Introducción a la ética. Edmund Husserl
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En la cumbre de la ética moderna, se encuentra Thomas Hobbes. Vivió entre 1588 y 1679. Su época es, pues, la de las guerras de religión inglesas y continentales, una época en la que la religión y el culto se hundieron en una turbia corriente de pasiones humanas, y Europa, efectivamente desunida, ofreció la imagen de la guerra de todos contra todos y de un dominio total de intereses egoístas so capa de ideales religiosos. Hobbes obtiene de su experiencia de vida y de mundo una visión pesimista de este. No quiere dejarse engañar, quiere confiar solamente en lo que ve. Ve que el egoísmo rige el mundo. El amor cristiano al prójimo es, para él, una mera frase vacía. Solamente en beneficio propio hacen los hombres el bien a otros. Renuncia a la moral. En el nombre de Dios y de la religión, se han perpetrado todas las atrocidades posibles. Dios no es un objeto de la experiencia. Renuncia a Dios y la religión. Es ateo.
Dio un impulso enorme a la ética por el modo en que recondujo teóricamente al egoísmo los hechos inequívocos del comportamiento altruista de los hombres y las normas morales reconocidas por todos como mandatos de la razón, y así diseñó el primer intento de una filosofía moral utilitarista, una moral diseñada sobre la base del mero egoísmo. En vez de filosofía moral, podemos incluso hablar de ética social. La base principal de la ética hobbesiana es hedonista; sin embargo, comparado con el hedonismo común, tiene un nuevo carácter. Mientras que el hedonismo común o bien niega las obligaciones morales o bien, ahí donde aconseja la consideración por los demás, la benevolencia, la gratitud, etc., pasa por alto, sin embargo, [49] lo que es propiamente conforme al deber que es inherente al comportamiento social, la ética hobbesiana busca precisamente explicar como un deber racional este carácter de un deber dirigido al individuo. Cree poder deducir las exigencias morales del principio puramente egoísta o, dicho más claramente, las exigencias sociales de la razón en cuanto tales.
La ética de Hobbes reside en su famosa o tristemente famosa teoría del Estado; en una teoría del Estado basada en el simple principio de que, para Hobbes, los conceptos de lo éticamente justo e injusto se solapan con los de lo jurídicamente justo e injusto, dicho con precisión, coinciden en el Estado exigido por la razón. La teoría del Estado de Hobbes es una construcción ideal, y ahí da igual si y con qué limitaciones Hobbes pensó haber explicado en ella también el origen histórico del Estado. En todo caso, es cierto que, en el discurso sobre el devenir histórico del Estado, describió el origen de la idea de Estado en la razón, es decir, quiso mostrar los motivos racionales que deberían determinar al ser humano, si precisamente es racional, a socializar voluntariamente y, así, a someter su vida social a una forma legislativa que llamamos estatal. Solo que el Estado no debe naturalmente ser el Estado fáctico que se formó accidentalmente, sino que debe extraer su estructura legislativa exclusivamente de la razón. La teoría hobbesiana del Estado ofrece a los ciudadanos que ya viven en este una clarificación ulterior de los motivos racionales que se encuentran en la regulación estatal y que se realizan solo de manera incompleta en la forma histórica del Estado. Hobbes ofrece, así, normas para la crítica del Estado, y para el legislador, normas para el mejoramiento en el sentido de la idea racional. Esto recuerda a Platón, pero el Estado platónico está lejísimos del hobbesiano.
Según Hobbes, el hombre es egoísta por naturaleza. El hecho fundamental es este, que el solo y único instinto originario del ser humano es el egoísta, el instinto de la autoconservación, de la autopromoción. En ello yace esta idea: nada distinto de la autopromoción puede ser fin último para el ser humano; al fin y al cabo, el ser humano busca el máximo placer (y eso coincide con la promoción de la conservación) y huye de lo que causa displacer. Este es, pues, el punto de partida de la conocida construcción. Esta reza así:
[50] En el estado de naturaleza, el hombre sigue sin restricciones el instinto de autoconservación; sin restricciones intenta procurarse el máximo placer y apropiarse de los bienes, y tiene, además, su derecho natural a ello. En esta condición, no existe ningún mandamiento que pudiera legítimamente impedirle una conducta sin restricciones. «Legítimo» significa aquí de parte de la razón. Así pues, aquí no se habla propiamente de derecho; falta el concepto contrario de ausencia de derecho. También podríamos decir aquí que, en el estado de naturaleza, hay una diferencia de razón práctica y sinrazón práctica, de lo prácticamente correcto e incorrecto, solo en la medida en que el ser humano puede también engañarse en la expectativa y en el cálculo del placer esperado o de la autopromoción y ser intelectivamente conducido al error. Sin embargo, aquí no tienen lugar todavía los conceptos de derecho y ausencia de derecho, de lo obligatoriamente exigido y prohibido.
