El cuarto poder. Armando Palacio Valdés
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Pero la mano del señor de las Cuevas le sujetó como unas tenazas por el brazo.
—¿Dónde va usted, hombre de Dios?
—¿Qué es eso?—preguntó el armador asustado.—¡Ah, es cierto! ¡No me acordaba de que estábamos en el segundo paredón!... La obscuridad... Tanto tiempo aquí... El mareo de estar con la vista fija... en el barco... ¡Dios mío! ¿Qué hubiera sido de mí si usted no me sujeta?
—Pues nada, se hubiera usted deshecho los sesos contra las losas de abajo.
—¡Virgen Santísima!—exclamó don Rosendo poniéndose horriblemente pálido. La frente se le cubrió de un sudor frío, y las piernas le flaquearon.
—No tenga usted miedo por lo que ya pasó, amigo. Bajemos a recibir a Gonzalito.
Bajaron en efecto al muelle, donde acababa de saltar un joven alto, rubio, de gallardo aspecto, vestido con un largo gabán que casi le llegaba a los pies.
—¡Tío!
—¡Gonzalo!
Se fueron acercando, hasta que quedaron abrazados los dos gigantes. También don Rosendo saludó con efusión al joven; pero estaba tan preocupado con el peligro que había corrido su existencia, que al instante volvió a ponerse sombrío y melancólico. Apenas pudo contestar a las preguntas que el contramaestre le hizo, pidiéndole instrucciones por encargo del capitán.
Pusiéronse en marcha luego hacia la casa de don Melchor, situada en lo más alto de la villa, señoreando una extensión inmensa de mar. Durante el camino, Gonzalo dejó que su tío fuese delante, y un poco acortado hizo algunas preguntas a don Rosendo acerca de su familia.
—¿Cómo está doña Paula? ¿Le ha desaparecido la rija del ojo? ¿Y Pablo? ¿Continúa con la misma afición a los caballos? ¿Y Venturita? Estará hecha una mujer ya, ¿verdad?... (Pausa.) ¿Cecilia está buena?—terminó preguntando rápidamente.
A todas sus preguntas respondió el señor de Belinchón con monosílabos.
—¿Sabes, Gonzalo—dijo parándose de pronto,—que por un poco me mato ahora mismo?
—¡Cómo!
Le contó con prolijidad el percance del muelle. Terminado el relato, cayó en una profunda consternación.
—¿Supongo que la familia ya estará en la cama?—preguntó Gonzalo después que hubo deplorado bastante (al menos en su concepto) el peligro del comerciante.
—No; están en el teatro... No sabe uno dónde la tiene; ¿verdad, querido?
—¡Hola! ¿Hay compañía?
—Sí, desde hace unos días. ¿Crees que me hubiera matado, Gonzalo?
—Phs... tal vez se hubiera usted roto una pierna, o las dos... o una costilla.
—¡Menos malo!—exclamó el señor de Belinchón dejando escapar un suspiro.
En esto se habían internado ya bastante en la población, y al llegar a cierta calle, don Rosendo se despidió del tío y del sobrino. Dióle éste la mano con visible tristeza.
—Voy al teatro a buscar a la familia. Hasta mañana; que descanses, Gonzalo.
—Hasta mañana... Recuerdos.
El señor de las Cuevas y su sobrino se emparejaron caminando lentamente la vuelta de la casa del primero. Cayó entonces sobre el viajero un chaparrón de preguntas, no relativas a su estancia en Inglaterra, sino todas ellas referentes al viaje por mar. «¿Qué tal el viento? de bolina siempre, ¿verdad?... ¿No se os cayó alguna vez? El barco no cabecearía mucho; viene bien cargado... ¿Y las corrientes? No marearíais siempre con toda la tela, ¿eh? ¿A que habéis arrizado a la salida de Liverpool? ¡Conozco, conozco el paño!
Respondía Gonzalo con distracción a las preguntas, que, por otra parte, entendía a duras penas. Iba cabizbajo y melancólico. Observándolo al fin su tío, se paró en firme y dijo:
—¿Qué tienes, Gonzalito? Parece que estás triste.
—¿Yo? ¡Ca! No, señor.
—Juraría que sí.
Siguieron otro rato en silencio, y don Melchor, dándose una palmada en la frente, exclamó:
—¡Ya sé lo que tienes!
—¿Qué?
—Mal de la tierra. A mí me ha pasado siempre lo mismo. Cuando saltaba en tierra después de algún viaje ¡me entraba una desazón, una tristeza, un deseo tan grande de volverme a bordo! Duraba dos o tres días hasta que me iba acostumbrando. El caso es que tenía afán de llegar al puerto; pero, una vez en él, echaba de menos la vida de a bordo. No sé lo que tiene el mar que atrae, ¿verdad?... ¡Aquel aire tan puro!... ¡Aquel movimiento!... ¡Aquella libertad!... A que sientes ganas de volverte al barco, ¿eh?—terminó diciendo con una sonrisa maliciosa que acreditaba su extremada perspicacia.
—Malditas... De lo que tengo gana, tío, voy a decírselo en confianza... es de ver a mi novia.
Don Melchor quedó asombrado.
—¿De veras?
—Lo que usted oye.
Reflexionó un momento el señor de las Cuevas, y al cabo dijo:
—Bien; si quieres puedes ir al teatro a saludarla... Mientras tanto, yo voy a ver cómo se enmienda Domingo.
—¿De qué se ha de enmendar? Es una persona excelente—repuso el joven sonriendo.
El tío, sin comprender la ironía, le miró con desprecio.
—Vaya, veo que vienes tan ignorante como has ido... Te aguardo para cenar.
—No me aguarde usted, tío—contestó Gonzalo, que ya estaba lejos.—Quizá no cene.
Y sin tomar carrera, pero con extraña velocidad, gracias a sus descomunales piernas, salvó las calles, alumbradas por algunos raros faroles de aceite, en dirección al teatro. Cualquiera que le tropezase en aquella hora le diputaría por un inglesote de los muchos que llegan a Sarrió mandando barcos unas veces, otras a reconocer cotos mineros o a montar alguna industria. Su estatura colosal, su corpulencia, no son los signos característicos de la raza española, siquiera nos hallemos en una de las provincias del Norte. Luego, aquel gabán tan largo, las botas de tres suelas, el sombrero de forma exótica, denunciaban claramente al extranjero. Pues mirándole al rostro acababa de completarse la ilusión, porque era blanco y terso y adornado con larga barba rubia, los ojos azules, o más propiamente garzos, al igual de los que se ven casi sin excepción en las razas septentrionales. Aprovechemos los cortos momentos que nos quedan antes que llegue al teatro para proporcionar al lector algunos datos biográficos acerca de este mancebo.
La familia de las Cuevas a la cual pertenece, venía siendo de gigantes y marinos, desde tiempo inmemorial. Marino había sido su padre, marino su abuelo, marinos