El cuarto poder. Armando Palacio Valdés
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Don Lorenzo, don Agapito, don Pancho, don Aquilino, don Germán y don Justo, eran indianos, esto es, gente a quien sus padres habían enviado a América de niños a ganarse la vida y habían vuelto entre los cincuenta y sesenta años con un capital que variaba de treinta a cien mil duros. Había de éstos más de cincuenta en Sarrió. El duro trabajo y la sujeción en que habían vivido muchos años, les hacía tener de la felicidad una idea muy distinta de la nuestra. Para nosotros la dicha consiste en gozar un placer nuevo cada día, agitarse, viajar, gozar con el cuerpo y el espíritu de la hermosa variedad de cosas que la Naturaleza nos ofrece. Para ellos se cifraba única y exclusivamente en no trabajar, pasar un día y otro redimidos de la dura ley impuesta por Dios a Adán después del pecado. Y la verdad es que se cebaban ferozmente en este goce singular. La mayor parte de ellos tenían su capital en papel del Estado, cuya renta, cuando se cobra no origina molestia alguna. Levantábanse temprano por el hábito de madrugar, y andaban toda la mañana por las calles o por el muelle en pandillas de seis u ocho mirando la entrada y salida, la carga y descarga de los barcos. Después de comer se iban al entresuelo del café de la Marina o al de la Amistad, y pasaban tres o cuatro horas jugando o mirando jugar al billar.
«¡Anda, bolita de hueso, anda, entra en cabaña!—Déjela, déjela, don Pancho, que va herida.—Sal, niña, sal de la manigüita.—¡Ah, ah, qué bien mete uté, don Lorenso!—No se ponga bravo, don Pancho!»
El juego siempre iba salpicado de estas frases que olían a plátano y cocotero. Cuando los días eran largos, veíaseles allá a la tarde por las cercanías de la villa paseando también en pandilla o sentados sobre el césped a orillas de una fuente. Era la hora de los recuerdos tropicales.
«¿Se acuerda uté, don Agapito, se acuerda uté de aqueya mulatica perra que le venía a dar plasé a la tienda?—¡Y qué bien que cantaba las guarachas, la sinvergüensa!—Disen que uté alguna vese la sobaba, don Agapito, la sobaba duro.—¿Y cómo no, don Pancho, si a lo mejó se me iba al baile de la gente de coló con el negro de mi compare don Justo?—¡Vaya, hombre, no diga eso, que me enoha! El que se iba al baile era uté. ¡Poquita vese que le he visto trabao con eya bailando el chiquita abajo, chiquita abajo!»
No había que contar con ellos para subvencionar la orquesta, ni el teatro, ni otro recreo público. Los jóvenes indígenas si querían divertirse necesitaban apelar al bolsillo de sus papás. Ya sabían que era inútil solicitar el auxilio del oro americano. Esto les indignaba. Por la espalda, y aun de frente, les llamaban roñosos, aldeanos, burros cargados de dinero. Pero los indianos tenían la piel muy dura y despreciaban tales desahogos. El que les tenía un odio declarado (¿a quién no lo tenía?) era Gabino Maza.—«¿Para qué sirven esos cincuenta vagos tirados todo el día por la calle, abriendo la boca y estirándose como los perros? ¡Si destinaran siquiera su dinero a alguna industria útil a la población!»
Cuando don Melchor de las Cuevas y su sobrino entraron en el Saloncillo, el único que se mantenía en pie en medio del corro gesticulando era este mismo Gabino Maza. No podía permanecer dos minutos sentado. La continua exaltación de su organismo, la vehemencia con que trataba de persuadir a sus oyentes, le obligaba a alzarse en seguida del asiento, lanzarse al medio del salón y gritar y manotear hasta que se le concluía el aliento y los fuerzas. Se hablaba de la compañía del teatro que había anunciado su marcha por haber experimentado pérdidas en el primer abono de treinta funciones. Maza trataba de convencerles de que no había habido semejantes pérdidas, que todo era una superchería.
—¡No es verdad, no es verdad! El que diga que han perdido un céntimo ¡miente!... (Bajando la voz y dando la mano a Gonzalo.)—¿Cómo estás, Gonzalo? Ya sé que has llegado ayer. Vienes bueno: me alegro... ¡Repito que miente! ¿A que no se atreven a decírmelo a mí?
—Seis mil reales han perdido en las treinta funciones, según los datos que me presentó el barítono—apuntó don Mateo.
Maza rechina los dientes. La indignación no le permite hablar. Al fin rompe.
—¿Y usted hace caso de ese borracho, don Mateo?... Vaya, vaya (con afectado desdén), a fuerza de tratar con cómicos se le ha olvidado el oficio, como al herrero de marras.
—Oye tú, botarate; yo no he dicho que lo creyese. Lo único que digo, es que así resulta de los datos que me presentó el barítono.
Maza da una vuelta en redondo, se coloca otra vez en medio del salón, arranca violentamente el sombrero de la cabeza con ambas manos, y agitándolo vocifera frenético:
—¡Pero, señor! ¡pero, señor! ¡no parece más que aquí nos hemos caído de un nido!... ¿Quieren ustedes decirme qué han hecho de veinte mil y pico de reales que ha importado el abono, y casi otro tanto que habrá entrado en la taquilla?
—Los sueldos son muy crecidos—apuntó el ayudante del puerto.
—¡No seas borrico, por la Virgen Santísima, Alvaro! ¡No seas borrico!... Te diré en seguida los sueldos (contando por los dedos). El tenor, seis duros; la tiple, otros seis, son doce; el bajo, cuatro, son diez y seis; la contralto, tres, son diez y nueve; el barítono, cuatro...
—El barítono, cinco—apuntó Peña.
—El barítono, cuatro—insistió furibundo Maza.
—A mí me consta que son cinco.
—El barítono, cuatro—rugió de nuevo Maza.
Alvaro Peña se levanta exaltado a su vez, ardiendo en noble deseo de llevar el convencimiento a su adversario, y se entabla una contienda furiosa, descomunal, que dura cerca de una hora, en la que toman parte todos o casi todos los socios de aquella ilustre reunión de notables. Nada más semejante a las famosas reyertas que entre los griegos pasaban delante de los muros de Ilion. El mismo fragor y cólera. La misma sencillez primitiva en los argumentos. La misma violencia candorosa y bárbara en los dictados.
«¡Habrá hombre más pollino!—¡Calla, calla, cabeza de alcornoque!—¡Habló el buey, y dijo mú!—Te digo que faltas a la verdad, y si lo quieres más claro, te digo que mientes.—¡Jesús, qué gansada!—Parece usted una mala mujer.»
Eran muy frecuentes, casi cotidianos, tales altercados en el Saloncillo. Como todos los que tomaban parte tenían un modo directo, enteramente primitivo de apreciar las cuestiones, parecido, por no decir igual al de los héroes de Homero, la argumentación establecida al comienzo de la disputa, seguía invariablemente hasta el fin. Había hombre que pasaba una hora repitiendo sin cesar: «¡No hay derecho a meterse en la vida privada de nadie!» o bien: «Eso sucederá en Alemania, ¡pero como estamos en España!»... Alguno era, todavía más breve, y gritaba siempre que le dejaban un hueco:—«¡Chiflos de gaita! ¿sabéis? ¡chiflos de gaita!» hasta que caía exánime en el diván.
Pero lo que perdían en amplitud los argumentos ganábanlo en intensidad. Cada vez eran expresados con mayor y contundente energía, y con más descompasadas voces. De tal modo, que