La isla del doctor Moreau. H. G. Wells
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—Su desayuno, señor —dijo.
Lo miré fijamente sin intentar responderle. Se volvió y se dirigió hacia la puerta, mirándome por encima del hombro de un modo extraño.
Lo seguí con la mirada y, entonces, por alguna función cerebral inconsciente, me vino a la cabeza una frase: «¿Los dolores de Moreau?». ¿Cómo era? Mi memoria dio un salto de diez años. «¡Los horrores de Moreau!». La frase divagó a su antojo por mi cabeza durante un momento y luego la vi en un rótulo rojo impreso sobre un pequeño folleto amarillo, cuya lectura producía escalofríos. Lo recordé todo perfectamente. El folleto olvidado volvió a mi memoria con asombrosa nitidez. Yo no era entonces más que un joven, y Moreau debía de tener, creo, unos cincuenta años; era un eminente cirujano, conocido en los círculos científicos por su extraordinaria imaginación y su brutal franqueza en el debate.
¿Sería el mismo Moreau? Había publicado ciertos descubrimientos de lo más sorprendentes sobre la transfusión de sangre, y se sabía además que estaba realizando una valiosa labor de investigación sobre tumores malignos. Pero su carrera se vio súbitamente interrumpida. Tuvo que abandonar Inglaterra. Un periodista consiguió entrar a su laboratorio en calidad de ayudante, con la intención deliberada de hacer un reportaje sensacionalista y, merced a un increíble accidente –si es que realmente fue un accidente–, su truculento folleto alcanzó notoriedad. El mismo día de su publicación un pobre perro, desollado y mutilado, escapó del laboratorio de Moreau.
Ocurrió durante el verano, cuando escasean las noticias, y un destacado editor, primo del supuesto ayudante de laboratorio, apeló al sentido común de la nación. No era la primera vez que el sentido común se oponía a los métodos de investigación. El doctor fue expulsado del país sin contemplaciones. Quizá lo mereciera, pero sigo creyendo que el tibio apoyo de sus colegas, y el abandono del que fue objeto por parte del cuerpo de investigadores científicos, resultó algo vergonzoso. Sin embargo, algunos de sus experimentos, según el relato del periodista, eran de una crueldad desmesurada. Tal vez habría podido calmar a la opinión pública abandonando sus investigaciones, pero al parecer optó por estas últimas, como habría hecho la mayoría de las personas que han sucumbido al irresistible hechizo de la investigación. Era soltero, por lo que sólo debía pensar en sus propios intereses...
Estaba convencido de que se trataba del mismo hombre. Todo así lo indicaba. Entonces caí en la cuenta de cuál era el destino del puma y de los otros animales, que para entonces ya habían sido encerrados, junto con el resto de la carga, en el recinto situado detrás de la casa. Un leve y curioso olor, el hálito de algo familiar, un olor que había permanecido hasta ahora en el fondo de mi conciencia, ocupó de pronto el primer plano de mis pensamientos. Era el olor a antiséptico del quirófano. Oí el rugido del puma al otro lado de la pared, y uno de los perros gimió como si lo hubieran golpeado.
Sin embargo, y especialmente para otro hombre de ciencia, la vivisección no era tan horrible como para justificar tanto secreto. Y por un extraño salto mental, las orejas puntiagudas y los ojos brillantes del ayudante de Montgomery volvieron a mí con la más absoluta nitidez. Clavé la mirada en el mar azul, que la refrescante brisa cubría de espuma, y dejé que éstos y otros extraños recuerdos de los últimos días corretearan por mi mente.
¿Qué significaría todo aquello? Un recinto cerrado en una isla solitaria; un vivisector de mala fama y esos hombres tullidos y deformes...
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