Un amor arriesgado - El príncipe y la camarera. Sarah Morgan
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–Siento llegar tarde. Es que he tenido muchos pacientes.
–No me importa esperarte –dijo él, colocándose el casco bajo el brazo. Ally sacó las llaves para abrir la puerta, pero estaba tan nerviosa que se le cayeron al suelo.
Estupendo. Disimulaba de maravilla. Maldiciendo en voz baja, se inclinó para tomarlas y vio con el rabillo del ojo el brillo irónico en los ojos del hombre.
Genial. Sean Nicholson sabía muy bien el efecto que ejercía en ella y estaba disfrutando como un loco.
–Supongo que esto te parecerá muy aislado –dijo, metiendo la llave en la cerradura como si quisiera matarla. No podía ni imaginar lo que pasaría cuando estuvieran viviendo juntos. Para empezar, necesitaría varios juegos de llaves si iba a seguir tirándolos al suelo…
–¿Sigues queriendo que me eche atrás? –sonrió Sean–. Pues siento desilusionarte, pero me gusta estar aislado, rodeado de ovejas…
–Las ovejas a veces son muy ruidosas –lo interrumpió ella, encendiendo la luz–. Como ves, no es muy grande…
–Eres una vendedora nata –rio Sean, mirando hacia arriba–. ¿Qué hay en el segundo piso?
–El dormitorio –contestó Ally, incómoda. No iba a funcionar. No iba a funcionar en absoluto. No podía estar en el mismo país que aquel hombre. ¿Cómo iba a convivir con él?
–Me gusta.
Ella abrió la boca para decir que había cambiado de opinión, pero no pudo decir nada.
–Aún no has visto la cocina –suspiró.
–No me digas… hay ratas y no tienes agua corriente –rio Sean, mirando por la ventana–. Tiene una vista preciosa.
Ally apartó la mirada de aquellos hombros. Estaban tan cerca que podría tocarlos… Pero no quería tocarlos. No tenía intención de hacerlo.
–Desde el dormitorio se ve mejor.
¿Por qué? ¿Por qué decía esas cosas que no quería decir?
–Normalmente, no me preocupa demasiado lo que se vea desde el dormitorio.
Ally se puso colorada, pero intentó disimular.
–La cocina no es grande, pero tiene todo lo necesario.
Sean entró tras ella. Ojalá no lo hubiera hecho. La cocina no era suficientemente grande para dos personas. Especialmente, si una de ellas era Sean Nicholson.
–Este sitio es muy bonito. ¿Lo has arreglado tú misma?
–No. Lo hizo el carpintero del pueblo.
–Pues ha hecho un buen trabajo. No debe ser difícil alquilar este sitio. Está separado de la casa, independiente…
Ally esperaba que fuera así. Sinceramente, esperaba que fuera así. Vivir demasiado cerca de aquel hombre podría volverla loca.
–Mis padres nos regalaron la casa a mi hermana y a mí y decidimos arreglar el establo para alquilarlo.
–¿Tu hermana también vive aquí?
–Mi hermana murió.
Sean se quedó en silencio durante unos segundos.
–Lo siento.
–No pasa nada. Ocurrió hace tiempo.
–¿Tuviste que reconstruir todo el establo? –preguntó entonces Sean, cambiando de conversación.
–Completamente. Por eso tengo inquilinos, para pagar los gastos.
–¿Cuándo se fue el último?
Ally se apartó un rizo de la frente.
–Fiona se marchó el mes pasado. Le ofrecieron un trabajo en Londres y, como todo el mundo, huyó de Cumbria.
–Todo el mundo menos tú.
–A mí no me gustan las grandes ciudades. Desde que era joven me han gustado el campo y la montaña, así que este es mi sitio.
–¿Desde que eras joven? –repitió Sean con una sonrisa–. ¿Qué eres ahora, una anciana?
Ally sonrió. Se sentía tan vieja como las montañas, pero solo por dentro. Obviamente, los traumas recientes no la habían envejecido por fuera.
–Digamos que se me ha pasado el momento de buscar las emociones que ofrece una gran ciudad.
–¿Y qué pasa con… otro tipo de emociones? ¿Tampoco las necesitas, Ally?
–Me gusta mi vida, doctor Nicholson.
–¿Vamos a tutearnos o no?
Ella hubiera preferido no hacerlo. De ese modo, se sentía más segura. Pero sabía que era absurdo no tutear a un colega.
–Pensé que, habiendo estado en el ejército, te gustarían las formalidades.
–Dejé el ejército hace tiempo y, la verdad, nunca me gustó mucho lo de los rangos. No es mi estilo. Bueno, ¿puedo alquilar este sitio o… tienes que hablar con Charlie?
¡Charlie! Ally se había olvidado de Charlie. Sería mejor que le dijera la verdad antes de que él la descubriera por sí mismo.
–Sean, tengo que decirte una cosa…
El sonido de un coche sobre la gravilla del camino la interrumpió. No había tiempo para confesiones.
–Tienes visita.
En ese momento, se abrió la puerta y Charlie entró corriendo con las mejillas rojas por el frío.
–¡Mamá! ¿Qué haces aquí…? –la niña se quedó parada al ver a Sean–. ¿Quién eres?
Ally tragó saliva, demasiado incómoda como para disculparse por las maneras de su hija.
–Es el doctor Nicholson, cariño. Va a vivir aquí durante un tiempo. ¿Dónde está la abuela?
–Se ha ido a casa porque Princesa va a dar a luz. ¿Es tuya la moto que hay fuera? –preguntó la niña.
–Sí –contestó Sean–. ¿Te gusta?
–¡Mucho! ¿Puedes llevarme a dar un paseo?
–¡De eso nada! –exclamó su madre–. Venga, vamos a casa. Tienes que hacer los deberes.
–¿No vas a presentarnos? –preguntó Sean con voz de terciopelo. Ally lo miró. Un error porque su corazón empezó a latir con fuerza al ver aquellos ojos oscuros.
–Te presento a mi hija, Charlotte.
–Charlie,