Un amor arriesgado - El príncipe y la camarera. Sarah Morgan
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Ally se obligó a sí misma a sonreír. Esperaba que no. Con un poco de suerte, Sean Nicholson se marcharía unos meses más tarde y ella podría volver a respirar tranquilamente.
–El doctor Nicholson está aquí solo de forma temporal. ¿Qué le ocurre, señora Turner?
–Pues… nada, es que…
–¿Y para qué ha venido a la consulta?
–Ah, claro, es verdad. Me duelen los oídos.
Ally examinó los oídos de la mujer, sonriendo.
–No le pasa nada en los oídos, señora Turner. Solo tiene un tapón de cera. Pida cita con la enfermera para que se lo quiten.
–¿Solo es un tapón de cera? –preguntó la mujer, sorprendida–. ¿Me ha examinado bien?
–Un tapón puede ser doloroso –sonrió Ally–. Si cuando se lo hayan quitado no mejora, vuelva a verme.
Cuando la paciente salió de su consulta, Ally la observó, distraída. Seguía pensando en Sean Nicholson y en cómo iba a tratar con él. Una cosa era cierta, no era un hombre fácil. Cuando quería algo, lo conseguía. ¿La querría a ella?, se preguntó. Pero tenía que seguir atendiendo pacientes y lo mejor era concentrarse en el trabajo.
Mary Thompson era una mujer de cincuenta años que llevaba un par de meses acudiendo a la clínica con problemas sin importancia. Ally sospechaba que le ocurría algo de lo que no quería hablar.
–Hola, señora Thompson. ¿Cómo está?
La mujer se sentó frente a ella, nerviosa.
–Siento mucho molestarla, doctora McGuire, pero es que tengo mucha tos.
–No me molesta en absoluto. ¿Desde cuándo la tiene? –preguntó Ally, tomando su estetoscopio.
–Desde hace un par de semanas. No me deja dormir.
Un par de semanas. Una rápida mirada a su ordenador le confirmó que, un par de semanas antes, Mary había ido a la consulta para que le curasen una indigestión. ¿Por qué no había mencionado la tos entonces?
–Desabróchese la blusa, por favor –dijo, sonriendo. Los pulmones de la mujer estaban perfectamente sanos, como había supuesto–. ¿Usted fuma?
–No. Pero mi marido sí.
Su marido. Ally recordaba que era un hombre grueso de mucho carácter.
–Sus pulmones parecen sanos, pero si sigue tosiendo me gustaría volver a echarle un vistazo dentro de una semana. ¿Alguna cosa más?
–No –dijo la mujer.
–¿Seguro que no hay nada más que quiera contarme?
La señora Thompson apretó el bolso con fuerza.
–Claro que no. Solo es la tos.
–Tome esto dos veces al día y vuelva la semana que viene –dijo Ally, extendiendo una receta.
Mary Thompson se levantó con expresión triste.
–Muchas gracias, doctora McGuire.
Ally observó salir a su paciente. Si Mary no le decía lo que le pasaba, no podría ayudarla.
En ese momento, alguien llamó a la puerta. Era Sean Nicholson.
–He terminado por hoy. Si no te importa, iré a ver tu casa más tarde.
Ally asintió con la cabeza. Necesitaba el dinero del alquiler porque, a pesar de su sueldo como médico, tenía muchos gastos.
–Vivo en Ambleside, pasado el cruce de Kirkstone –dijo, anotando su dirección–. Estaré en casa a las cinco y media.
–Estupendo. ¿Va todo bien? Pareces preocupada.
–No. Es una paciente…
Para su consternación, Sean se sentó en la silla que había frente a su escritorio.
–¿Quieres hablar de ello?
¿Hablar de ello? ¿Con él?
–No hay nada que decir –contestó. Pero después lo pensó mejor. Quizá una segunda opinión la ayudaría–. Bueno, la verdad es que tengo la sensación de que quiere decirme algo, pero no se atreve. Lleva un par de meses viniendo con tos, indigestiones, cosas así, pero estoy segura de que hay algo más.
–Podría ser depresión –murmuró Sean.
–No lo creo.
–¿Tiene problemas familiares?
–Es posible… No lo sé. Quizá lo estoy imaginando y no le pasa nada en absoluto.
–En mi experiencia, lo mejor es fiarse del instinto. Si tu instinto te dice que pasa algo, seguramente pasa algo. ¿Por qué no lo averiguas?
–¿Cómo? No puedo obligarla a que me cuente nada.
–Desde luego, pero podrías sugerirle que fuera al psicólogo.
–Mary podría tomarse esa sugerencia como un insulto. No todo el mundo entiende que el psicólogo es un médico como los demás.
Sean la miró a los ojos y su corazón se aceleró.
–Tienes razón. Nos veremos más tarde –dijo, levantándose.
Ally lo observó salir de su consulta, nerviosa. Quizá no había hecho bien aceptándolo como inquilino. Llevaba demasiado tiempo alejada de los hombres y se le había olvidado lo que era estar cerca de uno. ¿Cómo iba a relacionarse con él? ¿Podría hacer su vida como si Sean Nicholson no estuviera viviendo a su lado?
Apenas se verían, pensó. Ni siquiera sabría que estaba en su casa.
Un nuevo paciente llamó a la puerta y Ally hizo un esfuerzo para olvidarse de aquellos ojos, de la sonrisa indolente…
La tarde pasó rápidamente y cuando miró su reloj, comprobó que eran las cinco y cuarto.
–¿Algún paciente esperando, Helen? –preguntó a la enfermera.
–No. Puedes irte con tu niña –sonrió la joven.
Mientras conducía hacia su casa, observando las montañas recortadas en el horizonte, se preguntó si Sean habría encontrado el camino.
Lo había hecho.
Las luces del establo iluminaban la moto y la figura que había a su lado. Por supuesto, Sean Nicholson tenía que conducir una moto.
Ally observó la chaqueta de cuero negro que parecía abrazar sus anchos hombros. ¿Por qué tenía que ser tan masculino? ¿Por qué no era una birria de hombre?