¿Cómo se llega a estas distinciones? En el estado de naturaleza, vale el principio homo homini lupus. Siguiendo cada uno irrestrictamente sus apetitos, ahí donde los hombres conviven en un espacio y dependen, por así decir, de una y la misma reserva de bienes, los conflictos son inevitables; hay lucha, lucha de todos contra todos, asesinato, homicidio, guerra. Resulta un estado muy insatisfactorio: el hombre vive en la escasez, en el miedo, en la intranquilidad. Ahora bien, la razón enseña a los hombres que un aspirar desenfrenado, una libertad ilimitada, no es adecuada para la satisfacción de sus necesidades y de sus verdaderos intereses; el hombre reconoce que la paz es la condición fundamental para una vida provechosa y que sin ella todos los demás bienes perderían su valor. La razón dice al hombre que la paz solo es posible si cada uno renuncia a la falta de límites de la actividad de su voluntad. Son necesarias leyes que limiten adecuadamente las esferas de lo que los individuos pueden disponer en el nivel práctico. Pero también tiene que existir un poder que dé eficacia a las leyes. Esto no se lograría con simples promesas de someterse a las leyes limitantes impuestas por la razón. El egoísmo de los individuos las infringiría a la primera ocasión. Tiene que existir una voluntad dominante, dotada de fuerza coercitiva, que dé vigor a las leyes.
Hobbes deduce así que, ante todo, los individuos tienen que renunciar completamente al ejercicio [51] propio y libre de su voluntad en favor de una voluntad general dominante. Habla de una sumisión contractual de todos a la única autoridad soberana de la voluntad omnipotente del Estado, que es la fuente de todas las restricciones legales y jurídicas, restricciones a la esfera de la voluntad que se transfieren al individuo como aquellas que le incumben. Un individuo, un príncipe, funciona mejor como representante de esta voluntad de Estado, en favor de la cual todo otro individuo, en el contrato estatal, debe, en primer lugar, renunciar completamente a su propia voluntad. Es, pues, mejor un solo egoísta a la cabeza que muchos egoístas.
Las diferencias entre derecho y ausencia de derecho, entre lo permitido y lo mandado, adquieren sentido solo con el establecimiento de las leyes del Estado, que son en cierto modo artículos de paz. Un deber, una obligación existen solo en el vínculo social, y a aquí pertenece todo aquello que es definido como éticamente bueno y éticamente malo; de acuerdo con el razonamiento hobbesiano, lo ético coincide exactamente con lo legal. Expresamente afirma que el bien ético y el mal ético indican solo la concordancia o el contraste de nuestras acciones voluntarias con una determinada ley, por medio de la cual el bien y el mal son asociados a nuestra condición según la voluntad y el poder del legislador1. Con todo, debemos recordar, no obstante, que Hobbes habla del Estado mandado por la razón. Ciertamente, sus escritos De Cive (1642)2 y Leviatán (1651)3 siguen también las tendencias prácticopolíticas; ambos textos, mediante la deducción de la necesidad racional de un poder estatal, pretenden también reforzar la autoridad del ordenamiento estatal de hecho y, en especial, la del Estado absolutista. Pero debemos descartar lo que en sus escritos hay de tendencia política y atenernos a la idea de Estado que deduce de la razón. A este respecto, es de gran interés que, en esta unilateralidad extrema, se haya hecho el intento de derivar en modo puro la necesidad de un orden estatal y, con ello, de la fuente necesaria de [52] las obligaciones sociales, de un principio egoísta y de la razón en la mera función de cálculo egoísta. Estado significa aquí el universo de todas las normas sociales a las que todo ser humano debe necesariamente someterse, en la medida en que