Abelardo Oquendo: la crítica literaria como creación. Группа авторов

Чтение книги онлайн.

Читать онлайн книгу Abelardo Oquendo: la crítica literaria como creación - Группа авторов страница 2

Abelardo Oquendo: la crítica literaria como creación - Группа авторов

Скачать книгу

Oquendo no solo asume su tarea como lector y crítico de la producción más significativa de su tiempo sino, además, postula una ética en torno a la creación literaria en un mundo en el que el valor de la literatura se ve sometido a los designios e intereses del mercado editorial, constatación que se funda en su vasta experiencia como editor de libros, director y colaborador de revistas culturales1. De aquí se desprende la importancia que Oquendo asigna a la autenticidad del ejercicio literario. Así, no lo veremos entusiasmarse ante la obra de escritores que publican rodeados de un engañoso aparato publicitario o cuyo camino a la fama ha sido de antemano labrado por un sector de la crítica, como ocurre en una reseña que dedica a la publicación de Cantar de ciegos, de Carlos Fuentes:

      El que Fuentes figure en la primera línea de los narradores actuales de México; el que se le mencione entre los cultores representativos de la nueva novela latinoamericana, entre esa casi media docena de novelistas a partir de los cuales el entusiasmo de una crítica local, alborozada por las versiones a otras lenguas de esos autores, quiere proclamar una renovación y superación que solo algunos de ellos alcanzan, son factores que no condicen con la reseña que se acaba de hacer.

      Así, a la complaciente y exaltada recepción de la que gozan los escritores consagrados, Oquendo opone el entusiasmo que le genera la aparición de un nuevo escritor peruano o la confirmación de un vaticinio:

      Con tanta o más frescura que las páginas más frescas de Alfredo Bryce, con gracia no menos osada y sí más sana y vital que Pantaleón y las visitadoras, [Gregorio] Martínez (Nazca, 1942) es un escritor que sabe reír, respirar a pulmón pleno el aire de los campos, encantado de vivir pese a tener los ojos bien abiertos para ver cómo nos afea, ensucia, corrompe la vida la injusticia y otras torpezas humanas.

      Riguroso, original y agudo en sus indagaciones, así como fiel a sus convicciones, el de Oquendo es, sin lugar a dudas, uno de los más lúcidos ejercicios críticos de nuestra literatura en la medida en que ilustra un modo de hacer, concebir —y amarla, sobre todo— que no deberían perder de vista las próximas generaciones.

      ***

      Quiero expresar mi agradecimiento, en primer lugar, a la familia de Abelardo Oquendo: a su esposa Carmen Heraud y a sus hijos Claudia, Sergio, Patricia y, sobre todo, a mi entrañable amigo Abelardo Oquendo Heraud. Agradecer también a aquellos colegas que gentilmente facilitaron la inclusión de las entrevistas al autor en este volumen (Alonso Rabí, Dante Trujillo, entre otros) y, por último, a Mario Vargas Llosa, Mirko Lauer, Alonso Cueto y Peter Elmore cuyos testimonios han contribuido a recordar con mayor nitidez e intensidad la imagen de Abelardo Oquendo. Al aporte de todos ellos, finalmente, se debe este libro.

      Alejandro Susti

      Octubre, 2019

      1 Como bien se sabe, en la trayectoria de Oquendo se resumen algunos de los proyectos editoriales más significativos de nuestras letras como la ya mencionada participación en la revista Amaru, la creación del sello editorial Mosca Azul en 1972 y la fundación y dirección de la revista Hueso húmero.

      Testimonios

      La muerte del Delfín

      Mario Vargas Llosa

      Vaya año terrible: primero fue Fernando de Szyszlo, luego Luis Loayza, ahora Abelardo Oquendo. Me dicen que, desde que se le declaró el cáncer, se negó a ser operado y tratado y que esperó la muerte con gran coraje y dignidad. Traté de hablar con él varias veces y nunca lo conseguí. Me voy quedando sin los amigos que dieron vida y ánimos y buenas lecturas y enseñanzas a mi juventud.

      Conocí a Abelardo en el año 1956. Acababa de casarme por primera vez y andaba buscando trabajitos que me permitieran sobrevivir, sin renunciar a la universidad. Conseguí siete y el séptimo gracias a él, que trabajaba entonces en el Suplemento Cultural de El Comercio, que salía los domingos: me encargó una entrevista semanal a todos los escritores peruanos sobre sus métodos de trabajo, sus ideas literarias y sus proyectos. Todos pasaron por aquel tamiz, desde el venerable López Albújar hasta José María Arguedas, que me hizo rehacer una y otra vez el texto hasta el instante mismo de mandarlo al linotipista.

