuertes y viriles. Todavía seguía mirándolos cuando apareció un vaso de agua ante ella.
–Su vaso, señorita Olivia –le dijo, dirigiéndose a ella como si fuera una profesora. Y lo era. ¿Sería una coincidencia o se le habría pegado el olor de los rotuladores de pizarra?–. Y también un vaso para la pinta, supongo –deslizó un vaso vacío al lado del agua.