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El único que hasta cierto punto le tomaba en serio era Pablito. Piscis y Pablito habían nacido para amarse y admirarse. El punto de conjunción de estos dos astros era el género ecuestre. Piscis, adiestrado por su padre desde niño, era el mejor jinete de Sarrió; por consiguiente, para Pablito la persona más digna de ser admirada. El hijo de don Rosendo era el chico más rico de la población: para Piscis, debía de ser, claro está, lo más respetable y digno de veneración que había sobre el planeta. Nadie sabía a qué época se remontaba esta amistad. Se había visto a Pablito y Piscis eternamente juntos, cuando niños. Ya hombres no fué parte a separarlos la diversa posición social que ocupaban. El lugar de reunión de estos jóvenes notables era constantemente la cuadra de don Rosendo. Desde allí, después de celebrar siempre una larga y erudita conferencia, frente a los caballos, con parte teórica y parte práctica, salían a pasear su figura y sus profundos conocimientos por la villa, unas veces cabalgando en briosos corceles, otras en una linda charrette, Pablito guiando, Piscis a su lado fijo y absorto en la contemplación amorosa de los traseros de los caballos. Algunas también, para dar ejemplo de humildad, caminando sobre las propias piernas.
Pablo se acercó a su familia, retorciéndose de risa.
—¿Qué te ha pasado?—le pregunta doña Paula, sonriendo también.
—Hemos seguido a Periquito a la cazuela y le encontramos mano a mano con Ramona—dijo el joven, acercando la boca al oído de su hermana Ventura.
—¿Sí?... ¿Qué le decía?—preguntó ésta con gran curiosidad.
—Pues le decía... (una avenida de risa lo interrumpió por algunos momentos). Le decía... «Ramona, te amo».
—¡Ave María! ¡A una sardinera!—exclamó la niña riendo también y haciéndose cruces.
—¡Si vieras con qué voz temblorosa lo decía, y cómo ponía los ojos en blanco!... Aquí está Piscis, que también lo oyó...
Piscis dejó escapar un gruñido corroborante.
En aquel momento, Periquito, que era un muchacho pálido y enteco, de ojos azules y poca y rala barba rubia, apareció en las lunetas. Las miradas de toda la familia Belinchón se clavaron en él sonrientes y burlonas. Sobre todo Pablo y Venturita se mostraban grandemente regocijados a su vista. Periquito levantó la cabeza y saludó. La familia Belinchón contestó al saludo sin dejar de reir. Tornó a levantar la cabeza otras dos o tres veces y viendo aquellas insistentes sonrisas, se sintió molesto y salió al pasillo.
Levantóse nuevamente el telón. La decoración representaba unas cavernas del infierno, aunque no era imposible que alguien creyese que se trataba de la bodega de un barco. El acto comenzaba por un preludio de la orquesta, dignamente dirigida por el señor Anselmo, ebanista de la villa. Figuraban en ella como bombardinos el señor Matías, el sacristán, y el señor Manolo (barbero); como clarinetes don Juan el Salado (escribiente del Ayuntamiento) y Próspero (carpintero); como trompas Mechacan (zapatero) y el señor Romualdo (enterrador); como cornetines Pepe de la Esguila (albañil) y Maroto (sereno); como figle el señor Benito el Rato (escribiente de una casa de comercio y figle de la iglesia). Había otros cuatro o cinco muchachos aprendices, que acompañaban. El señor Anselmo, en vez de batuta, tenía en la mano para dirigir una enorme llave reluciente, que era la de su taller.
El preludio era muy triste y temeroso; como que estábamos en el infierno. El público guardaba absoluto silencio: esperaba con ansia lo que iba a salir de allí, clavados los ojos en las trampas abiertas en el suelo del escenario. De pronto, de aquella música suave y misteriosa salió un trompetazo desafinado. El señor Anselmo se volvió y dirigió una mirada de reprensión al músico, que se puso colorado hasta las orejas. Hubo en el público fuerte y prolongado murmullo. De la cazuela salió entonces una voz que gritó:
—Fué Pepe de la Esguila.
Las miradas del público se dirigieron hacia este menestral, que se hizo el distraído sacando la boquilla del cornetín y sacudiéndola; pero estaba cada vez más colorado.
—Si no sabe tocar que se vaya a la cama—gritó la misma voz.
Entonces el corrido y avergonzado Pepe de la Esguila montó en cólera de pronto, dejó el instrumento en el suelo, y alzándose del asiento con los ojos encendidos y agitando los puños frente a la cazuela, gritó:
—¡Ya te arreglaré en cuanto salgamos, Percebe!
—¡Chis, chis! ¡Silencio, silencio!—exclamó todo el público.
—¡Qué has de arreglar, morral! Anda adelante y toca mejor la trompeta.
—¡Silencio, silencio! ¡Qué escándalo!—volvió a exclamar el público.
Y todos los ojos se volvieron hacia el palco del alcalde.
Era éste un hombre de sesenta, a setenta años, bajo de estatura y muy subido de color, el pelo bien conservado y enteramente blanco, las mejillas rasuradas, la nariz borbónica, los ojos grandes, redondos y saltones. Parecía un cortesano de Luis XV o un cochero de casa grande.
Don Roque, que así se llamaba, se revolvió en el asiento y dió una voz.
—¡Marcones!
Un alguacil octogenario se acercó al respaldo del palco con la gorra azul de grande visera charolada en la mano. El alcalde conferenció con él algunos momentos. Marcones subió a la cazuela bajando poco después con un joven en traje de marinero, agarrado del brazo. Ambos se acercaron al palco presidencial.
Don Roque comenzó a increparle procurando apagar la voz y consiguiéndolo a medias. Se oía de vez en cuando:—«¡Zopenco!»... «no tenéis pizca de educación»... «animal de bellota»... «¿Te figuras que estás en la taberna?» El marinero aguantaba la rociada con los ojos en el suelo.
Una voz gritó desde el patio:
—Que lo lleven a la cárcel.
Pero desde la cazuela contestó otra al instante:
—Que lleven también a Pepe de la Esguila.
—¡Silencio! ¡Silencio!
El alcalde, después de haber reprendido y amenazado ásperamente a Percebe, le dejó volver otra vez a su sitio, con gran satisfacción de la cazuela, que lo recibió con hurras y aplausos.
La orquesta, callada un instante, tornó a su infernal preludio. Antes que éste se terminase, comenzaron a salir por las trampas del escenario hasta una docena de diablos con sendas y enormes pelucas de estopa, el rabo de etiqueta, y teas encendidas, en las manos. Así como se hallaron sobre el entarimado y cerradas convenientemente las trampas, dieron comienzo, como es lógico, a una danza fantástica; pues bien sabido es de antiguo que no pueden estar juntos cuatro demonios sin entregarse con furor al baile. Los espectadores seguían con extremada curiosidad sus vivos y acompasados movimientos. Un chiquillo lloró. El público obligó a su madre a que lo sacase.
Mas hete aquí que con tanto ir y venir, pasar y rozarse los ministros de Belcebú en aquel no muy amplio recinto, una tea llegó a prender fuego a la peluca de uno de ellos. El pobre diablo, sin darse cuenta de ello, siguió bailando cada vez con más infernal arrebato. El público reía a carcajadas esperando el próximo desenlace de aquel incidente. En efecto, cuando sintió caliente