Colección de Alejandro Dumas. Alejandro Dumas
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Читать онлайн книгу Colección de Alejandro Dumas - Alejandro Dumas страница 19
Dispuesto a ponerlo en práctica aquella noche, llegué valientemente hasta el pie de la escalera, pero de allí no pasé. A la noche siguiente, subí hasta el segundo piso; pero allí me detuvo mi falta de decisión. A la tercera llegué hasta el rellano de su propio piso, pero me quedé delante de su puerta, sin atreverme a llamar. Me pasaba a mí lo mismo que a Querubín: No me atrevía a atreverme.
Pero a la cuarta noche, juré acabar de una vez y no ser por más tiempo tan necio y tan cobarde. Entré en un café, tomé hasta seis tazas de este brebaje, y reanimado mi valor por aquellos tres francos de energía, subí sin retenerme los tres pisos, y con mano temblorosa y febril ademán, sin querer pensar en nada por miedo de arrepentirme, tiré del cordón de la campanilla, cuyo sonido me heló la sangre en las venas.
Diéronme entonces tentaciones de echar a correr, pero me quedé como clavado en el suelo, retenido allí por mi propio juramento. No tardé en oír pasos… Alguien abrió… Lancéme al interior de una habitación oscura como boca de lobo, abrí una puerta por cuyos intersticios se filtraba la luz y exclamé con acento de resolución suprema:
—¡Señorita!
Pero en el acto, me sentí asido por una mano varonil que me puso delante de mi hermosa vecina, y mientras ésta se levantaba de su asiento haciendo un mohín lleno de gracia, mi amigo Aumary, le dijo:
—Vida mía, tengo el gusto de presentarte a mi amigo, Felipe Auvray. Es vecino tuyo y hace tiempo que desea conocerte.
Ya conoces el resto de la aventura. Pasé allí diez minutos, sin lograr reponerme de mi aturdimiento, y abrumado al fin por el peso del ridículo balbuceé algunas excusas y me retiré acompañado por las carcajadas de Florencia que no pudo contener la hilaridad al ofrecerme su casa.
—¿Y a qué viene el recordar ahora tales cosas? A raíz de aquel suceso, me pusiste mala cara, y tardó bastante en pasársete el enfado; pero creí que ya me habías perdonado, en gracia a que tú mismo tuviste la culpa de lo que te pasó entonces.
—De sobra lo sé y nunca te guardé rencor por ello. Pero debes reconocer que esas cosas no sirven de gusto a nadie, y como tú, queriendo resarcirme en cierto modo de la amarga impresión que dejó en mi ánimo la desdichada aventura te opusiste a presentarme a tu tutor y contrajiste solemne compromiso de hacerme en adelante cuantos favores pudieses, he creído conveniente recordarte tu crimen para recordarte tu promesa, ya que hoy necesito que me ayudes.
—Habla, Felipe—dijo Amaury, pugnando por contener la risa.—Estoy arrepentido de mi culpa, tengo en cuenta el compromiso y aguardo la ocasión de expiar aquel pecado… involuntario.
—Bueno. Sabe, pues, que ha llegado el momento—dijo Felipe con gravedad.—Amaury: estoy enamorado.
—¡Diablo! ¿Lo dices en serio?
—Sí; y esta vez no es un amor pasajero, sino una afección honda y duradera que llenará mi vida.
Amaury se sonrió, pensando en Antoñita.
—¿Y de seguro quieres pedirme que te sirva de intérprete cerca de tu ídolo? ¡Desdichado! Me haces temblar… Pero prosigue. ¿Cómo te has enamorado? ¿y de quién?…
—Ya no se trata de una modistilla cuyo amor se busca por capricho, sino de una señorita de noble alcurnia a la que sólo puedo unirme en matrimonio. Mucho he titubeado en decírtelo a ti, que eres mi mejor amigo, pero al fin tenía que hacerlo y he creído llegado el momento oportuno. No poseo títulos de nobleza, pero tampoco soy de origen oscuro, pues pertenezco a una familia distinguida; hace poco heredé de mi buen tío veinte mil francos de renta y su quinta de Enghien, y estas circunstancias me animan a decirte a ti, que más que amigo eres para mí un hermano y además estás propicio a darme reparación de las pasadas ofensas: «Amaury, ¿quieres pedir en mi nombre a tu tutor la mano de su hija Magdalena?
—¡Cómo! ¿qué es lo que dices?—exclamó Amaury, con la estupefacción pintada en el semblante.
—Digo—respondió Felipe sin abandonar su aire solemne,—que suplico a mi amigo y hermano Amaury, recordándole sus compromisos, que pida para mí la mano de…
—¿De Magdalena?
—Si.
—¿De Magdalena de Avrigny?
—Sí; de la hija de tu tutor.
—Pero ¿no estabas enamorado de Antoñita?
—¿Yo? ¡Ca, hombre!
—Así, pues, ¿amas a Magdalena?
—¡Claro está! Por eso vengo a pedirte…
—¡Calla, desgraciado! ¡Está de Dios que siempre llegues tarde! Yo también la amo.
—¿Qué dices? ¿Que tú la amas?
—Sí, y es el caso…
—¿Qué?…
—Que ayer mismo pedí y obtuve su mano.
—¿La mano de Magdalena?
—Sí: la mano de Magdalena.
Felipe se llevó las manos a las sienes como temiendo que su cabeza estallara; luego, aturdido, sin darse cuenta de sus actos, se levantó vacilante, tomó maquinalmente el sombrero y con paso de autómata salió sin despegar ya los labios, como si aquel golpe le hubiese dejado mudo.
Amaury, compadecido de su amigo, estuvo tentado a correr tras él para detenerle y prodígarle consuelos; pero en aquel instante oyó las diez y se acordó de que a las once le esperaba Magdalena.
Capítulo 12
Diario del doctor avrigny 15 de mayo
«Por lo menos no me separaré de mi hija; se quedarán a mi lado; yo iré a donde ellos vayan y viviré con ellos.
»Proyectan pasar el invierno en Italia, o para hablar con más propiedad, mi prudente previsión les ha sugerido ese propósito. Así, pues, presentaré mi dimisión de médico de cámara y me iré con mis hijos.
»Magdalena es rica y yo también lo soy. ¡Qué puedo necesitar yo, si lo que guardé fue para ella!
»Seguro estoy de que mi partida causará a muchos gran sorpresa y que tratarán de retenerme