La flor del desierto. Margaret Way
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–Te manejas muy bien –dijo él.
–¿Qué quieres decir con eso?
La lámpara que había sobre sus cabezas daba al hermoso pelo de Francesca el colorido de una llama.
–¿Alguna vez has cocinado? –preguntó Grant con sorna.
–He hecho la ensalada –dijo ella tranquilamente.
–Y estaba muy buena, pero no creo que nunca hayas tenido necesidad de entrar en una cocina para ponerte a hacer la cena.
Ella no recordaba que le permitieran entrar en la cocina más que en Navidad, para amasar el pudding.
–En Ormond, no –se refería a la casa de su padre–. Teníamos un ama de llaves, la señora Lincoln, que tenía mucho carácter y lo controlaba todo. Cuando yo me instalé en Londres para empezar a trabajar, tenía que hacerme la comida. Y la verdad es que no me resultó difícil –añadió secamente.
–Eso cuando no salías, ¿verdad? –él puso el agua en la cafetera–. Seguro que recibías un montón de invitaciones.
–Tenía una vida social muy activa –ella le lanzó una mirada brillante–. Pero eso no me obsesiona.
–¿Ninguna relación amorosa? –Grant se dio cuenta de que no podía soportar pensar en ella con otro hombre.
–Uno o dos. Lo mismo que tú.
A Grant Cameron no le faltaban admiradoras.
–¿Nada serio? –insistió. La idea le corroía por dentro.
–Todavía tengo que encontrar a mi hombre ideal –contestó ella suavemente.
–Lo que me lleva a preguntarme por qué te has fijado en mí.
La pregunta dejó a Francesca sin habla.
–Pues porque me dejo guiar por mis instintos. Me atrae tu personalidad y físicamente eres muy atractivo.
En broma, él hizo una elegante reverencia.
–Gracias, Francesca. Haces que mi corazón se inflame.
–Pero no tu cabeza –contestó ella, irritada.
–Mi cabeza se mantiene fría por el momento –dijo él–. Pero lo he pasado muy bien esta noche. Brod y Rebecca son una buena compañía, y tú eres tú.
Ese vaivén entre el sarcasmo y la pasión resultaba desconcertante. Pero tal vez probaba que la atracción entre ellos era poderosa, aunque él se empeñara en combatirla por todos los medios.
–Vaya, me alegro de hacer algo bien –respondió Francesca.
Trataba de mantener un tono frívolo, pero estaba tan confundida que las lágrimas afluyeron a sus ojos. Cuando estaba con él se sentía mucho más vulnerable. Grant la miró alarmado, justo en el momento en que ella cerraba los ojos con furia.
–¡Francesca! –se acercó a ella y la tomó en sus brazos, con el corazón martilleando de preocupación y deseo–. ¿Qué ocurre? ¿Te he molestado? Soy un bruto, perdóname. Solo trato de hacer lo mejor para los dos. Seguro que puedes entenderlo.
–Por supuesto.
Su voz era un murmullo seco. Se pasó la mano por los ojos, como una niña pequeña.
Impulsado por su instinto de protección, Grant la estrechó con más fuerza, sintiendo el roce de sus delicados pechos. Estaba a punto de perder el control. Era terrible, pero maravilloso.
Francesca intentó decir algo, pero él sintió la necesidad urgente de besarla, de comerse su dulce boca de fresa y buscar su lengua. Ese increíble deseo por una mujer era algo nuevo para él. Algo que iba mucho más allá de sus anteriores experiencias sexuales. La quería. La necesitaba como se necesita el agua.
Había una tremenda pasión en su beso. Ella se dio cuenta de que significaba para Grant mucho más de lo que él se atrevía a reconocer. Casi tumbada en sus brazos, le permitió que se saciara, y algo en lo más profundo de ella comenzó a derretirse. Estaba a punto de desmayarse bajo aquel torbellino de sensaciones ardientes. Nunca se había sentido tan cerca de un hombre. Y, aunque sabía que aquello podía causarle mucho dolor, no le importaba.
Se separaron, momentáneamente desorientados, como si emergieran de otro mundo. Grant se dio cuenta de que todas las decisiones que había tomado respecto a ella se estaban tambaleando. Francesca hacía que le ardiera la sangre y eso complicaba mucho su relación. ¿Cómo podía mantener la calma si todo el tiempo pensaba en hacerle el amor? Ella podía incluso considerar su arrebato como una especie de agresión. Parecía tan pequeña en sus brazos, tan ligera y frágil…
Francesca estaba trémula y anormalmente pálida.
–Lo siento –había remordimiento en su voz–. No quería ser rudo contigo. Me he dejado llevar. Como tú dices, me falta refinamiento.
Ella tal vez debió decirle cómo se sentía, cómo le había gustado aquel beso, pero sus emociones eran demasiado intensas. Se alejó y, con mano temblorosa, trató de arreglarse el pelo, al darse cuenta de que se le habían soltado algunos mechones largos y sedosos.
–No me has hecho daño, Grant –logró decir–. Las apariencias a veces engañan. Soy mucho más fuerte de lo que parezco.
Él se rio espontáneamente.
–Haces que me vuelva loco.
La miró mientras trataba de quitarse las horquillas para soltarse el pelo. Grant podía imaginarse a sí mismo cepillándoselo. Dios mío, debía de estar perdiendo la razón. Esbozó una sonrisa forzada que no se correspondía con la expresión de sus ojos.
–Creo que será mejor que llevemos el café. Se está enfriando –puso la cafetera de cristal en la bandeja–. Yo lo llevaré. Tú relájate. Procura que te vuelva el color a la cara.
Una orden curiosa, teniendo en cuenta que era él quien la había dejado en ese estado, sin aliento, reducida a un manojo de emociones turbulentas.
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