La isla del doctor Moreau. H. G. Wells

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La isla del doctor Moreau - H. G. Wells Clásicos

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Montgomery y yo —añadió.

      Y acto seguido dijo:

      —No puedo decirle cuándo podrá irse de aquí. Estamos muy lejos de todo. Sólo vemos pasar un barco cada doce meses.

      Me dejó bruscamente, subió por la loma, pasando por delante del grupo, y entró al recinto. Los otros dos hombres estaban con Montgomery, apilando un montón de paquetes pequeños en una carretilla. La llama seguía en la lancha, con las conejeras, y los perros aún estaban atados a la bancada. Cuando terminaron de apilar los bultos, los tres hombres agarraron la carretilla y empezaron a arrastrar la tonelada de peso detrás del puma. Montgomery se alejó de ellos y, volviendo hacia mí, me tendió la mano.

      —Me alegro por lo que me toca. Ese capitán era un pobre burro. Debería haberle facilitado las cosas —dijo.

      —Ha vuelto a salvarme —respondí.

      —Eso depende. Pronto verá que esta isla es un lugar infernal, se lo aseguro. Yo que usted me andaría con cuidado. Él... —vaciló, y pareció cambiar de opinión sobre lo que estaba a punto de decir—. Écheme una mano con los conejos —dijo.

      Su modo de proceder con los conejos resultó muy curioso. Me metí en el agua con él y lo ayudé a transportar una de las conejeras hasta la playa. Acto seguido abrió la puerta e, inclinando la caja por uno de los extremos, vertió sobre la arena su viviente contenido. Los conejos, unos veinte, cayeron unos encima de otros. Luego dio unas palmadas y todos se dispersaron corriendo a saltitos por la playa.

      —¡Crezcan y multiplíquense, amigos míos! —exclamó Montgomery—. Pueblen la isla.

      Hasta ahora andábamos algo escasos de carne.

      Mientras los veía alejarse, el hombre del pelo blanco regresó con una petaca de coñac y unas galletas.

      —Un tentempié, Prendick —dijo con tono algo más amistoso que antes.

      Yo no hice ningún comentario. Me limité a dar buena cuenta de las galletas mientras el hombre del pelo blanco ayudaba a Montgomery a liberar a otra veintena de conejos. No obstante, tres conejeras grandes fueron llevadas hasta la casa con el puma. El coñac ni lo probé, pues siempre he sido abstemio.

      La puerta cerrada

      Tal vez el lector haya comprendido lo extraño que al principio era todo para mí; además, la situación era el resultado de aventuras tan inesperadas que ya no tenía criterio para juzgar la extravagancia de las cosas. Seguí a la llama playa arriba hasta que Montgomery me alcanzó para decirme que no entrara al recinto de piedra. Advertí que la jaula del puma y el montón de paquetes se encontraban a la entrada del recinto.

      Me volví y comprobé que ya habían terminado de descargar la lancha, que reposaba ahora varada en la playa, y que el hombre del pelo blanco caminaba hacia nosotros. Se dirigió a Montgomery.

      —Ahora empieza el problema con este invitado indeseado. ¿Qué vamos a hacer con él?

      —Sabe algo de ciencias —dijo Montgomery.

      —Estoy impaciente por volver al trabajo con el nuevo material —dijo el hombre del pelo blanco, señalando con la cabeza hacia el recinto de piedra. Se le iluminaron los ojos.

      —No me cabe duda —dijo Montgomery, con un tono que era cualquier cosa menos cordial.

      —No podemos mandarlo allí ni perder tiempo en construirle una nueva choza. Y tampoco podemos confiar en él por el momento.

      —Estoy en sus manos —dije yo, que no tenía la menor idea de lo que quería decir con «allí».

      —Yo también he pensado en ello —respondió Montgomery—. Queda mi habitación con puerta al exterior.

      —¡Eso es! —se apresuró a decir el anciano, mirando a Montgomery. Y los tres nos dirigimos hacia el recinto de piedra. Luego continuó:

      —Siento ser tan misterioso, señor Prendick, pero recuerde que nadie lo ha invitado. Nuestro establecimiento encierra un par de secretos; en realidad es una especie de cámara de Barba Azul. Nada terrible para un hombre en su sano juicio. Pero aún no sabemos quién es usted.

      —Decididamente sería estúpido si me sintiera ofendido por su desconfianza.

      Esbozó una débil sonrisa —era una de esas personas taciturnas que sonríen con las comisuras de los labios hacia abajo— e inclinó la cabeza en reconocimiento a mi habilidad. Habíamos pasado la entrada principal del recinto: una pesada puerta de madera con marco de hierro ante la cual se amontonaba la carga del barco. Al llegar a la esquina nos encontramos con una puerta pequeña en la que no había reparado hasta entonces. El hombre del pelo blanco sacó un manojo de llaves del bolsillo de su mugrienta chaqueta azul, abrió la puerta y entró. La expresión de sus ojos y las complicadas medidas de seguridad del lugar llamaron mi atención.

      Lo seguí hasta una pequeña habitación, sencilla, aunque confortablemente amueblada, con una puerta interior ligeramente entornada que daba a un patio empedrado. Montgomery la cerró de inmediato. En el rincón más oscuro de la habitación había una hamaca y una ventana pequeña y sin cristal, protegida por unos barrotes de hierro que miraba hacia el mar.

      El hombre del pelo blanco me explicó que aquella sería mi habitación y que la puerta interior se cerraría desde fuera, «para evitar accidentes», según dijo. Señaló una tumbona que había junto a la ventana y un montón de libros viejos, principalmente obras de cirugía y ediciones de los clásicos latinos y griegos –cuya lengua no podía leer con facilidad–, apilados en una estantería cerca de la hamaca. Salió de la habitación por la puerta exterior, como para no tener que abrir de nuevo la otra.

      —Normalmente comemos aquí —dijo Montgomery; y luego, como si dudara, salió detrás del otro. Oí que lo llamaba Moreau, y en aquel momento no caí en cuenta. Luego, mientras ojeaba los libros de la estantería, me vino a la mente: ¿dónde había oído yo el nombre de Moreau?

      Me senté junto a la ventana, saqué las galletas que me quedaban y las comí con excelente apetito.

      Por la ventana vi a uno de los numerosos hombres de blanco que arrastraba una caja por la playa. Luego el marco de la ventana lo ocultó de mi vista. Poco después oí que alguien introducía una llave en la cerradura y cerraba la puerta. Al cabo de un rato, a través de la puerta cerrada, oí a los perros, que ya habían llegado de la playa. No ladraban, pero olfateaban y gruñían de un modo extraño. Oí sus rápidas pisadas y la voz de Montgomery apaciguándolos.

      Estaba muy impresionado por la misteriosa discreción de los dos hombres respecto del contenido de aquel lugar y durante algún tiempo no paré de pensar en ello y en lo familiar que me resultaba el nombre de Moreau. Pero así es la memoria humana, y en ese momento no fui capaz de relacionar debidamente aquel nombre famoso. Mis pensamientos pasaron a la indescriptible rareza del hombre deforme y envuelto con vendas blancas que nos esperaba en la playa.

      Jamás había visto semejantes andares ni movimientos tan extraños como los que él hacía al arrastrar la caja. Luego recordé que ninguno de ellos me había dirigido la palabra, aunque a todos los había sorprendido mirándome furtivamente en algún momento. Me preguntaba qué idioma hablarían. Parecían muy taciturnos, y hablaban con voces misteriosas. ¿Qué les pasaba? Entonces recordé la mirada del torpe ayudante de Montgomery.

      Justo

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