La flor del desierto. Margaret Way

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La flor del desierto - Margaret Way Jazmín

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el movimiento circular de la tierra sobre su eje. La Cruz del Sur era ya conocida entre los pueblos del mundo antiguo, babilonios y griegos. Creían que formaba parte de la constelación de Centauro. ¿Ves aquella estrella lejana, al sur? –la señaló con el dedo.

      –¿La que brilla más?

      Grant asintió.

      –Es una estrella gigante. Señala el Polo Sur. Hay muchas leyendas aborígenes sobre las estrellas y la Vía Láctea. Te contaré alguna uno de estos días. Quizás una noche que acampemos al raso.

      –¿Hablas en serio?

      Hubo un breve silencio.

      –Podría arreglarse –dijo él, en tono burlón–. ¿Crees que sería una buena idea: nosotros dos solos bajo las estrellas?

      –Creo que sería maravilloso –Francesca suspiró de pura emoción.

      –¿Y si los dingos empiezan a aullar? –bromeó él.

      –Sí, ya lo sé. Sus aullidos son lúgubres, por no decir aterradores –se estremeció un poco al recordarlos–, pero te tendría a ti para protegerme.

      –¿Y quién me protegería a mí? –él la tomó de la barbilla para mirarla de frente.

      –¿Tan peligrosa soy?

      –Sí, creo que sí –contestó él, pensativo–. Estás fuera de mi alcance, Francesca.

      –Y yo que creía que eras un hombre que apuntaba a las estrellas –bromeó ella.

      –Los aviones son más seguros que las mujeres –afirmó él secamente.

      –De modo que, con lo inofensiva y pequeña que soy, ¿te parezco un gran peligro? –la voz de Francesca era apenas audible, pero muy intensa.

      –Sí… Menos en mis sueños secretos –se sorprendió diciendo él.

      Era una tremenda declaración que hizo a Francesca vibrar como la cuerda tañida de un instrumento musical.

      –Eso es muy revelador, Grant. ¿Por qué me cuentas algo tan íntimo? –preguntó, turbada.

      –Porque, en cierto modo, tú y yo tenemos mucho en común. Creo que lo supimos desde el primer momento.

      –¿Desde la adolescencia? –sencillamente, no podía negarlo–. Y, ahora, ¿vamos a tener una relación diferente?

      –No, señorita –su voz se hizo más grave–. Tú estás hecha para la grandeza. Eres la hija de un conde. Venir al desierto es para ti una forma de escapar, de huir de la realidad. Un intento de liberarte de la presión de tu posición social. Supongo que tu padre espera que te cases con un hombre de tu clase. Con un miembro de la aristocracia inglesa. Con el hijo de una familia importante, por lo menos.

      Era verdad. Su padre esperaba ciertas cosas de ella. Incluso tenía pensados dos posibles pretendientes.

      –También soy hija de Fee –ella trató de desviar la cuestión–. Eso me hace medio australiana. Fee solo quiere mi felicidad.

      –Lo que significa que tengo razón. Tu padre espera mucho de ti. No le gustaría perderte.

      Francesca negó con la cabeza, casi suplicando.

      –Papá nunca me perderá. Lo quiero. Pero él tiene su propia vida, ¿sabes?

      –Pero no tiene nietos –dijo Grant con sencillez–. Necesita un heredero: el futuro conde de Moray.

      –Olvidemos todo eso, Grant –exclamó Francesca.

      No quería que nada se interpusiera entre los dos. Pero Grant pensaba de otro modo. Se daba cuenta de adónde los conducía todo aquello.

      –Yo no puedo olvidarlo. Sabes tan bien como yo que nos estamos comprometiendo poco a poco. Maldita sea, podría enamorarme de ti, y luego tú volverías a casa, con tu padre, a tu mundo, dejándome destrozado.

      Ella no podía imaginar a Grant convertido en víctima de una mujer. Tenía demasiado autocontrol.

      –Creo que eres lo bastante fuerte como para resistirte a mí.

      –Maldita sea … –de pronto, él inclinó la cabeza y la besó apasionadamente–. Estas cosas han sucedido otras veces, Francesca.

      –¿Y cuál es la solución? –ella sintió la necesidad de aferrarse a él en busca de apoyo.

      –Que ninguno de los dos se deje llevar –respondió él con brusquedad.

      –Entonces, ¿por qué me besas?

      Él se echó a reír con una risa baja y atractiva. Parecía sentirse culpable.

      –Eso es lo peor de todo, Francesca. Conciliar el deseo sexual y el sentido común.

      –¿No habrá más besos? –preguntó ella, escéptica.

      Él, consciente de la complejidad de sus emociones, bajó la mirada buscando los ojos azules de Francesca. Estaba muy bella. Parecía una pieza de porcelana, una mujer a la que había que cuidar y proteger de cualquier daño.

      –¿Podré evitarlo si estoy continuamente a la defensiva? –preguntó, irónico–. Eres tan hermosa… Entraste en mi vida como la princesa de un cuento de hadas. Conozco a muchas mujeres interesantes y solteras. ¿No sería el mayor imbécil del mundo si te eligiera precisamente a ti? ¿A una mujer que ha llevado una vida regalada? Además, no creo que tu padre saltara de alegría si supiera que pierdes el tiempo con un bruto como yo.

      Eso no lo describía en absoluto.

      –Tú eres duro, Grant, pero no bruto. Solo eres mucho más impulsivo que tu hermano, que es uno de los hombres más agradables que conozco.

      –Quieres decir que no es tan agresivo como yo –Grant asintió, sarcástico–. Sí, es un don de nacimiento que heredó de mi padre. Yo, en cambio, no soy nada simpático.

      La dulce voz de Francesca se tornó ácida.

      –Bueno, eso no me parece tan malo. A mí me gustas. Con tu mal carácter y todo. Me gusta la forma en que te marcas un objetivo y vas tras él. Me gusta tu amplitud de miras. Me gusta que tengas grandes proyectos. Hasta me gusta que seas tan competitivo. Lo que no me gusta es que me veas como una amenaza.

      Grant vio el dolor reflejado en sus ojos, pero sintió la necesidad de seguir hablando.

      –Porque eres una amenaza, Francesca. Una amenaza real. Para los dos.

      –Eso es horrible –ella volvió bruscamente la mirada hacia el jardín iluminado por la luna.

      –Lo sé –musitó él, sombrío–, pero así es.

      A pesar de sus turbulentas emociones, Francesca disfrutó de la cena y, al final, se ofreció a preparar el café.

      –Te ayudaré.

      Grant

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