Introducción a la ética. Edmund Husserl
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La conducción sócratica del diálogo (y, como es sabido, toda su vida y obra se realiza discutiendo) apunta en todo a la intelección perfecta de la esencia, esto es, a un ver espiritual que se manifiesta en un esfuerzo cognoscitivo como claridad definitiva, como cumplimiento intuitivo de las intenciones del pensar antes oscuras; apunta, más de cerca, a un ver la esencia de valores prácticos, aquello que constituye su autenticidad y verdad. Sócrates es el primero en reconocer que hay algo indudable, porque lo verdadero y auténtico mismo ofrece en su esencialidad propia una intelección intuitiva, y que a nadie le cae como una inspiración divina, sino que se adquiere en un proceso metódico de trabajo del pensamiento. La intelección, sin embargo, es algo completamente diferente de un mentar vacío, por más ingenioso que sea. Frente a las muchas menciones y sus valores mentados, se encuentra el único, verdadero y auténtico bien, que es aprehendido en el ver espiritual y que se da en él como algo absolutamente fijo, como algo que es y vale absolutamente, al cual uno se tiene que orientar.
Sócrates no era un filósofo sistemático y, por eso, los principios que tradicionalmente se le atribuyen no son teoremas con una composición conceptual exacta y una correspondiente fundamentación científica. Son, por ello, interpretables de manera más o menos profunda. Solo quien los interprete desde la perspectiva de la filosofía platónica, el más auténtico efecto del impulso socrático, comprenderá su profunda e ilimitada, aunque poco desarrollada, sabiduría. Esto tiene que ver con principios que todo el mundo conoce, como, por ejemplo, «la virtud es enseñable», «el conocer justo conduce al actuar justo». Inversamente: «toda falta ética reposa en un error ético, o sea, en un carencia de conocimiento». Según su naturaleza, dice Sócrates, cada uno aspira a lo que considera bueno. Nadie es voluntariamente malo.
Como comprenderemos más adelante, hay sabiduría incluso en el muy reprobado hedonismo de Sócrates. Sin duda, suena duro que lo bueno coincida con lo útil y con lo que [38] proporciona al hombre la verdadera eudaimonia; pero quien interpreta cuidadosamente tales aserciones del Sócrates de los diálogos platónicos y las comprende en su espíritu reconoce pronto la intención profunda: quien, guiado por la φρόνησις, por la intelección racional, elige el verdadero bien obtiene con esto la única auténtica y última satisfacción, es decir, la verdadera felicidad. La verdadera felicidad no viene del exterior, no cae del cielo como don de los dioses. La fuente de toda felicidad auténtica reside en nosotros, en nuestra razón, en la propia actividad de la intelección pura y la consecuente dirección práctica hacia lo verdaderamente bueno, en el trabajo ético. Sócrates piensa tan poco en despreciar todo placer y en desacreditar la tendencia natural al placer y a la felicidad como lejos está de defender una ética eudaimonista en el sentido del hedonismo posterior de Aristipo, aunque se basa únicamente en él, como si la verdadera meta fuera aspirar a la mayor cantidad posible de placer. Más bien, su ética se podría caracterizar como una ética de la perfección en la medida en que, sin duda, su opinión es que la virtud auténtica se ha de ver como un cierto estado interior del alma, armonioso y conforme a la ley en todo su valorar y querer práctico, es decir, se ha de ver como una perfección anímica, tal como la salud del cuerpo es la perfección corpórea. Según él, no puede, pues, ser de otro modo y se debe racionalmente ver con evidencia que una vida dirigida consecuentemente al respectivo bien verdadero —y solo en esto— obtiene siempre una satisfacción completa.
Aquí no podemos dejarnos engañar por la presentación contradictoria y además degradante que Jenofonte hace de la figura de Sócrates, la cual lo convierte en un pobre maestro del placer como si no se remontase a este el noble pensamiento de que no puede haber nada más bello para el hombre que llegar a ser mejor él mismo y tener amigos que, en las relaciones con él, lleguen a ser mejores.
