El cuarto poder. Armando Palacio Valdés

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El cuarto poder - Armando Palacio Valdés

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el público alborozado.

      El granuja que tenía este apodo, privado de sus atributos infernales, confuso y avergonzado, se retiró de la escena.

      Al poco rato empezó a arder otra peluca. Nuevos murmullos y mayor ansiedad por ver la metempsícosis de aquel ángel exterminador. No se hizo esperar. Al cabo de pocos minutos la peluca y la careta volaban por el aire como encendido cometa.

      —¡Matalaosa!—gritaron todos. Una inmensa carcajada sonó en el teatro.

      —Mátala, no te descubras que te vas a constipar—dijo uno desde la cazuela.

      Matalaosa se retiró avergonzado como su compañero Levita.

      Todavía ardieron otras dos o tres pelucas, poniendo a la vergüenza a otros tantos pillastres de la calle que servían de comparsas en el teatro. El baile se terminó al fin sin más incendios.

      Una vez sepultados de nuevo en el Averno los demonios que se habían salvado de la quema, se presentaron en la escena un gallardo mancebo, de oficio pastor, a juzgar por el pellico que le tapaba la espalda, y una hermosa doncella de idéntica profesión. Los cuales, en el mismo punto, siguiendo el antiguo precepto que obliga a todo pastor a estar enamorado y a toda pastora a mostrarse esquiva, comenzaron su diálogo, donde las quejas amorosas y los tiernos lamentos de él contrastaban con las indiferentes carcajadas de ella. Alegres y regocijados se hallaban todos, lo mismo los del patio que los de la cazuela, con las sabrosas razones que pasaban en la escena, cuando a la puerta del teatro se oyó una gran voz que dijo:

      —Don Rosendo, está entrando la Bella-Paula.

      El efecto que aquel inesperado grito produjo, fué inexplicable. Porque no sólo don Rosendo se levanta como impulsado por un resorte y se apresura con mano trémula a ponerse el abrigo para salir, sino que por todo el concurso se esparció un fuerte rumor acompañado de viva agitación que estuvo a punto de interrumpir el diálogo pastoril. Los menestrales del patio lanzáronse acto continuo a la calle. De la cazuela bajaron con fuerte traqueteo casi todos los marineros que allí había. Y de los palcos y butacas salieron también numerosas personas. A los pocos minutos no quedaban apenas en el teatro más que las mujeres.

      Cecilia se había quedado inmóvil, pálida, con los ojos clavados en la escena. Su madre y hermana la miraban en tanto con semblante risueño.

      —¿Por qué me miráis de ese modo?—exclamó volviéndose de pronto. Y al decir esto se puso fuertemente colorada.

      Doña Paula y Venturita soltaron una carcajada.

       Índice

      del feliz arribo de la «bella-paula»

      El pelotón de espectadores corrió por las calles en dirección al muelle. Delante, rodeado de seis u ocho marineros, de su hijo Pablo y algunos amigos, iba don Rosendo, silencioso, preocupado, escuchando los comentarios de sus acompañantes, que los pronunciaban con la voz entrecortada por la fatiga.

      —Tiene suerte don Domingo; llega con más de media marea—dijo un marinero aludiendo al capitán de la Bella-Paula.

      —¿Qué sabes tú si llega ahora? Bien puede estar fondeado desde la tarde—respondió otro.

      —¿Dónde?

      —¿Dónde ha de ser, mamón? en la concha—replicó el otro enfureciéndose.

      —Si hubiera estado se vería, tío Miguel.

      —¿Cómo lo habías de ver, papanatas?... ¿Has estado por si acaso en la peña Corvera?

      —La bandera de la Bella-Paula se ve por encima de la peña, tío Miguel.

      —¡Qué bandera ni qué mal rayo que te parta!

      —¿Qué carga trae, don Rosendo?—preguntóle al armador uno de los que le acompañaban.

      —Cuatro mil quintales.

      —¿Escocia?

      —No; todo Noruega.

      —¿Viene a bordo el señorito de las Cuevas?

      Don Rosendo no contestó. Al cabo de un momento de marcha cada vez más precipitada, se volvió diciendo:

      —A ver; es necesario avisar a don Melchor que está entrando la Bella-Paula.

      —Yo iré—respondió un marinero destacándose del pelotón y marchando a internarse otra vez en el pueblo.

      Llegaron al muelle. La noche estaba fría, sin estrellas: el viento acostado: la mar en calma. Dejaron el antiguo y diminuto muelle y se dirigieron a la punta del Peón recién construída que avanzaba bastante más por el mar. Brillaba en la obscuridad tal cual farolillo de los barcos anclados. Apenas se advertía la espesa red de su jarcia. Los cascos aparecían como una masa negra informe.

      Los recién llegados no vieron un grupo mucho mayor de gente que se apiñaba en la punta misma del malecón hasta que dieron sobre él. Todos guardaban silencio con los ojos puestos en el mar, esforzándose por advertir entre las tinieblas las maniobras del buque. Las olas, que rompían blandamente contra las peñas más próximas, blanqueaban de vez en cuando en la obscuridad.

      —¿Dónde está?—preguntaron varios de los espectadores del teatro sacándose los ojos por ver algo.

      —Allí.

      —¿Dónde?

      —¿No ve usted aquí, hacia la izquierda, una lucecita verde?... Siga usted mi mano.

      —¡Ah, sí, ya la veo!

      Don Rosendo subió al segundo cuerpo del paredón, y encontró allí ya a don Melchor de las Cuevas. Era éste un caballero alto, muy alto, enjuto, afeitado a la usanza de los marinos, esto es, dejando la barba por el cuello como una venda. Tenía más razón para ello que la mayoría de los vecinos de Sarrió que se afeitaban de este modo, pues pertenecía al honroso cuerpo de la Armada, si bien en calidad de retirado. Pero en los puertos de mar, particularmente cuando la población es pequeña, como la en que nos hallamos, el elemento marítimo predomina y se infiltra de tal modo, que todos los habitantes, sin poderlo remediar, sin darse cuenta de ello, adoptan ciertos usos, palabras y formas de vestir de los marinos.

      Habría sido apuesto y galán el señor de las Cuevas en sus tiempos juveniles; porque hoy, a los setenta y cuatro años, es un hombre brioso, erguido, de vivos y penetrantes ojos, nariz aguileña, noble y descubierta frente. Toda su figura anuncia energía y decisión.

      Estaba en pie sobre uno de los asientos adheridos al pretil del paredón, con unos enormes anteojos de mar dirigidos hacia la lucecita verde que brillaba con intermitencias allá a lo lejos. Era con mucho la figura más elevada que salía del grupo de espectadores.

      —¡Don Melchor, usted aquí ya!... Acabo de enviarle un recado a su casa.

      —Hace

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