      Con Abelardo y Lucho Loayza formamos un trío irrompible. Nos veíamos a diario, para tomar un rápido cafecito en el Bransa de La Colmena y para saber que estábamos vivos y nos necesitábamos, y para discutir sobre si Sartre o Borges era el gran maestro. Yo sostenía que el primero, Lucho que el segundo y Abelardo mantenía una cierta neutralidad. Su maestro, Luis Jaime Cisneros, lo había tenido un año fichando las Tradiciones Peruanas para una tesis doctoral que iba a llamarse Los paremios en Ricardo Palma, algo que lo había disgustado de la filología y, casi casi, de la literatura (no era para menos). Pero esta se hallaba tan arraigada ya en él que, aunque nunca llegó a escribir los libros que creíamos, siempre la practicó, de esa manera discreta que convenía a su personalidad, en forma de notitas, reseñas, columnas anónimas, consejos verbales y cartas que algún día, espero, alguien recopilará: será entonces leído y reverenciado como el maestro secreto que fue.

      Apenas recuerdo por qué Lucho y yo lo llamábamos el Delfín. Tal vez porque nos deslumbraba cuando explicaba la poesía de los clásicos, por ejemplo, los más intrincados poemas de Góngora, y sabía distinguir con gusto infalible la originalidad de la impostura, detectar el talento genuino entre los mares de textos que ya entonces le llevaban los poetas jóvenes en busca de orientación. Estábamos seguros de que más pronto que tarde escribiría esos ensayos que, como los de Alfonso Reyes o Pedro Henríquez Ureña que leíamos con pasión, serían bellos, sabios e inconfundibles. Pero nunca los escribió y ese es un gran misterio que ya no tengo manera de resolver. Recuerdo que, en uno de mis viajes a Lima, me dijo que tenía un proyecto en marcha: escribir unos ensayos sobre una serie de poetas peruanos. Pero solo escribió el primero, uno magnífico, consagrado a Javier Sologuren. ¿Qué lo desanimó? Tal vez el deseo de la absoluta perfección inalcanzable, tal vez esa sensación de para qué, de es por gusto, no tiene sentido en un medio tan poco estimulante como el de Lima extenuarse tratando de escribir obras maestras. ¿Cuántas promesas se quedaron en embrión en la historia del Perú, de América Latina, por ese derrotismo psicológico que la pobreza intelectual y literaria del medio expande en torno, paralizando a los mejores?

      Por eso queríamos partir. Vallejo sin París no hubiera sido Vallejo, y hubiera terminado tal vez como Martín Adán, al que, cuando salía del manicomio a tomarse unos traguitos, íbamos a espiar religiosamente al Bar Cordano. Hacíamos sesiones de espiritismo, jugábamos a quién se reía primero (yo solía ganarles imitando al pato, raneando y chillando: «¡Soy el pájaro-mitra!, ¡Cuá cuá!») pero, sobre todo, planeábamos el viaje a Europa, con gran detalle. Iríamos allá y nos reuniríamos en ese dodecasílabo: ¡Montecarlo, Principado de Mónaco! Se convirtió en un estribillo al que acudíamos para levantarnos el ánimo y combatir la desmoralización limeña, esos días sin cielo, grises y con garúa. Pero solo Lucho y yo partimos, porque Pupi, la mujer de Abelardo, quedó embarazada por segunda vez y con dos hijos la aventura europea resultaba ya muy arriesgada.

      La correspondencia suplió la presencia, por muchos años. Sin las cartas de Lucho y de Abelardo, esas cartas estimulantes, alentadoras, queridísimas, probablemente yo no hubiera terminado nunca mi primera novela, La ciudad y los perros, que escribía y reescribía sin cesar, mientras hacía el doctorado en la Complutense de Madrid, y luego, en París, mientras traducía artículos para la UNESCO y la France Presse, preparaba programas para la Radio-Televisión Francesa y ponía voz en español a Les Actualités Françaises. Cuando vivía en Lima solo soñaba con París, pero, en París, me hacían falta Lima y el Perú, y Abelardo atenuaba esa nostalgia con sus cartas semanales. Con el tiempo, aquellos intercambios fueron disminuyendo, alargándose, hasta desaparecer. Pero, cada vez que yo regresaba al Perú nos veíamos, almorzábamos un arroz con pato, recordábamos los viejos

Скачать книгу