Mas es seguro que la ética socrática es ética solamente en un estado germinal, no desarrollada científicamente; evoca importantes y profundos motivos, incluso los expresa sin tratamiento científico sistemático. Pero primero debía venir la ciencia que manifestara estos valores en una forma lógica definitiva. Aquí pertenece también el problema que se vislumbra con los principios mencionados anteriormente, el problema de la relación entre [39] el conocimiento intelectual y la voluntad, y en general la esfera emotiva, problema que posteriormente será explicitado y llevado hasta las últimas consecuencias en la gran lucha que hay en la Modernidad entre la moral del entendimiento y la moral del sentimiento.
§ 8. El hedonismo antiguo. Crítica a su falta de diferenciación entre preguntas de hecho y preguntas de derecho
Cronológicamente, pero sin ser fiel en espíritu, la ética socrática se conecta con la primera forma del hedonismo ético que debemos a Aristipo, quien, perteneciendo a los seguidores de Sócrates, se hizo pasar por su estudiante y fundó la primera escuela hedonista. En esta escuela, el hedonismo perdió —posteriormente, a decir verdad— su forma tosca y su orientación a la sensibilidad inferior, pero conservó su carácter fundamental, de principio, aquel que lo hace aparecer como adversario de una verdadera ética, como una forma de escepticismo ético. Esto mismo vale para el hedonismo de la escuela epicúrea, frecuentemente alabado, incluso hoy en día. Desde su fundación en el año 306, esta escuela se extiende durante siglos a lo largo de la Antigüedad helenístico-romana.
En el fondo, se trata solo de una sistematización superficial de motivos ya establecidos por el otro escepticismo sofista (el que hemos de atribuir por entero a Aristipo) con la ayuda de principios socráticos y de su referencia a la φρόνησις. Aquello que se suprime es el rasgo mefistofélico, la alegría sarcástica con la que los grupos de escépticos frívolos disfrutaban la desvalorización de la virtud. Así, falta el absurdo que se oculta en la actitud valorativa por la cual se erige y aprueba, externamente, el aspirar al placer como el único naturalmente posible, cuando, más bien, precisamente por el tono de sarcasmo frívolo, se nota que el yo más íntimo rechaza tal aprobación.
Frente a esto, el hedonismo tiene rostro risueño, quiere ser una filosofía jovial, filantrópica. No es muy exigente con el espíritu filosófico y, en el fondo, todo su sentido se aclara en dos o tres principios: el placer es el bien y el bien es el placer. Los conceptos de placer y de bien, o de aquello a lo que se ha de aspirar prácticamente, coinciden así como coinciden los conceptos de displacer y de lo [40] prácticamente malo; y la fundamentación es simple: placer es aquello a lo que todos tendemos, a lo que todos los seres vivos tienden; y su contrario el displacer es aquello de lo que todos huyen; así es por naturaleza. ¡Lo natural es lo racional! Es claro que esta identificación sirve de base a la argumentación. El Eudoxo platónico, quien se sumó a la orientación hedonista de la ética, indica, como un segundo argumento, que el sobrevenir de un placer aumenta siempre el valor-bien [Gutwert] que hace de una cosa un bien mientras que el surgir de un dolor lo menoscaba.
El placer designa aquí naturalmente una sola y única clase de bienes prácticos, y, como esperamos, vale como summum bonum según el principio de que todo placer es comparable en cuanto grandeza con el máximo placer. Por consiguiente, vale como lo único que en cada caso, en la praxis, es racional. En la forma tosca del hedonismo de Aristipo, según el principio de aprovechar el momento, lo mejor se da como el placer máximo del momento, cuando obviamente son posibles interpretaciones diferentes que son preferidas por otros hedonistas.
La función de la φρόνησις