Un amor arriesgado - El príncipe y la camarera. Sarah Morgan

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Un amor arriesgado - El príncipe y la camarera - Sarah Morgan Libro De Autor

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mi inquilino.

      –Ya. Bueno, si lo ves antes que yo, dile que venga a la fiesta, ¿vale?

      –Si lo veo, se lo diré –sonrió Ally.

      Pero no pensaba ir a buscarlo. Y tampoco pensaba ir a una fiesta con él.

      Ally salió de la clínica y decidió ir a visitar a Pete.

      El chico estaba inmovilizado en el hospital, con la cara enterrada en un libro.

      –Hola, trasto –lo saludó.

      –¡Doctora McGuire! –exclamó Pete.

      –¿Cómo estás?

      –Me duele todo –confesó el crío–. Ya sé que he sido un tonto. El doctor Morgan me leyó la cartilla.

      –Has salido de esta de milagro, Pete.

      –Lo sé. El doctor Morgan me dijo que si el doctor Nicholson y usted no hubieran estado allí, podría haber muerto.

      –Pero estábamos allí –suspiró Ally–. ¿Qué tal van tus niveles de azúcar?

      –No demasiado mal.

      –¿Qué estabas intentando probar, Pete?

      –No lo sé. Bueno, sí. Es que estoy harto, doctora McGuire. No me gusta ser diferente de los demás chicos.

      –No eres diferente, Pete. Solo tienes diabetes.

      –Pero eso me hace diferente. No puedo correr como los demás, no puedo comer lo mismo…

      –¿Por qué no puedes correr? –lo interrumpió ella.

      –Porque en el colegio se lo toman muy en serio y hacen competiciones. No se puede hacer un maratón si tienes que pararte de vez en cuando para comprobar cómo van los niveles de azúcar en la sangre…

      –¿Y si no tuvieras que parar?

      –Pero tengo que hacerlo.

      –Cada día inventan monitores de glucosa más efectivos. Ahora hay uno que es casi igual de pequeño que un reloj.

      –Pero tendría que parar de todas formas…

      –No, podrías comprobar tu nivel de azúcar mientras estás corriendo.

      –¿En serio?

      –Sí. ¿Quieres que me informe de dónde podemos conseguirlo?

      –¡Claro que sí! –exclamó Pete, con los ojos brillantes–. Eso sería estupendo, doctora McGuire.

      –Muy bien. Ya te daré más noticias –sonrió Ally, mirando alrededor. En el suelo, descubrió un par de botas de montaña.

      –Son bonitas, ¿verdad?

      –¿Quién te las ha regalado?

      –El doctor Nicholson –contestó Pete.

      ¿Sean había ido a verlo? ¿Por qué no se lo había dicho?

      Ally tomó una bota. Era de la mejor calidad, fabricada en Cumbria.

      –Vaya, vaya.

      –Dice que si no me valen, iremos a cambiarlas, pero que no quiere volver a verme en la montaña sin el equipo adecuado –explicó el chico–. ¿Y sabe otra cosa? Me ha dicho que va a darme lecciones de escalada.

      –¿Lecciones de escalada?

      –Era instructor en el ejército. Es genial.

      –Sí, genial –murmuró Ally. No era lo que hubiera esperado de Sean. Lo creía un hombre frío, egoísta. Y, sin embargo, iba a ver a Pete y se ofrecía a darle clases. ¿Lo habría juzgado mal?

      –¿Cuántas veces ha venido a verte el doctor Nicholson?

      –Dos. Y se quedó mucho rato. El primer día me dio la charla sobre lo inconsciente que había sido y eso. Pero luego ya fue más simpático.

      Ally se mordió los labios. Sean había hecho un buen trabajo. Pete se estaba recuperando, ilusionado por la idea de aprender a escalar.

      –Vaya, se está haciendo tarde. Tengo que irme, pero volveré a verte la semana que viene. ¿De acuerdo?

      –Muchas gracias, doctora McGuire.

      Ally estaba aparcando frente a su casa cuando se abrió la puerta del establo y salió Sean con el maletín en la mano. Debía ir a hacer alguna visita y, por su aspecto, parecía tener mucha prisa.

      –¿Algún problema?

      Sean miró su moto y después a ella. Pareció tomar una decisión y, sin decir nada, entró en el coche y tiró el maletín en el asiento de atrás.

      –¿Dónde vamos? –preguntó Ally, pisando el acelerador.

      –A casa de Kelly Watson.

      –Oh, no. ¿Otro ataque de asma?

      –Sí, y este parece grave –contestó él, mirando su reloj–. Han llamado a una ambulancia, pero parece que están ocupados con un accidente en la carretera. Su madre está completamente aterrorizada.

      Conociendo a la madre de Kelly, no le extrañaba nada.

      Cinco minutos después, Ally frenaba frente a un grupo de casitas.

      –¡Gracias a Dios! –exclamó la madre de Kelly al verlos–. Está en su habitación y casi no puede respirar… –dijo la mujer, con los ojos llenos de lágrimas–. Por favor, no la dejen morir…

      –No pasará nada, no se preocupe.

      Kelly estaba en su cama, intentando respirar, con los labios amoratados.

      –Necesita oxígeno –dijo Sean. Ally ya había sacado la mascarilla y el tubo antes de que él terminara la frase–. Voy a usar aminofilina.

      –¿Cuánto pesa Kelly, señora Watson? –preguntó Ally.

      –Treinta y cinco kilos –contestó la mujer, con expresión angustiada.

      –Le daremos cinco miligramos por kilo.

      La niña los miraba, demasiado exhausta para hablar.

      –Será mejor que le demos hidrocortisona –sugirió Ally. Sean asintió.

      –Tiene un bronco espasmo severo.

      Después de aplicarla la medicación, Kelly respiraba un poco mejor.

      –Gracias a Dios –murmuró su madre.

      Ally miró por la ventana.

      –Ha

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