El cuarto poder. Armando Palacio Valdés

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El cuarto poder - Armando Palacio Valdés

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necesidad apremiante de su organismo giganteo se imponía. En cambio, Cecilia apenas si tocaba en los manjares. Viendo en su plato dos pedacitos de jamón del tamaño de dos avellanas, preguntóle el joven:

      —¿Para quién hace usted ese plato, para el loro?

      —No; es para mí.

      —¿Y no tiene usted miedo que se le indigeste?

      Era la primera chanza que se autorizaba con su futura. Esta contestó sonriendo:

      —Nunca como más.

      Doña Paula acercó la boca al oído de Venturita, y le dijo:

      —¿No reparas con qué ceremonia se tratan?

      Venturita se lo dijo al oído a Pablo, y éste a su padre. Todos cuatro soltaron a reir, mirando a los novios, mientras éstos, confusos, preguntaban con la vista la razón de aquella súbita alegría.

      —Mamá, ¿quieres que les diga de qué nos reímos?

      —Díselo.

      —Pues bien, señores, pensamos todos que podrían ustedes ir apeándose el tratamiento.

      Los futuros esposos bajaron la cabeza sonriendo.

      La alegría de los comensales se expresaba ruidosamente, se charlaba, se bromeaba. Pablito asaba a preguntas a su próximo cuñado, acerca de las carreras de caballos, skating-ring, y otros asuntos más o menos transcendentales, relacionados con el sport. Sólo el gozo de Cecilia era concentrado y silencioso. Advertíase en las mejillas teñidas de vivo carmín. De vez en cuando ponía el dorso de la mano sobre ellas para enfriarlas, aunque sin lograrlo. Cuando creía que no la miraban, pasaba largos ratos con los ojos fijos en su novio. Aquel bravo engullir, incesante, signo de vida y de fuerza, la sorprendía y la cautivaba a un mismo tiempo. Contemplábale arrobada, adorando en él al símbolo del poder masculino. Estas largas miradas extáticas no se le escapaban a Venturita, quien hacía muecas a Pablo o a su madre, para que las observasen. Gonzalo pagaba las atenciones de su novia con un «muchas gracias» rápido, sin volver el rostro hacia ella por temor de ruborizarse. Al levantarlo para contestar a Pablo, sus ojos tropezaban siempre con los de Venturita, cuya mirada risueña, y maliciosa le turbaba momentáneamente.

      Levantáronse al fin de la mesa y se diseminaron. Don Rosendo y Ventura desaparecieron. Pablo, después de charlar algunos instantes, concluyó por irse también. Quedaron solamente en el comedor doña Paula y los novios. Y todos tres fueron a sentarse en un rincón de la estancia en sillas bajas. Al poco rato no se oía más que un cuchicheo discreto, como si estuviesen confesando. Unidas las tres sillas, adelantando los cuerpos hasta tocarse casi las cabezas, comenzaron a charlar animadamente. Doña Paula abordó al instante la magna cuestión.

      —Estamos a veintiocho de abril... De aquí al primero de septiembre no hay más que cuatro meses—dijo, echándoles una larga mirada entre risueña y enternecida.

      Si fuese posible que Cecilia se pusiese más colorada, se hubiera puesto. El rostro de Gonzalo se contrajo con una sonrisa sin expresión, y bajó los ojos.

      Después de haberlos mirado otro rato, gozándose en su confusión, siguió doña Paula:

      —Es necesario ir pensando en el equipo de ropa...

      —¡Mamá, por Dios! Es muy pronto—exclamó la joven avergonzada, mientras el corazón quería salírsele del pecho.

      —No es pronto, Cecilia. Tú no sabes el tiempo que aquí echan las bordadoras en cualquier cosa. Un mes ha empleado Nieves para bordar dos escudos a la chica de doña Rosario... Y más pesada que ella todavía es Martina...

      —Nieves borda muy bien.

      —No, como bordar no hay en la villa quien le ponga el pie delante a Martina... Tiene manos de oro.

      —A mí me gustan más los bordados de Nieves.

      —Pues si quieres que ella te borde la ropa, por mí...—repuso doña Paula mirando a su hija con una condescendencia maliciosa.

      —¡No digo eso, mamá!—exclamó ésta toda apurada.—Sólo digo que me gusta más el bordado de Nieves que el de Martina.

      Al poco rato ya había consentido en discutir la cuestión de la ropa.

      Tratáronla en todos sus aspectos con la gravedad y el cuidado que merecía. A quién se encargarían los juegos de sábanas de batista, a quién los ordinarios, quién haría las camisas, dónde se comprarían los manteles, etc., etc. Todo fué tratado, medido y ponderado. Doña Paula emitía su opinión. Cecilia aparentaba contradecirla, pero en el fondo ¿qué le importaba? Lo que embargaba su alma y hacía palpitar su corazón era aquella proximidad del matrimonio, reconocida expresamente. Así, que su voz salía temblorosa y algunas veces se le anudaba en la garganta sin querer salir. Sus ojos soltaban efluvios de dicha; tenían el brillo suave y misterioso de los luceros en las noches serenas de invierno.

      —¡Qué calor!—exclamaba de vez en cuando, y apoyaba las manos en sus mejillas encendidas.

      Gonzalo asentía con estúpida sonrisa a cuanto decían, y estiraba a menudo sus desmesuradas piernas que, por la escasa altura de la silla, se le dormían.

      Y cuando se concluyó con la ropa blanca, comenzaron con la de color. Y la conversación se enredaba; y Cecilia, sin mirar a su novio le veía; y los ojos de doña Paula, posados alternativamente en uno y en otro, se iban enterneciendo cada vez más; y los alientos se cruzaban. Los hombros de los futuros esposos se tocaban. Aquel suave cuchicheo, la dormida luz de la lámpara que apenas los envolvía, el contacto frecuente con el brazo de su amado, iban hinchendo el seno de Cecilia de una emoción voluptuosa que la desasosegaba. No pudiendo resistirla levantóse dos o tres veces para besar con vehemencia a su madre. A la tercera vez ésta se hizo cargo de lo que aquello significaba, y exclamó mirándola con ojos risueños y compasivos:

      —¡Pobrecita! ¡Pobrecita mía!

      Cecilia se tapó los suyos con las manos y estuvo así un rato.

      —¿Qué tienes?—le dijo al fin doña Paula.

      —Nada, nada.

      Pero continuó cubriéndose los ojos.

      —Vamos, ¿qué tienes, hija mía?

      —No tengo nada—contestó destapándose al fin. Su cara sonreía; pero tenía los ojos húmedos.

      —Ya sé, ya sé—dijo la señora—¿Quieres el éter? ¿Sientes opresión?

      —No siento nada. Estoy muy bien.

      La plática se enredó de nuevo. Doña Paula expresó la idea de que Gonzalo se viniese a vivir con ellos. Este se resistió un poco, porque comprendía que esto iba a disgustar a su tío. No obstante, concluyó por ceder a los ruegos de ambas. ¡Era tan natural que no quisieran separarse!

      —Pueden ustedes tener independencia. Yo me encargo de ello. Hay una sala grande, la sala amarilla... ya sabes, Cecilia... Tiene una alcoba espaciosa... Sólo falta el despacho para Gonzalo; pero ya he pensado en eso. Al lado de la sala está el cuarto de la ropa, que aunque da al patio, tiene buena luz. Hoy está hecho

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